1984. George Orwell

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1984 - George Orwell


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vínculos imposibles de controlar. Su objetivo verdadero y no declarado era quitarle todo placer al acto sexual. El enemigo no era tanto el amor como el erotismo, dentro y fuera del matrimonio. Todos los casamientos entre miembros del Partido tenían que ser aprobados por un comité nombrado con este fin. Y –aunque el principio nunca fue establecido de un modo explícito– siempre se negaba el permiso si la pareja daba la impresión de hallarse físicamente enamorada. La única finalidad admitida en el matrimonio era engendrar hijos en beneficio del Partido. La relación sexual se consideraba como una pequeña operación un tanto molesta, algo así como soportar un enema.

      Tampoco esto se decía claramente, pero de un modo indirecto se grababa desde la infancia en los miembros del Partido. Había incluso organizaciones como la Liga juvenil Anti-Sex, que defendía la soltería absoluta para ambos sexos. Los nños debían ser engendrados por inseminación artificial (semart, como se le llamaba en neolengua) y educados en instituciones públicas. Winston sabía que esta exageración no se defendía en serio, pero que estaba de acuerdo con la ideología general del Partido. Éste trataba de matar el instinto sexual o, si no podía suprimirlo del todo, por lo menos deformarlo y mancharlo. Winston ignoraba el porqué de esta táctica, pero parecía natural que fuera así. Y en cuanto a las mujeres, los esfuerzos del Partido lograban pleno éxito.

      Volvió a pensar en Katharine. Debía hacer nueve o diez años, tal vez once, que se habían separado. Era curioso que se acordara tan poco de ella. Olvidaba durante días enteros que habían estado casados. Sólo permanecieron juntos unos quince meses. El Partido no permitía el divorcio, pero fomentaba las separaciones cuando no había hijos.

      Katharine era una rubia alta, muy derecha y de movimientos majestuosos. Tenía una cara audaz, aquilina, que podría haber pasado por noble antes de descubrir que no había nada tras aquellas facciones. Al principio de su vida de casados –aunque quizá fuera sólo que Winston la conocía más íntimamente que a las demás personas– llegó a la conclusión de que su mujer era la persona más estúpida, vulgar y vacía que había conocido hasta entonces. No latía en su cabeza ni un solo pensamiento que no fuera un slogan. Se tragaba cualquier imbecilidad que el Partido le ofreciera. Winston la llamaba en su interior “la banda sonora humana”. Sin embargo, podía haberla soportado de no haber sido por una cosa: el sexo.

      Tan pronto como la rozaba parecía tocada por un resorte y se endurecía. Abrazarla era como abrazar una imagen de madera. Y lo que era todavía más extraño: incluso cuando ella lo apretaba contra sí misma, él tenía la sensación de que al mismo tiempo lo rechazaba con toda su fuerza. La rigidez de sus músculos ayudaba a dar esta impresión. Se quedaba allí echada con los ojos cerrados sin resistir ni cooperar, pero como sometida. Era de lo más vergonzoso y, a la larga, horrible. Pero incluso así habría podido soportar vivir con ella si hubieran decidido quedarse célibes. Curiosamente, fue Katharine quien rehusó.

      Debían –dijo– producir un niño si podían. De manera que la comedia seguía representándose regularmente una vez por semana, mientras no fuese imposible. Ella incluso se lo recordaba por la mañana como algo que había que hacer esa noche y que no debía olvidarse. Tenía dos expresiones para ello. Una era “hacer un bebé”, y la otra “nuestro deber hacia el Partido” (sí, había utilizado esta frase).

      Pronto empezó a tener una sensación de positivo temor cuando llegaba el día. Pero por suerte no apareció ningún niño y finalmente ella estuvo de acuerdo en dejar de probar. Y poco después se separaron.

      Winston suspiró inaudiblemente. Volvió a tomar la pluma y escribió:

      “Arregló su la cama y, enseguida, sin preliminar alguno, del modo más grosero y terrible que se puede imaginar, se levantó la falda. Yo...”

      Se vio a sí mismo de pie en la mortecina luz con el olor a cucarachas y a perfume barato, y en su corazón brotó un resentimiento que incluso en aquel instante se mezclaba con el recuerdo del blanco cuerpo de Katharine, frígido para siempre por el hipnótico poder del Partido. ¿Por qué tenía que ser así? ¿No podía él disponer de una mujer propia en vez de estas rameras a intervalos de varios años? Pero un asunto amoroso de verdad era una fantasía irrealizable. Las mujeres del Partido eran todas iguales. La castidad estaba tan arraigada en ellas como la lealtad al Partido. Por la educación que habían recibido en su infancia, por los juegos y las duchas de agua fría, por todas las estupideces que les metían en la cabeza, las conferencias, los desfiles, canciones, consignas y música marcial, les arrancaban todo sentimiento natural. La razón le decía que forzosamente habría excepciones, pero su corazón no lo creía. Todas ellas eran inalcanzables, como deseaba el Partido. Y lo que él quería, aún más que ser amado, era derribar ese muro de estupidez aunque fuera por una sola vez en su vida. El acto sexual, bien realizado, era una rebeldía. El deseo era un crimental. Si hubiera conseguido despertar los sentidos de Katharine, esto habría equivalido a una seducción aunque se trataba de su mujer. Pero tenía que contar el resto de la historia. Escribió:

      “Encendí la luz. Cuando la vi claramente...”

      Después de la casi inexistente luz de la lampara de aceite, la luz eléctrica parecía cegadora. Por primera vez pudo ver a la mujer tal como era. Avanzó un paso hacia ella y se detuvo horrorizado. Comprendía el riesgo a que se había expuesto. Era muy posible que las patrullas lo sorprendieran a la salida. Más aún: quizá lo estuvieran esperando ya en la puerta. Nada iba a ganar con marcharse sin hacer lo que se había propuesto.

      Todo aquello tenía que escribirlo, confesarlo. Vio de pronto a la luz de la bombilla que la mujer era vieja. La pintura se pegoteaba tanto en su cara que parecía ir a resquebrajarse como una careta de cartón. Tenía mechones de cabellos blancos; pero el detalle más horroroso era que la boca, entreabierta, parecía una oscura caverna. No tenía ningún diente.

      Winston escribió a toda prisa:

      “Cuando la vi a plena luz resultó una verdadera vieja. Por lo menos tenía cincuenta años. Pero, de todos modos, lo hice”.

      Volvió a apoyar las palmas de las manos sobre los ojos. Ya lo había escrito, pero de nada servía. Seguía con la misma necesidad de gritar insultos con toda la fuerza de sus pulmones.

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