La moneda en el aire. Roy Hora
Читать онлайн книгу.en la calle Lavalle, todos los lunes a primera hora de la noche, con un par de carillas que alguno de nosotros preparaba para la discusión. Le tomé afecto a Antonio y lo seguí viendo aun después de que estos seminarios declinaran. A mediados de 1982, tras la Guerra de Malvinas, la actividad de los partidos políticos se reavivó y Antonio comenzó a repartir su tiempo entre el armado de un programa económico y el armado de un programa de gobierno. Porque todos estábamos seguros de que, si había elecciones, el peronismo las ganaba. ¿No sabíamos eso acaso?
RH: Que el peronismo constituía una mayoría imbatible en las urnas era el axioma número 1 de la política argentina. Cuando Ítalo Luder fue ungido candidato presidencial por los jefes sindicales y los dirigentes ortodoxos, hizo declaraciones ante la prensa donde quedó en evidencia que él pensaba que ya tenía asegurado su ingreso a la Casa Rosada; lo único que debía hacer para que eso sucediera era esperar que pasara el día de la elección. A nadie le pareció desubicado que hablara de ese modo.
PG: Eso no se ponía en discusión ni ahí ni en ningún otro lado. Alguna vez me contaron cómo era el clima en el búnker de Alfonsín el día de la elección del 30 de octubre de 1983. Casi todos daban por perdida la batalla. Solo Alfonsín insistía: “Déjense de joder que ganamos”. Incluso entre los radicales, pocos se tomaban en serio las predicciones de Manuel Mora y Araujo, que había vaticinado la derrota de Luder. La derrota peronista no entraba en el horizonte cognitivo. Alguien de mucha importancia en el diario La Nación me contó que recibían las encuestas de Mora o de Heriberto Muraro pero no las publicaban porque les parecían increíbles. Después pidieron disculpas.
RH: Si todos creían que el peronismo no podía perder la elección, ¿cómo fue que tomaste distancia del bando de los vencedores?
PG: Un día, con el grupo de discusión económica ya apagándose, Antonio me invitó, como podía haber invitado a cualquier otro del grupo, a una reunión en la que estaba Bittel. Fue en el Hotel Savoy, después de la derrota de Malvinas.
RH: El chaqueño Deolindo Bittel, entonces una figura de relieve de la dirigencia peronista del interior, que terminó acompañando a Luder como candidato a vicepresidente.
PG: Allí escuché, no recuerdo en boca de quién, esa frase, que después se repitió públicamente: “Tenemos que tenderles un puente de plata a los militares porque si no…”. La idea era que, sin un acuerdo con los militares, la transición democrática no iba a poder completarse. Además, un pacto con los militares estaba en la genética de los peronistas. Por entonces, no había peronismo sin Ejército. El tema es conocido. Al escuchar esto no tuve una reacción inmediata, o tuve menos una sensación de rechazo que de perplejidad. Pero al salir de la reunión me despedí de Antonio y me encontré con Susi, mi esposa, en un café cercano, sobre la calle Corrientes. Allí tomé conciencia de que esa postura me resultaba inaceptable. Le dije a Susi: “Yo no puedo seguir acá”. “¿Por qué? Si estabas de lo más contento”, me contestó. “Bueno, pasó esto, esto y esto”, y le conté lo que se había dicho. Y ella desconfió. “¿En verdad dijeron eso? Vos sos un exagerado, no puede ser”. “Sí, sí, dijeron eso”.
RH: La mayor parte de la dirigencia peronista consideraba que un acuerdo político era un precio que valía la pena pagar para que los generales del Proceso aceptaran dejar el gobierno. De hecho, Luder afirmó públicamente que no tenía intención de revisar la Ley de Autoamnistía que el último presidente de la dictadura, Reynaldo Bignone, sancionó un mes antes de las elecciones de octubre de 1983. Curiosamente, Bittel no se contaba entre los más cercanos al Proceso en este tema: había ido a declarar ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de 1979, y allí denunció los crímenes de la dictadura. Evidentemente, con la proximidad del poder, él y gente próxima a él cambiaron. ¿Qué hiciste entonces?
