La buena voluntad. Ingmar Bergman

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La buena voluntad - Ingmar Bergman


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tan dócil e inteligente y de corazón tan puro y tan delicada y cariñosa que no tiene límites.

      henrik: Pero eso es bueno, ¿no? ¿Todo? ¿O no?

      carl: Tiene una arista dentro, ¿sabes? Una afilada arista que corta. (Se ríe). ¡Ahora sí que te has asustado!

      henrik: No entiendo lo que quieres decir.

      carl: Tampoco es algo que se pueda entender así de buenas a primeras. Pero yo la conozco bien. Yo la reconozco.

      henrik: Eso suena a literatura de la buena.

      carl: Claro, Henrik, claro que sí.

      henrik: ¿Nos vamos? Está arreciando.

      carl: Puedes compartir mi paraguas. Como tengo una opinión manifiestamente pesimista de la marcha del mundo, ando siempre con paraguas. Si lo uso o no luego, ya es cosa mía. Es mi ingeniosa manera de combatir el determinismo y de engañar a la casualidad.

      henrik (sonriendo): Como comprenderás, yo no puedo compartir tu…

      carl: … opinión, quieres decir. Yo no opino nada, es pura cháchara. ¿Sabes una cosa, Henrik? Yo creo que la ­señorita Frida sería una extraordinaria y magnífica esposa de sacerdote.

      Henrik no responde. Se ha quedado sencillamente sin respuesta.

      El curso ha terminado y Henrik se va a su casa. Es un caluroso día de mediados de junio y el tren avanza lentamente por el paisaje de comienzos de verano, parándose largo rato en todos los apeaderos, silencio, zumbido de moscas. Los castaños en flor se mecen contra las ventanas cerradas del compartimento. No hay nadie por ninguna parte, ni en las estaciones ni en el tren. Este sigue resoplando, primero a través del bosque de abetos y luego por el borde del mar. Se tarda todo el día en ir en tren desde Upsala a Söderhamn. Henrik llega a la estación del oeste a las ocho y veintisiete de la tarde. Mamá Alma lo espera en la puerta. Henrik la ve enseguida: hay como un hálito invisible de llorosa desolación en torno a la pesada figura. Henrik sonríe, deja la maleta en el suelo y abraza a su madre.

      Su madre es gorda, pesará unos cien kilos. Tiene la cara redonda, los ojos angustiados y muy abiertos, una pequeña nariz respingona, boca grande y sensible y el cuello corto. Lleva un abrigo de verano bastante gastado que le queda estrecho y al que le falta un botón. El sombrero negro con la pluma se le ha torcido al abrazarse. Ella ríe y llora con desamparo. Henrik se esfuerza por corresponder a las muestras de ternura de la madre. Huele agrio, a sudor seco, y respira asmáticamente. Déjame que te vea, hijo mío, qué pálido estás, qué delgado, seguro que has descuidado las comidas. ¡Qué bien que vengas a pasar unos días conmigo! ¿Te vas a dejar bigote, de veras? No estoy segura de que me guste mucho ese bigote, vas a tener que afeitártelo para volver a ser mi muchachito.

      Alma Bergman vive en un piso de tres habitaciones en la última planta, al otro lado del patio interior del edificio, en la esquina de las calles Norralagatan y Köpmangatan. La habitación de Henrik se alquila durante el semestre de invierno.

      Otra habitación, muy pequeña, es el dormitorio de Alma, y luego está el comedor, comunicado mediante un estrambótico antecomedor con una cocina espaciosa. El piso está atestado de cosas, como si sus habitantes se hubieran visto obligados a trasladarse de repente de un lugar mucho más grande y no hubieran tenido el valor de separarse de muebles voluminosos, cuadros y objetos.

      Hay por todas partes una viscosa película de orgullosa pobreza orgullosa. De perplejo abandono. De desesperanza y lágrimas.

      Mientras Alma prepara algo para comer, Henrik entra en su habitación: la vieja y estrecha cama. El desvencijado sillón de mimbre con los cojines, la mesa escritorio, inestable, con viejas heridas producidas por el cortaplumas, las sillas desparejadas. El armario ropero con la luna rajada, la librería con los libros leídos y releídos mil veces, el lavabo con la palangana y la jarra diferentes, las gastadas toallas. La ventana sucia con la cortina colgando de la barra. Los cuadros de la niñez con motivos bíblicos: Jesús con los niños, La vuelta del hijo pródigo. Sobre la cama hay una fotografía del padre. Un rostro joven y hermoso, pelo fino y flotante, peinado hacia atrás desde una frente despejada, grandes ojos azules; sonrisa un poco arrogante, orgullo, vulnerabilidad, integridad y pasión, los rasgos faciales de un actor.

