Esta bestia que habitamos. Bernardo (Bef) Fernández

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Esta bestia que habitamos - Bernardo (Bef) Fernández


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de artes plásticas de una escuela de Nueva York, creativo publicitario desde los veintiún años, presidente creativo en la agencia Bungalow 77, con dos divorcios a cuestas y una hija, fue hallado sobre la banqueta frente al número 10 de la Cerrada de Ameyalco, en la colonia del Valle, a unos metros de la Avenida de los Insurgentes.

      El policía que encontró el cadáver no identificó huellas de violencia en el cuerpo. Sólo una peculiar expresión en el rostro, como de quien atraviesa por una pesadilla en medio del sueño.

      La purificación a través del dolor

      Lizzy sintió sus piernas acalambrarse. Quiso cambiar de posición; el temor al varazo en la espalda la contuvo.

      —Así, así, muy suave — dijo la instructora, una japonesa diminuta que hacía pensar a la capisa en una muñequita de porcelana. Lo único que delataba su edad era el cabello, completamente blanco, avalancha de nieve que descendía por su nuca.

      Lizzy sintió que la ropa se le pegaba al cuerpo por la transpiración. Incómoda, no dijo nada. Llevaba treinta minutos en la posición de la media cobra o Ardha Bhujangasana.

      —¿Duele? —preguntó la maestra.

      —Mucho — murmuró Lizzy.

      —Bien. El sufrimiento purifica.

      “Pinche vieja”, pensó Lizzy y de inmediato reprimió el pensamiento violento.

      —Magnífico —dijo la instructora—. Ahora, respire profundo, relaje sus músculos y acuéstese bocarriba.

      Lizzy obedeció.

      —Piense en el agua que corre por el río. En el viento que mece las ramas.

      Lizzy sólo podía pensar en sexo.

      —Relájese, respire hondo…

      Un mulato con músculos de piedra, cogiéndosela como no hacía nadie desde el Bwana, ¿hacía cuánto?

      —Muy bien, hemos terminado.

      Abrió los ojos, sorprendida por el aplauso solitario que tronó al fondo de su celda.

      Se incorporó como impulsada por un resorte para descubrir a Anatoli Dneprov, su dealer de armas, sentado en la sala que había colocado en su celda, conformada por un bloque entero del reclusorio femenil.

      —¿Y ora tú, cabrón, qué haces aquí?

      —Esa boquita… —murmuró la instructora de yoga.

      —Tu clase ya se acabó, pinche vieja, ahora bórrale hasta la próxima semana.

      La asiática murmuró una despedida y salió de ahí, aliviada de haber terminado la sesión mejor pagada de su semana laboral.

      —Quedamos de vernos aquí el 10 de noviembre, ¿recuerdas? —informó Dneprov, con su habitual ecuanimidad—. Me permití traer un vinho verde portugués.

      —Ya sé, güey, ya sé, estoy mamando.

      Era un hombre de edad indefinida, arriba de los sesenta. De complexión atlética y suaves rasgos eslavos, cabello y barba del color de la nieve siberiana. Sus años como ingeniero militar en Angola y luego en Cuba le habían abierto la puerta fonética a las lenguas romances: hablaba portugués, español y francés sin acento, además de un inglés impecable.

      Cualquiera pensaría que se trataba de un diplomático, siempre ataviado con sobria elegancia. Nadie imaginaría que era uno de los traficantes de armas más respetados del mundo. Y quizás el único amigo personal de Lizzy Zubiaga.

      Había entrado a México bajo la personalidad de un vendedor uruguayo de maquinaria agrícola para cerrar un negocio al norte del país. Quiso aprovechar para visitar a su vieja amiga. Al Reclusorio Femenil ingresó como Pedro por su casa, como había hecho en docenas de cárceles por todo el mundo.

      —No es por hacerte el desaire, güey, pero ya no soy del vicio —y rio sola de su cita literaria.

      —Claro, dejaste de beber, querida. Si lo deseas, podemos pasar nuestra velada sobrios.

      —Prefiero, sí.

      El bloque de Lizzy ocupaba ocho celdas. Se habían derrumbado las divisiones. Pese a la tentación, optó por eliminar toda ostentación: decoró al estilo minimalista.

      Dos internas del penal les sirvieron fruta fresca y agua Voss en copas de vidrio. Una de ellas, una mulata enorme cubierta de tatuajes y el cabello platinado cortísimo, buscó con la mirada la aprobación de Lizzy.

      —Todo perfecto, Capulina.

      La mujer prosiguió el servicio, sonriendo.

      —Veo que estás en una etapa zen de nuevo —apuntó Dneprov, sentándose a la mesa ante una indicación de su anfitriona.

      —Mamadas.

      —Siempre la misma Lizzy.

      —Tu madre.

      Comieron en silencio kiwis y frambuesas.

      —¿Alguna novedad? —rompió el silencio Dneprov.

      —Nada, cabrón, cuando caes en desgracia todo se te deja venir en filita. Los amigos se esfumaron, mi familia pidió entrar al programa de testigos protegidos…

      —Pensaba que eras hija única.

      —¿Y qué, mis primos son pendejos o qué?

      El eslavo recordó a la horda de parásitos que orbitaban a su clienta, corte de los milagros que se daban vida de reyes a cambio de pequeños favores. No comentó nada.

      —¿Y tu abogada, qué te dice?

      —Esa pendeja. Nada, todo va lento. Lo único bueno es que en este país, mientras tengas dinero, siempre podrás comprar la justicia a tu favor. Mientras no me transfieran a otro penal, ya chingué —guardó silencio un momento, tras el cual agregó—: El problema es que la lana se me está terminando. El hijo de la chingada del Paul me dejó en la ruina.

      Lizzy enrojeció al nombrar al primo que la había traicionado. Dneprov quiso cambiar el tema de conversación.

      —No te puedes quedar aquí para siempre.

      —Pues claro que no, pendejo.

      Llegó el segundo tiempo. Sashimi de un pescado que el paladar veterano del traficante no logró identificar.

      —Mmm, delicioso. ¿Qué es?

      —Dorado. Un pececito de mi tierra que nadie pela. Es muy bueno. Además, no están los tiempos para andar tragando salmón.

      —Viene lleno de mercurio de todos modos.

      —A menos que lo compres orgánico; yo no tengo tiempo ni dinero.

      Dneprov se preocupó. Nunca había escuchado a Lizzy escatimar en nada.

      —¿Es tan precaria la situación?

      —Neta, güey.

      Siguieron comiendo en silencio.

      Las dos internas retiraron la comida, sirvieron más agua en las copas y trajeron el postre.

      —¿Sorbete de limón? — dijo el ruso.

      —Nieve de la Michoacana. Está buena, güey.

      Paladearon el helado en silencio, Dneprov hizo como si fuera el manjar más exquisito del planeta. Al terminar, les sirvieron café a ambos.

      —¿Colombiano?

      —Sí, cabrón. Me quedan algunas viejas conexiones, he cobrado algunos favores. Antes les compraba coca, ahora cafecito.

      Rieron.

      —Aaaah — dijo Lizzy— , si no fuera por estos momentos.

      Anatoli disfrutó su taza. A diferencia del helado, estaba delicioso.

      —Veo


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