De Friends a Fleabag. Jorge Yebra Romero

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De Friends a Fleabag - Jorge Yebra Romero


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      Jorge Yebra Romero

      De Friends a Fleabag

      La evolución de la comedia

       de ficción televisiva

      Primera edición: abril 2021

      © Jorge Yebra Romero

      © de esta edición: Laertes S.L. de Ediciones, 2020

      www.laertes.es / www.laertes.cat

      Diseño cubierta: Nino Cabero / OX Estudio

      Programación: JSM

      ISBN: 978-84-18292-39-2

      Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual, con las excepciones previstas por la ley. Diríjase a cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

       A mis padres, a los que les debo todo.

       A Elena, por ayudarme a creer que esto era posible.

       A José Miguel Contreras, por su confianza.

       A Conchi Cascajosa, por su apoyo e inspiración.

       A Jacob Suárez, por aydudarme a hacerlo posible.

       A Lucille Ball, Marta Kauffman y Phoebe Waller-Bridge, porque sin ellas esto no existiría.

       A mis seres queridos y a todos los que en algún momento han creído en mí.

      Prólogo

      No sé la fecha exacta en la que la televisión llegó a casa de mis padres. Lo cierto es que casi no tengo viejos recuerdos en mi vida sin el televisor Vanguard presidiendo nuestra sala de estar. Tengo claro que debió ser a principio de los años sesenta. Cuando he tenido oportunidad de estudiar la historia de las series americanas, he podido comprobar que no hay prácticamente ninguna de las más importantes que no tenga grabada en mi memoria como asiduo espectador de TVE. A mediados de la década de los sesenta, un tercio de los hogares en España ya tenía un televisor. No sé cómo lo hicieron mis padres, pero seguro que en esa estadística estábamos nosotros, pese a que como la inmensa mayoría del país vivíamos con bastante humildad.

      En mi casa, mis padres no nos impusieron a mi hermano y a mí ninguna limitación para ver la tele más allá de acostarnos a una hora razonable. Así que pasé innumerables sesiones delante del televisor, casi siempre sentado en el suelo frente a él. No cabe una posición más entregada frente al auténtico tótem de mi infancia. Recuerdo haber visto innumerables episodios de Te quiero Lucy, pese a que según la historia, dejó de producirse a finales de los cincuenta. No se me olvidará nunca El show de Dick Van Dyke, Los nuevos ricos o Los Munsters. En la sociedad española de los sesenta, estas series eran sin duda el único atisbo de alegría colectiva que podía encontrarse. La dictadura franquista supuso una manifiesta página negra de la historia de nuestro país. Su importancia política deja poco espacio para contar la enorme tristeza que dejó a quienes la padecimos en nuestra infancia y adolescencia. El franquismo fue cruel y autoritario. Pero, además, fue un coñazo supremo. Un coñazo en blanco y negro.

      Hasta que los televisores en color no se extendieron a lo largo de los años setenta, todo era en blanco y negro. Míticas comedias de aquellos años, no he sabido que eran en preciosos colores hasta que no se han recuperado décadas después. Así ocurrió con Embrujada, Mi bella genio, Superagente 86 o Los Monkees. Todavía me tiemblan las piernas recordando aquel sábado por la mañana en el que pude acompañar a mi padre a recoger nuestro primer televisor en color que entró en nuestro hogar. Era un Phillips que posibilitaba ver hasta 16 canales. En el frontal, contaba con dos columnas horizontales de ocho canales. Al no haber aún mandos a distancia, había que levantarse para oprimir el botón correspondiente. Tras algunas deliberaciones en el hogar, tomamos la histórica decisión de programar del canal 1 al 8 con la emisión de TVE1. En la columna de abajo, decidimos programar entre el 9 y el 16, TVE 2. El proceso tenía su complicación, puesto que canal a canal había que mover una pequeña ruedecita hasta dar con la frecuencia deseada. Cuando lo encendimos y lo pusimos en marcha, aún recuerdo la primera emisión que apareció, era un capítulo de Heidi. Menuda locura. Allí empezaba una nueva vida en el hogar de los Contreras. Debió ser en 1974. El mundo se veía en casa en color. Todo un síntoma de esperanza. Poco después iba incluso a terminar el franquismo.

