Las Escuelas De La Sabiduría Ancestral. Dr. Juan Moisés De La Serna

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Las Escuelas De La Sabiduría Ancestral - Dr. Juan Moisés De La Serna


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pero que siempre ha permanecido a mi lado para recordarme mi tarea.

      Si mis padres me viesen ahora, no sé lo que pensarían de mí. Probablemente se alegrarían de que regresase con ellos, aunque sólo fuese para cuidarlos en su vejez y atender a las cabras. Puede que se avergonzasen de mi cruel designio, destinado a huir de tierras del imperio para evitar la pena de muerte. Puede que estuviesen orgullosos de saber todo lo que he conseguido en la vida, aunque seguro que me reclamarían el haberlo perdido todo, únicamente por mi terquedad, al no querer dar mi brazo a doblegar ante los designios del nuevo faraón.

      A veces cuando estoy exhausto de tanto andar, me siento bajo un arbusto o debajo de alguna peña que proyecte un poco de sombra, y allí con la cabeza a cubierto caen los párpados como losas cerrando mis agotados ojos. Es entonces cuando imagino que el tiempo no ha pasado, y que únicamente he salido a pasear a las cabras para que pasten, deseando poder volver a casa y rencontrarme con mis seres queridos, que con una sonrisa aguardan mi retorno.

      Pero el tiempo pasa inexorablemente y mi ausencia ha sido notable, ni tan siquiera tengo la seguridad de que mis progenitores vivan, y de hacerlo, si permanecen en el mismo lugar, pues con el discurrir de los años, algunos pequeños pueblos han progresado y se han convertido en bastas ciudades, mientras que otras, por el contrario, han desaparecido porque los más jóvenes, aquellos que deben de mantener el negocio familiar han preferido irse del lugar, en busca de nuevas oportunidades, quedándose en poco tiempo sin nueva mano de obra, condenando así el futuro de una población cada vez más envejecida.

      No sé cual fuere el destino de mi poblado, pues hace mucho que no he regresado, al principio no quería hasta que no hubiese alcanzado algo grande con lo que presentarme, ya fuese fama o fortuna. Luego, porque una vez alcanzado estaba demasiado ocupado en disfrutarlo y mantenerlo como para poderme ir a visitar a un lugar tan apartado y pequeño. Y después… ya ni me acordé de que existía mi casa, centrado en las circunstancias de cada día que me mantenían tan ocupado.

      Aunque nada garantiza la supervivencia de un pueblo, ni siquiera el tener a sus jóvenes dispuestos a continuar con sus labores, tal y como he podido comprobar cuando he sido testigo de cómo eran arrasadas aldeas enteras, quemadas las casas y destruidos sus huertos, únicamente como demostración de poder de un gobernante, para dar ejemplo a los demás de lo que les sucedería si no pagasen escrupulosamente con los impuestos.

      Por mucho que consiga o haga el hombre que parezca perenne e inamovible, el tiempo se encarga de borrarlo y dejarlo tal y como se encontraba antes de la llegada de éste. Tormentas de arena que han engullido a pueblos enteros, ciudades inundadas por las crecidas de los ríos, cursos secos que en una noche han recuperado su caudal llevándose por delante el ganado y todo lo construido.

      En ocasiones me parece tan dúctil y maleable la naturaleza humana, expuesta e indefensa ante las inclemencias del tiempo, a veces cambiante y caprichoso. Cuando la naturaleza está en calma, provee agua y alimento en abundancia, lo que ayuda a florecer a los pueblos tal y como lo hacen los brotes del campo al inicio de la estación del calor; pero cuando se encoleriza, nada ni nadie está a salvo de su poder destructivo, arrasando a cuanto se encuentra a su paso, sin distinguir entre jóvenes o mayores.

      Una adversidad que ha puesto en riesgo a muchas poblaciones, que con su tesón e inteligencia han tratado de abordar y solucionar con más o menos éxito. Por ejemplo, nuestra humilde aldea, se ha visto amenazada durante años por las lluvias torrenciales y las subidas de los caudales producidos por los deshielos de las nieves de las montañas más allá del desfiladero, lo que provocaba

      constantes inundaciones del terreno. Por suerte para todos, a pesar de empantanarse el suelo por más de una cuarta, no causaba mayores males, pues la riada era progresiva y sin fuerza. Aunque sí teníamos que estar durante algunas semanas, pisando aquel molesto lodazal, hasta que por fin la tierra absorbía toda aquella agua.