PG: No me animé a hablarlo claramente con Antonio. Entré en una especie de autoexilio interno. Me aparté de los círculos donde se debatía la política económica, que empezaban a proliferar como hongos. Alberto Sojit, el hijo de Luis Elías, amigo de algunas vacaciones adolescentes en Santa Teresita, pasó a comandar los equipos de Luder cuando se confirmó su candidatura: allí estaban José Luis Machinea, Roberto Frenkel, Quique Devoto. Alberto me invitó, pero le dije que no. Al mismo tiempo, Adolfo Canitrot, Juan Sourrouille, Mario Brodersohn y los propios Machinea y Frenkel se reunían en el CEDES. Los miembros de ese grupo no tenían una pertenencia política común. Los juntaba la excitación por el derrumbe de la dictadura. Había más equipos. Era un hervidero. Yo persistía con un poco de melancolía: del Instituto Di Tella a casa y de casa al Instituto Di Tella. En el Instituto debatía con Juan José Llach, Alfredo Canavese, Ezequiel Gallo, Natalio Botana, a veces con Guido Di Tella. Pero eso no tenía un foco político, estaba en otro plano. Aunque igualmente emocionante.
RH: Los economistas que mencionaste no tenían, hasta entonces, un vínculo estrecho, o por lo menos un vínculo formal, con el radicalismo.
PG: Solo Mario Brodersohn era afiliado radical. El hecho es que, mientras varios colegas y amigos seguían vinculados al peronismo, y otros comenzaban a acercarse al radicalismo, al radicalismo de Alfonsín, yo me alejaba de Antonio Cafiero, pero para encerrarme en mi casa. Acompañado por Susi, comencé a mirar a Alfonsín con atención y después con simpatía. En algún momento de la campaña de 1983 descubrí que iba a votar a ese señor. A Raúl Alfonsín. Y con muchas ganas.
RH: A la luz de tu camino previo, votar al radicalismo no parecía algo muy atractivo: más allá de sus indudables méritos personales, Alfonsín era el candidato de un partido que en tu círculo de relaciones se tenía en muy poca estima. En su momento, hasta los años cuarenta, el radicalismo había sido el gran partido popular, pero ese pasado se percibía poco y nada. Algunos dirigentes radicales seguían evocando ese legado, pero nadie los tomaba muy en serio. El radicalismo era visto, mayoritariamente, como una fuerza solo capaz de interpelar a los sectores conservadores de las clases medias, sin ideas económicas muy originales y sin grandes nexos con los sectores más gravitantes (trabajadores y empresarios) de la economía nacional. Es significativo que careciera de una organización juvenil de envergadura. Con excepción de algunos grupos como el que encabezaba Alfonsín, había estado mucho más cerca de la dictadura que el peronismo. En síntesis: a la luz de su historia pasada y tu propia historia pasada, una opción muy poco seductora.
PG: Claro, y debe ser por eso que me costó aceptar públicamente que lo iba a votar. Voté a Alfonsín sin decirlo abiertamente. Solo unos pocos sabían de mi cambio, como Juan José Llach, con quien conversaba muy seguido. De hecho, el escrutinio del 30 de octubre lo pasamos juntos, Juan José y su familia y yo y la mía, en su casa de la calle Urquiza, en Vicente López, yo votando por Alfonsín y él votando por Luder. Pero no me fue sencillo dar ese paso, y de hecho no fui a ninguno de los actos de campaña de Alfonsín. Me daba pudor ese salto. Ni siquiera fui al acto de cierre, pese a que Susi me quiso arrastrar. Me quedé mirándolo por televisión, solo, absolutamente conmovido. De hecho, el mismo Adolfo Canitrot, que sí sabía de mi cambio, se burló un poco de mí pocos días después de la elección: “Vos sí la debés estar pasando mal. Peronista e hincha de Racing”. Racing acababa de descender.
RH: En ese acto multitudinario en el Obelisco, Alfonsín ofreció una pieza de oratoria política formidable, que conmovió a su audiencia. Quienes insisten en que hoy nos hallamos en una era política dominada por las personalidades y la emocionalidad deberían recordar que estos fenómenos tienen un pasado. Alfonsín hizo que los clivajes políticos que hasta la víspera muchos creían inconmovibles perdieran fuerza, atrayendo sobre todo a las mujeres y a los más jóvenes.
PG: Visto por televisión, fue muy impresionante. Y luego del acto de cierre de Luder, unos días más tarde, sonó más impresionante todavía.
RH: Ese acto, con el muy comentado episodio de Herminio Iglesias prendiendo fuego a un féretro que simbolizaba a la UCR ante la vista de todos –la gran gaffe de esa campaña–, le prestó un servicio muy valioso a la candidatura de Alfonsín. Pero para entonces, dicen los encuestadores, la suerte del justicialismo