La pirámide visual: evolución de un instrumento conceptual. Carlos Alberto Cardona

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La pirámide visual: evolución de un instrumento conceptual - Carlos Alberto Cardona


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a los preceptos metodológicos propuestos por un filósofo cartesiano, tendríamos que iniciar la investigación solo después de haber resuelto definitivamente las dudas asociadas con la naturaleza de la luz, con la forma como ella interactúa con los objetos (en particular, los tejidos vivos), con la estructura, la funcionalidad y la anatomía ocular, con la distribución, el recorrido y la activación de los nervios, con el funcionamiento de las estructuras musculares que hacen posible la rotación del ojo y con el funcionamiento completo del cerebro. Solo así, supondría un cartesiano, podemos avanzar de lo claro a lo claro y, con ello, evitar los tropiezos que surgen cuando avanzamos a ciegas, cuando nos adentramos en territorios que desconocemos y lo hacemos sin una guía segura. Llamemos a estas dudas preliminares “preguntas por los fundamentos”.

      ¿Conviene iniciar una investigación adoptando estándares metodológicos tan exigentes? Será fácil mostrar que así no se iniciaron las investigaciones que queremos rastrear. Debemos, no obstante, preguntar si así se debieron iniciar. Quizá podamos identificar los movimientos de los primeros investigadores como obstáculos epistemológicos que no nos dejaban ver con claridad precisamente por haber comenzado con metodologías obscuras.

      Imaginemos, en gracia de discusión, que adoptamos en serio la recomendación cartesiana de avanzar en una investigación solo si tenemos absoluta claridad sobre los fundamentos. Preguntemos, por ejemplo, ¿cómo podríamos tener claridad acerca de la naturaleza de la luz y de la forma como ella interactúa con los objetos? Para empezar, solamente diviso una respuesta tan básica como amplia: tendríamos que dejarnos guiar por la observación, procurando que las expectativas teóricas encuentren en la observación un régimen de control.

      Ahora bien, en estricto rigor cartesiano, no debemos iniciar tal programa de investigación hasta no conocer con detalle profundo los mecanismos más delicados que hacen posible que nosotros podamos observar y dar reportes acerca de lo observado. Lo mismo vale para los otros casos: estructura del ojo y funcionamiento de los nervios, de los músculos oculares y del cerebro. Para responder preguntas acerca de la posibilidad de la visión, tendríamos que conocer de la luz, del ojo y del cerebro. Para responder preguntas acerca de estos, tendríamos que conocer de la dinámica de la observación.

      En resumen, si adoptamos en serio el canon racional de investigación concebido por un cartesiano, terminamos paralizados: no habría punto firme para despegar. En ese orden de ideas, las posibilidades se reducen a dos: paralizarnos o iniciar con una especie de torpeza controlada. Es, entonces, razonable (aunque resulte condenado por un racionalista cartesiano) dar pie para que un programa de investigación inicie en un mar de incertidumbres en relación con sus fundamentos.

      Preguntemos ahora: ¿es necesario que los primeros investigadores tengan claridad metodológica, toda vez que no pueden tener claridad a propósito de sus fundamentos? La respuesta es sencilla: la claridad metodológica se gana a medida que avanza la investigación, no tenemos por qué exigirla como requisito para iniciar. Los primeros investigadores formularon sus propuestas creyendo que eran las definitivas; ninguno de ellos las tenía por transitorias mientras maduraban en la faena. Todos creían conocer de la naturaleza de la luz y de los mecanismos de recepción del alma: sus respuestas encajaban en una cosmología que daban por descontado. Así las cosas, si bien es cierto que ellos no eran investigadores cartesianos en sentido estricto —no podían serlo—, hemos de reconocer que sí se creían amparados por una suerte de autoridad racional. Es importante, y de hecho razonable, que así ocurriera.

      Entre estos primeros investigadores cuidadosos1 es muy fácil identificar dos escuelas contrapuestas: por un lado, quienes creen que la percepción visual se origina en una actividad que tiene asiento en el ojo (extramisionistas) y, por otro, quienes creen que tal actividad se halla en el objeto percibido (intramisionistas). Ninguna de estas escuelas logró un control hegemónico al punto que la pudiésemos concebir a la manera de un paradigma kuhniano. En ese orden de ideas, a falta de una unidad paradigmática, los hechos acopiados y esgrimidos como argumentos por cada una de las escuelas tienen la misma probabilidad de ser relevantes en la investigación (no hay criterios para hacer a un lado ciertos hechos).