      Aquello que para otros podría ser una gran molestia, nosotros lo considerábamos como un pequeño pago a cambio de la cantidad de nutrientes que traían esas aguas lo que nos proporcionaba posteriormente abundantes cosechas.

      A pesar de lo cual se intentó en varias ocasiones acotar el paso de aquel caudal por entre las casas, para lo cual se invirtió mucho tiempo y esfuerzo tratando de proteger al pueblo mediante cercas y muros de piedras que se erigían férreamente para desviar el curso de las aguas.

      Al principio los muros no eran lo suficientemente altos, por lo que rebasaban enseguida provocando el mismo efecto, luego se construyeron de una considerable altura, pero rápidamente fueron derribados al no conseguir aguantar toda la presión del agua que quedaba fuera.

      Después de varios intentos fallidos, para cada uno de los cuales había que esperar a la época de las lluvias, el pueblo optó finalmente por no seguir luchando contra la naturaleza y realizar las edificaciones sobre pilares, algo que nadie recordaba haber visto antes en otro lugar.

      Pero así es como nos acostumbramos a estar a cierta distancia del suelo, para lo que utilizábamos unos escalones con los que acceder a las viviendas.

      Un invento que surgió de la terquedad de uno de los jóvenes, que harto de tener que mojarse para recoger el ganado que se desperdigaba cuando venían las lluvias, ya que el agua hacía flotar a las cabras por encima de las lindes de los corrales. Éste ideó subirlas a una superficie construida sobre palos, con lo que las tenía a todas juntas y además secas.

      El invento fue tan bueno, que, para la estación de lluvias siguiente, todos habían hecho lo mismo, construir los corrales sobre pilares. Visto el éxito de aquello, el siguiente paso fue plantearnos cambiar el material de nuestras propias casas, hasta ese momento de adobe compacto extraído de la unión de las deposiciones de los animales con paja y tierra, para hacerlo de materiales más ligeros con los que poderse mantener sobre pilotes.

      No sería por falta de inteligencia en aquel lugar, en donde se trataba de ir dando solución a los problemas que surgían poco a poco, buscando siempre el mejor beneficio para los aldeanos.

      En un corto espacio de tiempo había aprendido tanto a valorar lo poco que me quedaba, convirtiéndose en una de mis prioridades el mantenerme vivo, algo de lo que no me había tenido que preocupar nunca, pues daba por hecho que, a la mañana siguiente, surgiría un nuevo día lleno de oportunidades que aprovechar.

      A pesar de lo cual, nada me excusaba de cumplir con mi juramento, ese que me obligaba a anteponer mis creencias y principios incluso ante mi propia vida. Y es precisamente eso lo que me ocurrió un día de tormenta, en que continué caminando a pesar de que se había levantado un gran vendaval y con ello el aire se había llenado de partículas de polvo en suspensión que danzaban al son del viento, el cual caprichosamente descargaba su rabia en uno u otro sentido, sin orden ni concierto.

      Una sufrida melodía, pues no sólo molestaba a la vista, ya que apenas sí se podía distinguir nada más allá de unos escasos metros por delante, sino que era dañino para la piel, pues era como mantenerse debajo de una cascada de arena que sin que te des cuenta, va poco a poco despellejándote, desprendiéndote trocitos como si fueses una monda de manzana, hasta que, sin darte cuenta, te podías encontrar con graves heridas e incluso llagas producidas en escasos minutos. Una breve experiencia que luego tenía difícil curación, ya que la piel raramente se recupera de un accidente como éste, y mientras lo hace es propensa a que se produzcan infecciones.

      Precisamente, estaba intentando sortear una de estas tormentas que oscurecen el día, casi sin avisar, dejando a cualquier transeúnte expuesto a la intemperie, sin darle tiempo a buscar cobijo donde guarecerse hasta que pasase el temporal. Entonces fue cuando a lo lejos oí algo, al principio no pude distinguir si se trataba de algo más que del silbido ensordecedor del viento, pero al poco estaba más claro, sin duda se trataba de unos gritos humanos.

      En ese momento recordé cómo otros antes que yo habían sufrido experiencias similares, en mitad de la tormenta, cuando se piensa que no hay nadie a su alrededor, empiezan a escuchar voces que le llaman, a veces son muy claras, y otras esquivas como el viento que las trae, pero estas cesan en breve.

      En cambio, a medida que avanzaba entre aquella espesa cortina de arena, cada vez se va haciendo más y más claro


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