Alfred Hitchcock presenta: Los mejores relatos de crimen y suspenso. VV.AA.
Читать онлайн книгу.de que yo llegara a la puerta ya se había quedado dormido.
Algo de lo que me dijo era auténtico: Algoma definitivamente era un pueblo pequeño, de una sola calle, con algunas tienduchas, un supermercado en un extremo y una gasolinera en el otro. Como casi todos los pueblos del norte de Michigan, seguramente fue campamento de leñadores en tiempos pasados; sólo Dios podría saber qué lo mantenía a flote económicamente.
Tubby’s no tuvo yogurt, granola fresca ni aire acondicionado. La pálida luz del sol que lograba pasar por las ventanas mugrosas daba al cuarto una temperatura bastante más alta que la de mi pan tostado, y tuve que quitarme la corbata y la chaqueta. Para pasar el rato traté de determinar si el nombre del lugar se refería a la mesera o al cocinero; cualquiera podía merecerlo por igual. LeClair entró cuando me servían mi tercer vaso de té helado. En la gorra había sujetado su placa con un alfiler.
—Santo Cristo —exclamó, acomodándose en el sillón de vinilo rojo—. No pudo pasar la llamada, de modo que voy a tener a dieciséis guardias nacionales asignados a una tarea que no existe; mejor dicho, otra tarea que no existe si contamos la de usted. Bueno, ¿quiere ponerme al corriente?
La mesera le llevó un jarro despostillado de café, que él agradeció con señas.
—Ya lo hice —dije—. Vinieron aquí. Al parecer, no regresaron nunca. En realidad, es lo único que sabemos.
—Pero, ¿qué le hizo venir hasta aquí a usted? ¿Tiene una orden de aprehensión en su contra?
—No, pero si logro encontrar a la chica, tal vez podamos saber algo de ellos. Sabemos que se dedican a la usura y al tráfico de narcóticos, pero hacen sus movimientos con mucho cuidado. Sin ella… De cualquier modo, un procedimiento policial básico consiste en seguir la pista de los delincuentes.
—¿En serio? ¡No me diga! Quisiera tener algo para tomar notas. Vea usted, yo casi siempre espero a que alguien haga algo ilegal, y entonces lo arresto. Supongo que me falta ser más sofisticado.
—¿Por qué trajeron a Charlie hasta aquí sólo para enterrarlo?
—Roland y Charlie crecieron aquí. Su padre era fabricante clandestino de alcohol allá en la década de los treinta, o eso dicen. Después de la ley seca se movieron a mayores empresas en Detroit, pero la familia aún tiene una casa de buen tamaño junto al río. Los veranos pasan un mes aquí, y a veces también cuando se abre la temporada de cacería.
—Entonces, ¿usted los conoce? Quiero decir, ¿en persona?
—Sí —contestó sorbiendo su café—. Los conozco desde la infancia, igual que todos en el pueblo. ¿Y qué?
—Nada. Sólo estaba preguntando. Oiga, ¿tiene usted una especie de complejo por venir de un pueblo chico? ¿O le disgustan los chicanos, o qué?
Puso su taza de café sobre la mesa entre nosotros y respiró hondo.
—García, estoy cansado. Llevo más de treinta horas sin dormir. Sé que nada les sucedió a esos payasos en Algoma, porque cuando una ardilla hace sus necesidades en los bosques de los alrededores, me informan de ello. Deseo irme a mi casa, acostarme, tal vez saludar a mi esposa para que se acuerde de mí, pero en cambio me voy a quedar cuidándolo hasta que usted se convenza de que aquí no hay absolutamente nada, porque es parte de mis obligaciones y porque he notado su brazalete de Vietnam. ¿Le parece? Pero no espere que le demuestre entusiasmo. No tengo suficiente energía.
—Excelente —repliqué—. ¿Por qué no nos ponemos a ello cuanto antes, para que pueda dejarlo en paz? ¿Por dónde sugiere comenzar?
—Vayamos a hablar con Faye en la posada Dewdrop —dijo mientras se levantaba y acababa de beberse su café, que no se molestó en pagar. Yo cubrí mi cuenta.
