Esta bestia que habitamos. Bernardo (Bef) Fernández

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Esta bestia que habitamos - Bernardo (Bef) Fernández


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no es muy profesional —empezó a decir Gavlik.

      —Ay, ya bájale, Ruso — dijo, apeándose.

      André se quedó viéndola, sin saber muy bien qué hacer. Finalmente dijo:

      —Pues aquí me quedo, Güero. Vete a tu casa, me regreso en Uber.

      —Tengo la orden de no separarme de usted, señor —contestó el exsicario.

      —Ramírez, no te pongas pendejo.

      El hombretón suspiró; ningún músculo facial se movió debajo de los lentes oscuros que jamás se quitaba.

      —Sí, señor, lo que usted indique. Le abro la puerta.

      Bajó del auto y caminó hasta la portezuela trasera, renqueando un poco. Desenfundó la Heckler and Koch y cruzó los brazos sobre el pecho con el arma a la vista, para inhibir a cualquier asaltante que pasara por ahí a esa hora.

      —Bueno, mi Güero, muchas gracias — dijo el publicista al tiempo que deslizaba un billete de quinientos pesos en el bolsillo pectoral del blazer del guarura.

      —Cuídeseme mucho, patrón. Y con todo respeto, no haga pendejadas.

      El Ruso dedicó una mirada melancólica a su protector.

      —Ya hice la peor, mi Güero: nací.

      Fuera de lo acostumbrado, Gavlik ofreció un apretón de manos a su escolta. El guarura lo asió en su manaza y apretó hasta casi lastimarlo. Luego dio media vuelta, subió al auto y abandonó esta historia. Gavlik lo observó alejarse por la calle.

      —¿Qué pasa? —preguntó Nancy, que revisaba su Facebook sobre la banqueta.

      —No, nada —dijo Gavlik mientras veía el auto perderse en la distancia.

      Entraron al vestíbulo en silencio. El vigilante estuvo a punto de decir algo; se contuvo ante la mirada vidriosa de Nancy. Su temperamento agrio era mítico en el edificio.

      Subieron al ascensor. La puerta se abrió en el piso completo de Nancy y su marido cirujano.

      Como puestos de acuerdo, se tumbaron en uno de los sillones de la sala, que medía casi lo que medio departamento del Ruso.

      —¿Quieres un trago? —murmuró ella.

      —Te quiero a ti.

      Nancy se puso de pie, dio media vuelta, dejó caer su abrigo Visvim al suelo. De espaldas al Ruso, llevó las manos a la falda de su vestido Comme des Garçons y lo elevó por el talle. Al caer, reveló su lencería Faire Frou Frou. Se llevó las manos a la cintura y preguntó:

      —¿Te gusto?

      Gavlik se levantó del sillón de piel como impulsado por un resorte. Se lanzó sobre la mujer con voracidad depredadora. Asió sus pechos, apretando.

      —¿Quién es mi puta? — le murmuró al oído, mordiendo su lóbulo.

      —Yo —susurró Nancy.

      —¿Quién es mi perra?

      —Yo —el monosílabo fue casi inaudible.

      El Ruso sintió bajo sus manos los dos implantes de silicón colocados por el marido cirujano. “A güevo”, pensó. “Esa firmeza no se da en la naturaleza después de los cuarenta años.”

      Gavlik besó la nuca de Nancy y bajó por el cuello.

      Sus ropas desaparecieron en minutos. Antes de asimilarlo conscientemente, el Ruso contemplaba su espléndida desnudez sobre el sillón. Ella abrió las piernas para recibirlo. Agradeció en silencio la prevención de haber engullido una Cialis unas horas antes, por si cualquier cosa.

      El último orgasmo de su vida llegó minutos después de entrar en ella, en medio de gemidos acompasados a dúo.

      Se quedaron abrazados sobre el sillón durante mucho tiempo, como inseguros de lo que debían hacer a continuación. Ella rompió el silencio:

      —¿Por qué mataron a Matías?

      Se refería al cubano Matías Eduardo, socio de André, presidente y director de cuentas de la agencia, muerto unos días antes en circunstancias misteriosas.

      —Nadie mató a Mati. Fue una peritonitis.

      —Ay, Ruso, no mames. Lo envenenaron.

      Desnuda, envuelta por los brazos velludos de Gavlik, seguía siendo la hembra alfa.

      —Dame un cigarro —ordenó ella.

      —Ya no fumo.

      —Entonces préstame tu vaporizador.

      Gavlik hurgó entre sus ropas, en el suelo. Halló el cilindro metálico y lo ofreció a su clienta, que aspiró con fruición para exhalar el humo por la nariz.

      —Si me ve mi marido, me cuelga.

      —Imagínate si me ve a mí.

      —Ay, qué cagadito eres, pendejo.

      Nancy fumó en silencio. El Ruso tomó el vaporizador y aspiró.

      —¿Qué sabor es? —preguntó ella.

      —Maple.

      —¿Lo mataron por el desvío de fondos del Fideicomiso del Jitomate? —insistió ella.

      El Ruso volvió a inhalar humo. Exhaló el vapor tóxico mirando al vacío.

      —Al cubano se le reventaron las tripas.

      —Mis güevos —contestó ella.

      —Vas —contestó el Ruso, frotando su escroto en el trasero de Nancy.

      Noventa minutos después, un espasmo despertó al Ruso. Estaban desnudos sobre la duela de roble blanco, la ropa esparcida por el piso. Ella dormía en posición fetal, roncando suavemente. En la oscuridad, Gavlik distinguió algunos moretones en la espalda de la mujer.

      Con la mente nublada por el alcohol, se vistió sin encender la luz. No quiso pensar en la hora ni en la cruda que ya comenzaba a taladrarle las sienes.

      Consideró dejarle un papelito con la palabra “gracias”; desechó la idea de inmediato. Llamó al ascensor, comprobó aliviado que no necesitaba la llave de Nancy para bajar al lobby y abandonó el departamento sin hacer ruido.

      Al cruzar el vestíbulo se encontró al vigilante, un hombre joven de marcados rasgos indígenas. Se contemplaron desde extremos opuestos de la escala social, el velador con resignado rencor, Gavlik con avergonzado desdén. Ambos asintieron al verse, sellando un pacto de silencio.

      Afuera helaba; su blazer Ferragamo no lo protegía del viento frío.

      “¡Puta madre!”, maldijo en voz alta hacia el cielo, que sólo le devolvió su indiferencia. Con la cabeza envuelta en vapores etílicos, caminó a la esquina, tiritando. Si al día siguiente no lo mataba la cruda, sería el resfriado. Llegó a Masaryk. Se acercó al módulo del valet parking de uno de los bares.

      —¿Cuál es su auto? —preguntó un valet, solícito.

      Gavlik contestó con un gruñido y un manoteo de negación; sacó su iPhone para pedir su transporte. Sintió cómo su estómago segregaba ácido al descubrir que la pila estaba agotada. El cargador de emergencia descansaba en la guantera de su auto.

      —Me lleva la verga —maldijo entre dientes.

      Miró hacia la calle, buscando un taxi. Su expresión desolada atrajo la atención del conductor de un Honda Civic rojo que circulaba por la calle.

      —¿Transporte ejecutivo, jefe? Cien por ciento seguro —dijo el hombre a Gavlik.

      El Ruso lo miró; desde el fondo de su borrachera fue incapaz de distinguir los rasgos de la persona que le hablaba. Era una voz amable emitida por una sombra. Al publicista le sonó a salvación.

      No se supo si fue el frío,


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