1984. George Orwell
Читать онлайн книгу.¿Qué tienes ahí, chico? Seguro que es algo demasiado intelectual para mí. Oye, Smith, te diré por qué te andaba buscando, es para la sub. Olvidaste darme el dinero.
–¿Qué sub es esa? –preguntó Winston buscando el dinero automáticamente. Por lo menos una cuarta parte del sueldo de cada uno iba a parar a las subscripciones voluntarias. Éstas eran tan abundantes que resultaba muy difícil llevar la cuenta.
–Para la Semana del Odio. Ya sabes que soy el tesorero de nuestra manzana. Estamos haciendo un gran esfuerzo para que nuestro grupo de casas aporte más que nadie. No será culpa mía si las Casas de la Victoria no presentan el mayor despliegue de banderas de toda la calle. Me prometiste dos dólares.
Después de rebuscar en sus bolsillos, Winston sacó dos billetes grasientos y muy arrugados que Parsons metió en una carterita y anotó cuidadosamente.
–A propósito, chico –dijo–, me he enterado de que mi crío te disparó ayer su tirachinas. Ya le he arreglado las cuentas. Le dije que si lo volvía a hacer le quitaría el tirachinas.
–Me parece que estaba un poco fastidiado por no haber ido a la ejecución –dijo Winston.
–Hombre, no está mal; eso demuestra que el muchacho es de fiar. Son muy traviesos, pero, eso sí, no piensan más que en los espías; y en la guerra, naturalmente. ¿Sabes lo que hizo mi chiquilla el sábado pasado cuando su tropa fue de excursión a Berkhamstead? La acompañaban otras dos niñas. Las tres se separaron de la tropa, dejaron las bicicletas a un lado del camino y se pasaron toda la tarde siguiendo a un desconocido. No perdieron de vista al hombre durante dos horas, a campo traviesa, por los bosques... En fin, que, en cuanto llegaron a Amersham, lo entregaron a las patrullas.
–¿Por qué lo hicieron? –preguntó Winston, sobresaltado a pesar suyo.
Parsons prosiguió, triunfante:
–Mi chica se aseguró de que era un agente enemigo... Probablemente, lo dejaron caer con paracaídas. Pero fíjate en el talento de la criatura: ¿en qué supones que le conoció al hombre que era un enemigo? Pues notó que llevaba unos zapatos muy raros. Sí, mi niña dijo que no había visto a nadie con unos zapatos así; de modo que la cosa estaba clara. Era un extranjero. Para una niña de siete años, no está mal, ¿verdad?
–¿Y qué le pasó a ese hombre? –se interesó Winston.
–Eso no lo sé, naturalmente. Pero no me sorprendería que... –Parsons hizo el ademán de disparar un fusil y chasqueó la lengua imitando el disparo.
–Muy bien –dijo Syme abstraído, sin levantar la vista de sus apuntes.
–Claro, no podemos permitirnos correr el riesgo... –asintió Winston, nada convencido.
–Por supuesto, no hay que olvidar que estamos en guerra.
Como para confirmar esto, un trompetazo salió de la telepantalla vibrando sobre sus cabezas. Pero esta vez no se trataba de la proclamación de una victoria militar, sino sólo de un anuncio del Ministerio de la Abundancia.
–¡Camaradas! –exclamó una voz juvenil y resonante–. ¡Atención, camaradas! ¡Tenemos gloriosas noticias que comunicar! Hemos ganado la batalla de la producción. Tenemos ya todos los datos completos y el nivel de vida se ha elevado en un veinte por ciento sobre el del año pasado. Esta mañana ha habido en toda Oceanía incontables manifestaciones espontáneas; los trabajadores salieron de las fábricas y de las oficinas y desfilaron, con banderas desplegadas, por las calles de cada ciudad proclamando su gratitud al Gran Hermano por la nueva y feliz vida que su sabia dirección nos permite disfrutar. He aquí las cifras completas. Ramo de la Alimentación...
La expresión “por la nueva y feliz vida” reaparecía varias veces. Éstas eran las palabras favoritas del Ministerio de la Abundancia. Parsons, pendiente todo él de la llamada de la trompeta, escuchaba, muy rígido, con la boca abierta y un aire solemne, una especie de aburrimiento sublimado. No podía seguir las cifras, pero se daba cuenta de que eran un motivo de satisfacción. Fumaba una enorme y mugrienta pipa. Con la ración de tabaco de cien gramos a la semana era raras veces posible llenar una pipa hasta el borde. Winston fumaba un cigarrillo de la Victoria cuidando de mantenerlo horizontal para que no se cayera su escaso tabaco. La nueva ración no la darían hasta mañana y le quedaban sólo cuatro cigarrillos. Había dejado de prestar atención a todos los ruidos excepto a la pesadez numérica de la pantalla. Por lo visto, había habido hasta manifestaciones para agradecerle al Gran Hermano el aumento de la ración de chocolate a veinte gramos cada semana.
