Pensar España. Juan Pablo Fusi
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MIGUEL DE UNAMUNO,
«En El Escorial», Salamanca, mayo de 1912
Ortega y Azaña fueron dos de aquellos intelectuales que pronto asumieron un papel rector en la vida española. Lo hicieron, como se irá viendo, desde perspectivas enseguida diferentes y con proyectos sin duda discrepantes. Pero con un fundamento intelectual común: la preocupación por España como Estado y como nación.
Significativamente, El Escorial —como experiencia biográfica, como paisaje, como metáfora de España— tuvo para ambos valor y sentido especiales. Fue un paisaje esencial; les enseñó, o eso pareció, «moral e historia»18.
El Escorial: Ortega
El Monasterio de El Escorial —escribió Ortega en la «Meditación preliminar» de Meditaciones del Quijote, 1914— se levanta sobre un collado. La ladera meridional de este collado desciende bajo la cobertura de un boscaje, que es a un tiempo robledo y fresneda. El sitio se llama La Herrería. La cárdena mole ejemplar del edificio modifica, según la estación, su carácter merced a este manto de espesura tendido a sus plantas, que es en invierno cobrizo, áureo en otoño y de un verde oscuro en estío. La primavera pasa por aquí rauda, instantánea y excesiva, como una imagen erótica por el alma acerada de un cenobiarca. Los árboles se cubren rápidamente con frondas opulentas de un verde claro y nuevo; el suelo desaparece bajo una hierba de esmeralda que, a su vez, se viste un día con el amarillo de las margaritas, otro con el morado de los cantuesos… Hay aguas claras corrientes que van rumoreando a lo largo, y hay dentro de lo verde avecillas que cantan —verderones, jilgueros, oropéndolas y algún sublime ruiseñor
Ortega hizo así de El Escorial (que visitó en numerosas ocasiones a lo largo de su vida y sobre el que escribió ensayos, como el citado, especialmente enjundiosos), del monasterio y su imponente entorno, un paisaje filosófico. En las líneas últimas de la misma «Meditación preliminar», decía que Meditaciones del Quijote no era sino «pensamientos suscitados por una tarde de primavera en el boscaje que ciñe el Monasterio de El Escorial, nuestra gran piedra lírica […] Ellos —concluía— me llevaron a la resolución de escribir estos ensayos sobre el Quijote».
Ortega unió así El Escorial y sus Meditaciones del Quijote, dos símbolos —decisivos— de España. Meditaciones del Quijote no fue un libro más. Fue, ya se sabe, el primero de Ortega, un libro de ensayos dispersos, de varia lección, sin unidad aparente, meditaciones como proclamaba el título: sobre España y sus circunstancias, sobre la cultura, sobre las cosas y su sentido, sobre la realidad y la forma de aprehenderla, sobre los géneros literarios (épica, novela, tragedia, comedia, mitos, héroes) y sobre Cervantes, como forma de fundamentar una filosofía española basada en el cervantismo (que Ortega asociaba a desengaño, ironía, crítica, vida como naufragio, como esencial derrota, como dirá en 1922 en «Temas de viaje»), pero cuya introducción deslizaba, casi inadvertidamente, una de las claves de su pensamiento, probablemente la más conocida: «Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo».
El Escorial dio a Ortega, paralelamente, idea histórica de España. «Meditación del Escorial», uno de sus mejores ensayos al respecto19, era desde luego una manera de ver España en la historia. Era, primero, una bellísima descripción paisajística: «sobre el paisaje del Escorial —escribía Ortega—, el Monasterio es solamente la piedra máxima», piedra —sostenía— que se confundía con las canteras circundantes; la luz castellana (una luz, decía, coloreada de azul por el efecto del sol sobre la sierra) transformaba El Escorial en un «pedernal gigantesco»; un paisaje de granito «hosco y silencioso» que hacía del edificio «nuestra gran piedra lírica». El ensayo era, también, una aproximación al carácter fundacional del monasterio y, por tanto, a su posible significación. Por un lado, El Escorial expresaba la visión de lo divino en Felipe II, y era por ello un templo a la mayor gloria de Dios; por otro, la masa enorme del edificio se le antojaba como la encarnación de un esfuerzo —del propio Felipe II— consagrado a un ideal, «un tratado del esfuerzo puro», esto es, empeño, querer, voluntad, ansia, ímpetu. Esta era la clave orteguiana: El Escorial como explicación a la vez de la grandeza y de la decadencia de España en la historia; un gran esfuerzo sin propósito cuya consecuencia no pudo ser otra que la amargura y la tristeza, cuya expresión fue el Quijote.