Faye y la posada Dewdrop daban la impresión de ser una de esas parejas que llevan demasiado tiempo casadas. Se parecían entre sí, y ambas conocieron días mejores. El cabello rojo de ella estaba enjuagado con descuido, y tenía el mismo tono que el vello capilar de sus mejillas; tanto ella como la posada necesitaban ponerse en orden. Si sintió algún gusto de vernos, logró disimularlo.
—Buen día, Faye. Si no es inconveniente, necesito ver tus registros.
—Poco te iba a importar que fuera inconveniente, ¿verdad? Toma, haz lo que quieras.
Empujó sobre el mostrador una caja de archivar recetas.
—Se quedaron aquí Roland Costa y júnior el día del funeral de Charlie, ¿es verdad?
—Si ahí lo dice, será verdad. No hay ninguna ley que lo prohíba, ¿o sí? Añaden tantita clase a este pueblo, por si les interesa.
Su dicción se ceñía a la precisión forzada de alguien que bebe en serio.
—En la tarjeta no aparece la hora de salida. ¿Cuándo se fueron?
—La mitad de la gente que se registra no pone las horas. Al diablo, Ira, yo no puedo estar en el escritorio de recepción cada minuto. Los huéspedes pagan por adelantado y en eso consiste el negocio para mí, no en…
—¿A qué hora piensas tú que se fueron?
—Ya te lo dije: no sé —dijo ella de mal humor—. Si no te molesta, tengo cosas que hacer.
El sheriff se le quedó viendo un momento, con el ceño fruncido. Ella recorrió con el dedo un surco en el maltratado mostrador como si nunca lo hubiera visto.
—Está bien, Faye —concedió el sheriff, cerrando la tapa del registro—. Es suficiente. Por ahora.
—Menos mal que vino conmigo, LeClair —reconocí—. A mí no me habría dicho nada, seguramente.
—Me pareció que estaba un poco… nerviosa —comentó, con la mirada puesta en el camino mientras conducía el sedán que yo había alquilado entre los baches del camino de tierra al norte del pueblo. Con la salvedad de una que otra granja, el campo no parecía tener más habitantes que la superficie de la luna.
—Se sabe que en ocasiones Faye se toma algunas libertades con las pertenencias de sus huéspedes —agregó—. Probablemente no fue más que eso.
—Lo tendré presente.
—No será necesario —dijo en tono cortante—. Con un poco de suerte, usted se irá de aquí antes de necesitar una habitación. Vamos a visitar el cementerio y hablar con el cuidador, Hec Michaud, y eso será suficiente. Usted podrá volver a Motown y yo tal vez logre acostarme en mi cama.
Disminuyó la marcha al acercarnos a una fila de casas antiguas que se juntaban a un lado de la capilla y entramos al cementerio que se extendía sobre la mayor parte de un cerro, una isla en un mar de campos de maíz. Las lápidas variaban en estilos y tamaños, pero los senderos barridos y la hierba cortada indicaban otros habitantes aparte de los muertos.
Dos hombres trabajaban en un sepulcro a medio camino de la subida al cerro. Para ser más precisos, un hombre trabajaba, cavando mecánicamente en una fosa que le llegaba a la cintura, mientras que el otro permanecía sentado, recargado en una vieja lápida con una lata de cerveza genérica. Tendría unos cuarenta años, barrigón, con el rostro sin afeitar y mechones de pelo gris que salían de una gorra grasienta de ferroviario. Se alzó aparatosamente cuando nos vio llegar, sonriendo con la amabilidad que confiere la cerveza.
—Bienvenidos a Lovedale, distinguidos señores. No es gran cosa como cementerio, pero es mi hogar. Ey, Paulie, deja de cavar un minuto. Tenemos visitas.
El cavador era más joven, algo mayor de treinta años, larguirucho, con cara de pastel de manzana y pelo color arena. Una cicatriz profunda iba de la sien izquierda a la nuca, bordeada por cabellos blancos. A pesar del calor, llevaba abotonadas las mangas y el cuello de su camisa de mezclilla, manchada de sudor. Salió del hoyo con buen humor y una sonrisa primaveral en el rostro.
—Hola, Ira, qué gusto verte.
—El gusto es mío, Paulie. Como de costumbre, se ve que Hec