      Thomas Kuhn defiende que el estatus de ciencia normal, en el caso de la óptica física, se logró gracias a los trabajos de Isaac Newton (Kuhn, 1962/2004, p. 40). Quizá tenga razón si se restringe al caso de la óptica física, no si se le da a la palabra “óptica” una acepción más amplia. Para los pensadores clásicos y medievales, el término recogía los estudios de la percepción visual, lo que obligaba (en forma auxiliar) a remitirse a la naturaleza de la luz.

      Cuando Kuhn defiende su evaluación, no se limita, sin embargo, a mencionar investigaciones circunscritas exclusivamente a la naturaleza de la luz; también invoca programas relacionados con la naturaleza de la percepción. Así, parece que su juicio en relación con la óptica física debe extenderse a la óptica entendida en un sentido más amplio.

      A mi modo de ver, Kuhn se equivoca en esa extensión soslayada. Esa evaluación de Kuhn relega al nivel de estadio precientífico todo lo que se llevó a cabo en el campo antes de la llegada de Newton (el mesías). Cito en extenso la valoración de Kuhn:

      No hay periodo alguno entre la remota antigüedad y el final del siglo XVII que exhiba un punto de vista único, aceptado por todos, acerca de la naturaleza de la luz. En lugar de ello, nos encontramos un diferente número de escuelas y subescuelas rivales, la mayoría de las cuales abrazaba una variante u otra de las teorías epicureístas, aristotélicas o platónicas. Un grupo consideraba que la luz constaba de partículas que emanaban de los cuerpos materiales; para otro, era una modificación del medio interpuesto entre el cuerpo y el ojo; otro explicaba la luz en términos de una interacción entre el medio y una emanación del ojo, dándose además otras combinaciones y modificaciones de estas ideas. Cada una de las escuelas correspondientes se apoyaba en su relación con alguna metafísica concreta y todas ellas hacían hincapié en el conjunto particular de fenómenos ópticos que su propia teoría explicaba mejor, distinguiéndolos como observaciones paradigmáticas […].

      En diferentes momentos todas estas escuelas hicieron contribuciones significativas al cuerpo de conceptos, fenómenos y técnicas de los que Newton extrajo el primer paradigma de la óptica física aceptado de manera casi uniforme. Cualquier definición de científico que excluya al menos a los miembros más creativos de estas diversas escuelas, excluirá también a sus sucesores modernos. Esas personas eran científicos. Sin embargo, quien examine una panorámica de la óptica física anterior a Newton podría concluir perfectamente que, por más que los practicantes de este campo fuesen científicos, el resultado neto de su actividad no llegaba a ser plenamente ciencia. Al ser incapaz de dar por supuesto un cuerpo común de creencias, cada autor de óptica física se veía obligado a construir de nuevo su campo desde sus fundamentos. Al hacerlo, la elección de las observaciones y experimentos que apoyaban su punto de vista era relativamente gratuita, pues no había un conjunto normal de métodos o de fenómenos que todo autor de óptica se viese obligado a emplear y explicar (1962/2004, pp. 40-42).

      R. Steven Turner publicó una semblanza del debate sostenido a finales del siglo XIX entre Hermann von Helmholtz y Ewald Hering. En un espíritu kuhniano, el autor evalúa de la siguiente manera los progresos alcanzados en el estudio de la percepción visual desde la remota Antigüedad hasta mediados del siglo XIX:

      El estudio de la visión alcanzó, desde luego, una tradición venerable y dinámica que puede rastrearse hasta la Antigüedad. Aun así, antes de este periodo [mediados del siglo XIX], esta tradición escasamente había constituido un campo unificado. El estudio de la visión estaba fragmentado en muchos problemas desconectados, tratados por diferentes investigadores, y poseía pocas teorías generales que fueran ampliamente conocidas, aceptadas y que fueran capaces de integrar el campo. Las controversias se extendieron y fueron endémicas, inconexas, sin solución y multilaterales. Al campo le faltaba un frente de investigación bien definido y ante la ausencia de dicho frente, tanto la literatura más vieja como la más joven poseían igual relevancia para los debates en marcha. En todos estos aspectos, el estudio de la visión se acercaba a lo que Thomas S. Kuhn llamó el “estado preparadigmático” a través del cual los campos científicos normalmente pasan (1994, p. 11).

      Procuramos mostrar,


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