Alfred Hitchcock presenta: Los mejores relatos de crimen y suspenso. VV.AA.

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Alfred Hitchcock presenta: Los mejores relatos de crimen y suspenso - VV.AA.


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me las arreglo para vivir de mi salario. Tal vez no sea tan listo, pero…

      —Mire, ya me disculpé, ¿de acuerdo? Mejor acepte mi disculpa, porque no tengo otra. En mis zapatos, usted también habría tenido dudas.

      —Sí —concedió de mala gana—. Supongo que eso es cierto. Bueno, acepto la disculpa, al menos por ahora. Lo bueno es que ya tengo trabajo para los guardias que vienen en ca­mino. ¿Quiere su medalla en el cuello?

      —No. Yo vine por otra razón y además no he comido nada en todo el día. Voy a Tubby’s por un sándwich. Tal vez me asome un poco más tarde para ver cómo van las cosas.

      Cuando volví al cementerio la cosecha avanzaba a toda marcha. Una docena de guardias en uniforme verde laboraba entre el maíz y se llevaba las plantas de marihuana a una pila al borde de los cultivos, donde LeClair y dos oficiales de la Guardia conferenciaban. Noté que Hec Michaud estaba desconsolado en el asiento del jeep, esposado al volante. Me acerqué a él.

      —Ey, míiister —dije—, ¿yu nou güer an hombre can faind chamba piquin frijoles?

      Se quedó con la mirada fija en el tablero. ¡Qué poco sentido del humor!

      —¡Ey, Flower, suba aquí! Tengo asientos de gradería y cerveza fría!

      Paulie se hallaba sentado con la espalda apoyada en el cobertizo del cerro, contemplando la escena. Trepé penosamente y me senté junto a él. Me pasó una lata de cerveza genérica.

      —Todo un espectáculo —comentó.

      —Ya lo creo —concurrí—. Oye, lamento mucho si con esto se echa a perder tu… tu diversión.

      —¡Qué diablos, Flower! No puedo fumar eso. Ya tengo bastante tratando de coordinar la vida normal. Hec me dio esos churros, probablemente para cerrarme la boca. Tal vez debí hacerle caso. No me va a gustar nada perder mi empleo aquí.

      —No veo por qué vayas a perderlo.

      —No lo ve ahora —dijo en voz baja—, pero lo verá, pues si continúan buscando en esa dirección darán con el au­tomóvil.

      Giré despacio para mirarlo.

      —¿Qué automóvil?

      —Un Lincoln plateado.

      Apenas pude escuchar su voz, reducida a un susurro. Apartó la vista de mis ojos y dijo:

      —Hec iba a esconderlo en los cultivos para luego deshacerse de él, pero se atascó, así que nada más lo tapamos.

      —¿El auto de los Costa?

      Paulie asintió.

      —¿Cuándo sucedió eso?

      —¿Se refiere a cuándo lo escondimos? No estoy muy seguro —dijo, arrugando la frente—. Fue después de que se atoró el ataúd…, pero eso ya se lo conté, ¿no?

      —Sólo que se había atorado, pero no me dijiste nada más, ¿verdad? Paulie, ahora todo va a salir a la luz. Quiero que me cuentes lo que pasó. Todo. Poco a poco. ¿Dices que se atoró el ataúd?

      —Bueno, al principio no sabía que estuviera atorado. Estaba durmiendo atrás del cobertizo cuando llegó el tipo aquel, Claudio, y me despertó. Le estaba dando un infarto porque la caja estaba atorada en el bastidor y todos se habían ido ya menos él y el señor Costa. Así que fui a ver el ataúd, y estaba realmente atorado, pero aquí en el cobertizo tenemos una manivela para poder bajarlos si se atoran, así que fui por ella. Al volver oí que Claudio y el señor Costa discutían tan alto que se les podía oír en todo el cementerio. Por fin Claudio se fue con pasos bruscos a su carroza fúnebre y se marchó, cosa rara, pues el director necesita permanecer para verificar que el ataúd haya bajado hasta el fondo y poner la tapa a la cripta antes de marcharse. El señor Costa estaba ahí de pie, mirando el ataúd, cuando yo llegué a sus espaldas. Fue entonces cuando me di cuenta. La caja del millón de dólares de Charlie mostraba un pedacito de tela roja que salía por la ranura de la tapa. Eso estaba fuera de lugar. El señor Costa lo vio también, pues ahí ponía la mirada. Pegó un brinco considerable al verme. Me ordenó bajar la caja, pero yo le dije que se necesitaba la presencia del director de la funeraria. “Llamaron al señor Rigone y tuvo que irse. Es bajo mi responsabilidad”, dijo. “Tú mete la caja al hoyo, y ten algo por tus esfuerzos”, y me dio un billete de cien dólares. Es mucho dinero, ¿verdad?

