Las Escuelas De La Sabiduría Ancestral. Dr. Juan Moisés De La Serna

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Las Escuelas De La Sabiduría Ancestral - Dr. Juan Moisés De La Serna


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en su ánimo, todo ello perpetrado y alentado desde el poder actual, para perseguirnos y exterminarnos.

      Quizás se debiese a mis muchas facultades, pero fui uno de los pocos a los que le ofrecieron indulgencia a cambio de servir al nuevo faraón, una gran oportunidad de permanecer en el poder, para lo cual únicamente debía de renunciar a las creencias y valores que habían guiado mi vida hasta ese momento.

      Algún otro en mi posición no se lo hubiese pensado demasiado y aceptaría sin miramientos el acuerdo, considerando un precio adecuado por su vida, pero para mí la pompa y la gloria no eran sino atributos de mi puesto, al cual estaba entregado por completo. De consentir aquel arreglo me sería restituido todo aquello que por derecho me correspondía según mi cargo y mi vida serías salvada, mientras el resto de mis hermanos la perdían, quedando únicamente como una marioneta al servicio de un nuevo señor, sin potestad de decisión ni autonomía de acción, teniendo que abandonar mi importante función que beneficiaba al pueblo, para hacerlo únicamente para un solo hombre, que se ha autoproclamado faraón.

      En definitiva, sería un esclavo en una jaula de oro. Creo que mi vida, de esta manera, no vale nada. Es por eso por lo que no pude renunciar a todo lo que creo y lo que doy, a pesar de las múltiples advertencias e invitaciones. Por ello no tuve más opción que huir como los demás, antes de que el peso de la venganza y el arrebato se hiciesen dueño de nuestras vidas.

      Quizás mi historia no tenga nada de particular y diferente a la de tantos otros que llegaron a estar al lado del poder, pudiendo saborear sus mieles, y lo perdieron todo por una u otra circunstancia. Puede que mi única peculiaridad fuese que no provenía de cuna noble, ni de una de esas familias acaudaladas que vivían en las grandes urbes.

      Mi humilde origen se encontraba alejado de las conjuras y envidias, tan retirado del poder que nadie se sintió amenazado por mi existencia. Es lo que tiene vivir en las lindes del imperio, que todo parece ir más lento, donde las noticias de la capital llegan a cuentagotas e incluso los tributos que se han de pagar son menores, con lo que los aldeanos se sienten afortunados.

      Por otra parte, la educación recibida por los ciudadanos alejados de la gran sociedad egipcia, es bastante deficiente. Apenas unos pocos de la aldea llegaban a ser diestros en grabar los símbolos en arcilla y después interpretarlos correctamente.

      La mayoría se conformaban con fiarse en las palabras transcritas por los escribas que traían las caravanas, como forma de cerrar los pactos, o de los que provenían de la capital cuando llegaba la época de la recogida, para cobrar la parte correspondiente.

      Los soldados que acompañaban al escriba garantizaban el cumplimiento íntegro del pago por parte de cada una de las familias. Ya que, de no querer pagar, eran apresados y llevados como esclavos a la capital, para ser vendidos al mejor postor, mientras se destruían y quemaban todos sus bienes.

      Una exhibición innecesaria de fuerza, que buscaba con su presencia recordarnos a quien debíamos rendir tributo y pleitesías, como gracia por dejarnos vivir en nuestras propias tierras. Esa basta ciudad a orillas del gran río, ahora convertida en capital de los reinos del norte, que años atrás mandó sus más fieros ejércitos para conquistar a sangre y fuego toda ésta extensa sabana, dejándola yerma y casi sin habitantes, y de cuyo poder apenas queda un destacamento de soldados que se mantiene en un puesto próximo al paso del desfiladero en previsión de posibles invasiones.

      Nadie parecía estar demasiado interesado en que mi pueblo progresase, más allá de dar hijos que pudiesen trabajar y producir lo necesario para entregar el tributo ciclo a ciclo, pagando impuestos cada vez más elevados, pues según decían los de la capital, gozábamos de una privilegiada paz, lo que nos debía permitir tener más cosechas y alimentos que poder entregar en fecha.

      Pero no todos son desventajas por vivir en un sitio tan alejado de la imponente capital, donde trataban a los que vivían fuera de sus murallas como ciudadanos de segunda. Para aquellos que saben y quieren aprovechar las oportunidades que ofrece la vida, un lugar fronterizo podía resultar muy provechoso, sobre todo por el constante paso de caravanas que debían de atravesar nuestra aldea tras cruzar el desfiladero.