      Cuando empecé a estudiar en la Universidad Complutense la carrera de periodismo, me sorprendió la escasa afición de mis compañeros por las series americanas. Casi estaba mal visto. Me empecé a mover por círculos progres de la época y había poco espacio para compartir mis auténticos gustos. Estados Unidos sería imperialista y colonialista, pero es que yo estaba locamente enamorado de la sonrisa de Mary Tyler Moore, la prota de La chica de la tele. No me perdía un episodio de MASH, ni de Taxi y se me hacía eterna la espera semanal para ver cada capítulo de Enredo (Soap). Gracias a mis primeros trabajos, no tuve duda de lo primero que iba a comprarme en la vida adulta: un vídeo Betamax de Sony. Podía grabar todo lo que me gustaba y verlo cuando quisiera. En realidad, yo pagué sólo la entrada y mis santos padres se hacían cargo de abonar los innumerables plazos que venían detrás. Ya había utilizado una técnica similar unos años antes para hacerme con mi primer tocadiscos estéreo.

      En la década de los ochenta, viví la tele como espectador y como profesional del medio. Conseguí el sueño de empezar a trabajar en algunos programas y a investigar sobre los efectos de la televisión en la sociedad. Incluso comencé a dar clases sobre el mundo audiovisual en la universidad con 24 años. Sacaba siempre tiempo para seguir a Bill Cosby, a Las chicas de oro y me rompió la cabeza cuando llegó Cheers. Todo estaba en Cheers. El mundo se dividió entre los que disfrutaban viendo Cheers cada semana y la basura humana que completaba el resto de la sociedad cosmopolita. Seguro que hubo otros factores que ayudaron a la relación, pero mi posterior matrimonio nunca hubiera cobrado sentido sin la cantidad de horas que mi entonces novia y yo pasábamos en la cama... viendo una y otra vez episodios de Cheers grabados en vídeo.

      A finales de los ochenta pasé a ocuparme de la sección de televisión de El País. No eran las páginas preferidas de la mayoría de los periodistas. Elegían siempre política, internacional, economía, sociedad, cultura o, incluso, deportes. A mí me parecía la página más importante del diario. Podía escribir de series habitualmente. Al tratarse de un medio de gran influencia, descubrí que cuando destacaba alguna serie que aún no había llegado a España, en TVE se decidían a comprarla. Llegué a tener una extraordinaria relación personal con la entonces directora general de RTVE, Pilar Miró, una mujer excepcional y admirable. Llegó un momento que me propuso un pacto. Me pidió que en lugar de reclamar desde las páginas del periódico las series americanas que debían comprar, se lo dijera a ella directamente. De esta forma, las adquirían y yo podría dar la magnífica noticia de su emisión en nuestro país. Llegaron títulos míticos como Alf, Juzgado de Guardia o Aquellos maravillosos años.

      Mi hermano mayor, Alfonso, se había ido a realizar un máster de Salud Pública a Estados Unidos gracias a una beca Fullbright. Eso me permitía ir a visitarle a menudo. Vivía en mitad de una zona boscosa en los alrededores de la Universidad de North Carolina, en Chapel Hill. Me entusiasmaba encerrarme en su casa y ver horas y horas de series de televisión que grababa sin parar. Cuando volvía a España podía hablar de títulos que nadie conocía teniendo en cuenta la limitada oferta que programaba TVE. Tampoco existía Internet y las revistas especializadas tenían muy poca difusión. La vida, como una buena sitcom, me iba a deparar una buena sorpresa pocos años después.

      Cuando las televisiones privadas se autorizan en España, en 1989, recibí la llamada que más había soñado. Me ofrecieron ser


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