Ayer mismo, pensó, se había anunciado que la ración se reduciría a veinte gramos semanales. ¿Cómo era posible que pudieran tragarse aquello, si no habían pasado más que veinticuatro horas? Sin embargo, se lo tragaron. Parsons lo digería con toda facilidad, con la estupidez de un animal. El individuo de las gafas con reflejos, en la otra mesa, lo aceptaba fanática y apasionadamente con un furioso deseo de descubrir, denunciar y vaporizar a todo aquel que insinuase que la semana pasada la ración había sido de treinta gramos. Syme también se lo había tragado aunque el proceso que seguía para ello era algo más complicado, un proceso de doblepensar. ¿Es que sólo él, Winston, seguía poseyendo memoria?
Las fabulosas estadísticas continuaron brotando de la telepantalla. En comparación con el año anterior, había más alimentos, más vestidos, más casas, más muebles, más ollas, más comestibles, más barcos, más autogiros, más libros, más bebés, más de todo, excepto enfermedades, crímenes y locura. Año tras año y minuto tras minuto, todos y todo subía vertiginosamente. Winston meditaba, resentido, sobre la vida. ¿Siempre había sido así; siempre había sido tan mala la comida?
Miró en torno suyo por la cantina; una habitación de techo bajo, con las paredes sucias por el contacto de tantos trajes grasientos. Mesas de metal abolladas y sillas igualmente estropeadas y tan juntas que la gente se tocaba con los codos. Todo resquebrajado, lleno de manchas y saturado de un insoportable olor a ginebra mala, a mal café, a sustitutivo de asado, a trajes sucios. Constantemente se rebelaban el estómago y la piel con la sensación de que se les habla hecho trampa privándoles de algo a lo que tenían derecho.
Desde luego, Winston no recordaba nada que fuera muy diferente. En todo el tiempo a que alcanzaba su memoria, nunca había habido bastante comida, nunca se podían llevar medias ni ropa interior sin agujeros, los muebles habían estado siempre desvencijados, en las habitaciones había faltado calefacción, los trenes subterráneos iban espantosamente atestados, las casas se deshacían en pedazos, el pan era negro, el té imposible de encontrar, el café sabía a cualquier cosa, escaseaban los cigarrillos y nada había barato y abundante a no ser la ginebra sintética. Y aunque, desde luego, todo empeoraba a medida que uno envejecía, ello era sólo señal de que éste no era el orden natural de las cosas. Si el corazón enfermaba con las incomodidades, la suciedad y la escasez, los inviernos interminables, la dureza de las medias, los ascensores que nunca funcionaban, el agua fría, el jabón rasposo, los cigarrillos que se deshacían, los alimentos de sabor repugnante... ¿cómo iba uno a considerar todo esto intolerable si no fuera por una especie de recuerdo ancestral de que las cosas habían sido diferentes alguna vez?
Winston volvió a recorrer la cantina con la mirada. Casi todos los que allí estaban eran feos y lo hubieran seguido siendo aunque no hubieran llevado los uniformes azules. Al extremo de la habitación, solo en una mesa, se encontraba un hombrecito con aspecto de escarabajo. Bebía una taza de café y sus ojillos lanzaban miradas suspicaces a un lado y a otro.
Es muy fácil, pensó Winston, siempre que no mire uno en torno suyo, creer que el tipo físico fijado por el Partido como ideal –los jóvenes altos v musculosos y las muchachas de escaso pecho y de cabello rubio, vitales, tostadas por el sol y despreocupadas– existía e incluso predominaba. Pero en la realidad, la mayoría de los habitantes de la Franja Aérea número 1 eran pequeños, cetrinos y de facciones desagradables. Era curioso cuánto proliferaba el tipo de escarabajo entre los funcionarios de los ministerios: hombrecitos que engordaban desde muy jóvenes, con piernas cortas, movimientos toscos y rostros inescrutables, con ojos muy pequeños. Era el tipo que parecía florecer bajo el dominio del Partido.
La