      Gracias a nuestra beneficiosa posición estratégica, éramos los primeros con quienes comerciaban, lo que posibilitaba que tuviésemos todo tipo de abalorios y objetos decorativos, a la vez que finas telas, y todo ello a cambio de unas pocas provisiones y el uso del abrevadero por parte de las bestias de carga, antes de proseguir camino.

      Lo que facilitaba que, con cada nueva caravana, pudiésemos tener contacto directo con culturas muy dispares, con sus propias lenguas y formas de actuar. Una ocasión inigualable para aprender lenguas extranjeras que superaba cualquier educación que mis congéneres de la capital pudiesen recibir.

      Destinados a repetir generación tras generación la profesión de nuestros ancestros, arando con esmero la ruda tierra para arrancar de esta una exigua cosecha, que nos permitía sacar grano para preparar el pan que era el sustento fundamental de nuestra alimentación, así como para cultivar en la siguiente siembra, o pastoreando el escaso rebaño por los cerros próximos, que proporcionaban leche y carne para comer, a la vez que crías con las que negociar en la estación de las crecidas de los ríos.

      Sin mayores aspiraciones que la de sacar adelante el pequeño negocio doméstico, para poder así alimentar a la familia, con el deseo de que los próximos impuestos no suban demasiado. Donde el lugar de nacimiento parecía establecer de antemano a lo que se dedicaría cada uno el resto de su vida.

      Aunque siempre quedaban salidas para aquellos que no se conformaban con su humilde y predecible destino. Algunos optaban por dirigirse hacia la capital en busca de una mejor vida, llevándose con ellos los escasos víveres acumulados, así como el poco dinero que la familia había conseguido reunir a lo largo de los años, pensando que allí todo sería más fácil y que tendrían más oportunidades para trabajar y hacer fortuna, aunque luego nadie regresaba para contarlo.

      Entre los jóvenes se decía que los pocos que partían debían de haberse hecho muy ricos y que, por ese motivo, ni se molestaban en volver a un lugar tan alejado y olvidado del imperio. Los más mayores, en cambio, sospechaban que las mieles de éxito no eran tan fáciles de conseguir, y estaban seguros de que más de uno no había regresado por no hacer pasar a su familia la vergüenza de haber perdido sus escasas pertenencias sin conseguir nada a cambio.

      También estaban los que preferían probar suerte partiendo junto con alguna de las muchas caravanas que nos visitaban, ofreciéndose para limpiar y cuidar a sus animales de carga a cambio de comida y cobijo. Pero de estos tampoco volvió nunca nadie, quizás porque encontrasen una mejor vida, formando su propia familia, allá donde la caravana se dirigía o porque fuese víctima de ataques de los muchos maleantes que aguardaban el paso de sus presas para despojarles de cualquier dinero o metal precioso que portasen.

      Existía una tercera opción, si es que se puede llamar así, esa que ninguna madre quería para sus hijos, pero que algunos jóvenes, quizás los más inconscientes, deseaban con fervor, ávidos de conocer nuevos lugares y con la esperanza de enriquecerse rápidamente. Hacer la guerra, convirtiéndose en soldados a las órdenes del imperio más grande y extenso jamás conocido, el cual siempre buscaba nuevas tierras que conquistar. Algunos se acercaban al puesto destacado junto al desfiladero para que les dieran instrucción militar, otros lo hacían a los soldados que guarecían las grandes murallas de la capital, incluso había quien se ofrecía a acompañar al escriba imperial en su infame labor de recaudar los pocos bienes que teníamos para mantener el alto estatus de opulencia y bienestar en la capital.

      Para estos que escogían hacerse soldados de fortuna, nadie tenía buenas palabras, ni celebraciones comunitarias de despedida. Debían irse a escondidas, cuando nadie los viese, pues los más antiguos habían prohibido tal opción, sabiendo que se convertirían en perros de guerra, y que allá a donde fuesen destinados iban a llevar la desgracia de las armas.

      Es por ello por lo que los que se habían ido a tal menester, nunca regresaban, pues eran muchos los que fallecían al servicio del faraón, en alguna de sus grandes contiendas, de las que únicamente se narraban las victorias y no el número de los valientes soldados que habían dejado su vida para conseguirlo.


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