El paisaje como nuestra circunstancia: esa era la tesis de Ortega. En uno de los textos sobre El Escorial que dejó sin publicar, Ortega contemplaba desde el Jardín de los Frailes del monasterio —«lugar sublime», «jardín metafísico», el mismo que inspiraría la novela que con ese título, El jardín de los frailes, Azaña publicó en 1927— las glebas onduladas de Madrid hasta Alcalá y las altiplanicies del Duero: Castilla, escribía Ortega como si fuese una meditación, casta brava, ruda, primitiva, indómita…
El Escorial: Azaña
El Jardín de los Frailes era, en cambio, para Azaña un recuerdo «de tristeza por el tiempo que allí perdí» —como escribió en su Diario, el 7 de marzo de 1915— y también, lo que importa más, «las raíces primeras» de su sensibilidad, todo ello alusiones al tiempo —1893 a 1897— que pasó en El Escorial como estudiante de Derecho, en el Colegio de Estudios Superiores de María Cristina, colegio universitario de los agustinos. Fue la experiencia que plasmó en El jardín de los frailes, su novela autobiográfica —un ejercicio literario y estilístico de gran de densidad expresiva aunque tal vez carente de tensión narrativa—, una novela sobre la educación sentimental y el despertar de la personalidad de un adolescente (el joven Azaña).
Azaña escribió El jardín de los frailes a partir de 1921: los doce primeros capítulos los publicó en la revista La Pluma, en 1921-1922; los siete restantes, en 1925-1927. La trama, la ya apuntada; el desenlace, obvio, esperable: distanciamiento y rebelión del narrador, que al final, en el último capítulo, se habrá liberado de la educación recibida y habrá orientado su vida por rumbos muy distintos a los previstos en los supuestos pedagógicos del colegio. Lo que el narrador recibió en El Escorial, símbolo en la novela de la educación española prenoventayochista —el 98, que aparece al final del libro, sería la expresión del fracaso educativo de la juventud española—, fue esto: enseñanza rutinaria en manuales ineptos, religión vacía, mero cumplimiento litúrgico; ideas conservadoras; patriotismo hueco, retórico —España, país católico, Felipe II, El Escorial—; instrucción para un horizonte vital convencional y triste: oposiciones, funcionariado, matrimonio de conveniencia, vida profesional y familiar estable y mediocre. El monasterio aparecía para los estudiantes —y para el narrador— como un «error grandioso», un monumento que se contemplaba desde su significación histórica, la España católica, impersonal, eterno, sobrehumano, que «no simpatiza, ni recrimina, ni conturba», cuya expresión plena y señera se materializaba en el invierno: el invierno gris, monótono, frío de la sierra madrileña; un ámbito donde únicamente se salvaba el jardín de los frailes, «uno de los lugares más deleitables del mundo», que para el protagonista, el joven Azaña, supuso, casi como para Ortega, el descubrimiento del paisaje —«la deuda más grave que tengo con El Escorial», escribió—, la emoción ante la belleza. Escribía Azaña en la novela:
El hechizo del jardín a tales horas [febrero, un domingo por la mañana] era un sosiego gozoso, una paz —paz sin melancolía ni barruntos, paz toda en sazón y fluente— que nos devolvía el alma a la extrema quietud dominical… El sol reverberaba en las pizarras, en los cristales, en la haz del estanque: el lienzo de granito entre las torres, hiriente e impasible y sin fondo por lo común, se arropaba en una atmósfera más densa, suave, donde temblaba la haz.
Pero el narrador había visto también en El Escorial