      —Sí, mucho dinero —confirmé.

      —Eso pensé yo. Me confundo con los números, pero me di cuenta de que algo no andaba como era debido, ¿sabe? Le dije entonces que yo solo no podía hacerlo y necesitaba ayuda. Comenzó a discutir, pero se dio cuenta de que yo seguía mirando la caja. Se le estrecharon los ojos y se dio vuelta, se echó a andar hacia el auto y salió a toda velocidad del cementerio, arrojando grava por todas partes.

      ”Me arrodillé para ver más de cerca la tela roja. Se movía. Sólo un poco, como si alguien tratara de jalarla al interior de la caja. Di unos golpes en la tapa. “¿Hay alguien ahí dentro?”, pregunté, pero me sentía de verdad estúpido. Era la primera vez que le hablaba a un muerto, fuera de las ocasiones en que quería hacer enojar a Hec. De todos modos, la tela al parecer sí se movía.

      —¿Y qué hiciste tú?

      Paulie alzó los hombros.

      —No había nadie en el cementerio más que yo y la caja, así que desatornillé la tapa y la abrí. Ella se incorporó y yo me caí sentado. Una dama. Vestida de rojo, con un lado de la cabeza ensangrentado, mareada y tal vez cegada por la luz. “Auxilio”, dijo ella.

      —Cindy Kessel —comenté—. La novia de Charlie.

      —Se puso a murmurar cosas sobre no decir nada de los negocios de Charlie —dijo él, asintiendo—, pero sin dar mucho sentido a sus palabras, como si estuviera en un delirio. Pero debe habérsele pasado un poco, pues se dio vuelta para ver sobre quién se hallaba sentada. Puso los ojos en blanco y se desplomó sobre el pobre Charlie. A él no pareció importarle demasiado.

      —¿Qué sucedió después?

      —Bueno, yo no sabía si tenía que ver o no con Charlie, pero consideré que no le correspondía el mismo ataúd que a él, así que la saqué de la caja y cerré la tapa. No me sentía seguro sobre qué hacer a continuación. Ella necesitaba ayuda, pero no había nadie, y no quise dejarla ahí nada más, así que la alcé y la llevé corriendo a la casa de la señora Stansfield. No me tiene simpatía, pero no pude pensar en ningún otro sitio.

      ”Estuve llamando a la puerta, pero nadie vino a abrir y habían puesto el maldito cerrojo. La carrera me agotó y me dieron palpitaciones en la cabeza —dijo Paulie, y respiró hondo—. La chica… ¿Cindy? ¿Ese es su nombre?

      Asentí.

      —Ella seguía inconsciente. Alcancé a ver el polvo de la limusina de los Costa que volvía al cementerio y me pareció que se requería acción de inmediato; por eso empujé la puerta con el hombro, logré abrirla y puse adentro a la joven. Volví corriendo a la sepultura, agachado para que no me vieran, pues no quería que Costa supiera de mis movimientos. En cualquier caso, sentí que estaba de nuevo en el ejército, y eso me resultó un poco divertido.

      ”El señor Costa trajo con él a su hijo, Rol júnior. ¿Conoce usted a Rol?

      —Sé quién es… —contesté—. Un tipo duro.

      Yo lo conocí en la escuela —explicó Paulie—. Más malvado que una víbora. El señor Costa dijo que estaba ahí para ayudar con el ataúd. Le dije que me parecía bien, pero debe de haberse dado cuenta de lo agitado de mi respiración, porque se me quedó mirando de un modo raro y enseguida examinó la caja. Yo no tuve tiempo de volver a atornillar la tapa. Cuando volvió a mirarme, sus ojos parecían igual de muertos que los de Charlie. “¿Dónde está ella, muchachito?”, me preguntó. “¿Dónde la pusiste?”

      ”Me hice el tonto, algo no muy difícil para mí. “No sé de qué habla”,


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