      En un rincón, junto a la ventana, algo empotrado, está el altar con su mantel, sus candelabros, el Cristo de Thorvaldsen y un libro de oraciones abierto. Delante, un reclinatorio para arrodillarse bordado en verde y oro. El mantel es morado, con una cruz de color rojo oscuro. A los pies de Jesús hay un espléndido ramo de primaveras recién cortadas. Henrik se deja caer en una de las sillas. Esconde la cara entre las ­manos y respira hondo, como si sufriera un ataque de asfixia.

      Le cuesta tragar, aunque debería tener hambre, ya que solo ha comido unos bocadillos durante el largo viaje. La madre está sentada a la mesa del comedor, frente a él, la lámpara de queroseno está encendida, fuera anochece.

      alma: Últimamente se ha puesto todo carísimo. Claro está que tú no necesitas pensar en esas cosas, pero yo casi no sé cómo salir adelante. Imagínate: el queroseno ha subido tres céntimos y cinco kilos de patatas cuestan treinta y dos. La carne de vaca apenas puedo ya permitírmela, tiene que ser cerdo o carne de puchero. Y el carbón —no te imaginas el invierno que hemos pasado—, el carbón y la leña han subido al doble. Así que a echarse pieles encima, aunque yo no tenía más remedio que calentar esto por los alumnos de piano y me ha costado mucho dinero. ¿Qué te pasa, Henrik? Pareces triste, ¿te ha ocurrido algo malo? Ya sabes que a tu madre le puedes contar lo que sea.

      henrik: Suspendí el examen de Historia de la Iglesia.

      Hace un gesto de desamparo y clava los ojos en la oreja de la madre. Ella posa con suavidad la taza de té y apoya sobre el mantel su pequeña mano gordezuela, en la que brillan los pesados anillos de matrimonio.

      alma: ¿Cuándo ocurrió eso?

      henrik: Hace unas semanas. A finales de abril.

      alma: ¿Y qué implica ese suspenso?

      henrik: Tengo que presentarme otra vez a finales de noviembre. El profesor Sundelius no me deja intentarlo antes.

      alma: Entonces, tu licenciatura se retrasa bastante.

      henrik: Medio año.

      alma: Y ¿cómo vamos a arreglárnoslas, Henrik? El dinero del préstamo se está acabando y todo se ha puesto muy caro. Y la matrícula, y los libros y tu manutención. Yo no sé qué hacer. Yo nunca he sabido administrarme.

      henrik: Tampoco yo.

      alma: Y el préstamo que prometimos pagar en cuanto te ordenaras sacerdote…

      henrik: Ya lo sé, mamá.

      alma: Yo trato de conseguir más alumnos, pero las clases de piano es lo primero de lo que se priva la gente ahora que todo ha subido tanto. Ya me entiendes.

      henrik: Claro que lo entiendo.

      alma: Puedo empezar a hacer limpiezas otra vez, pero estoy mucho peor del asma y se me resiente el corazón.

      henrik: Mamá, por favor, tú no vas a hacer limpiezas.

      Alma se levanta suspirando y llena de ternura. Abraza a su hijo y lo cubre de besos. Al mismo tiempo, parlotea: mi muchachito, ¡querido mío, corazón mío! Tú eres lo único que tengo, no vivo más que para ti, tenemos que ayudarnos mutuamente, nunca nos separaremos, ¿no es así, hijo queridísimo, no es así?

      henrik: Puedo dejar de estudiar, mamá. Dejo de estudiar, busco un trabajo y me vengo para casa otra vez. Y lo ­primero que hacemos es devolverles el préstamo a las tías de Elfvik. Después, quizá pueda seguir estudiando, cuando haya ahorrado lo suficiente para arreglármelas yo solo sin necesidad de ser una carga para nadie.

      Entonces Alma se echa a reír y su risa es grande, sana, una risa que muestra su blanca dentadura. Acaricia la cara del hijo con su blanda mano gordezuela.

      alma: Pobre hijo mío, decididamente, tú eres aún más tonto que yo. ¿Cómo se te ocurre que vamos a dejarnos atajar ahora que


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