La moneda en el aire. Roy Hora

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La moneda en el aire - Roy Hora


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parecerte? ¿Qué significaba para vos ser un buen periodista en los años sesenta?

      PG: Para mí, el periodismo no fue una vocación sino un descubrimiento, que con el tiempo se volvió cada día más seductor. Entré a las redacciones sin tener un modelo. Después descubrí a los periodistas de Primera Plana: Ramiro de Casasbellas, Tomás Eloy Martínez, Osiris Troiani.

       RH: ¿Y qué hay de lo que pasaba fuera de la redacción? Esos fueron años de mucho cambio en la cultura, de expansión y diversificación de la oferta de entretenimiento.

      PG: El fútbol ocupaba un lugar importante en mi vida. A Racing le fue muy bien a fines de los cincuenta y principios de los sesenta, y yo lo disfruté. También me cautivó el hipódromo. Mi acercamiento al turf tuvo algo de azaroso. Un día decidí que, como buen periodista, me tenía que ir a cortar el pelo a la tradicional peluquería Basile, en Esmeralda y Corrientes. Me tocó mi turno y al lado mío se sentó un señor mucho mayor que yo. El peluquero le dijo: “Y, ¿cómo va, comisario? ¿Algo para el fin de semana?”. Y el hombre le contestó: “El sábado, Buen Servidor en la cuarta”. Eso abrió otro mundo para mí.

       RH: El turf ya había comenzado su descenso y estaba perdiendo público. Pero en los años sesenta todavía seguía atrayendo multitudes. Seguiste ese consejo.

      PG: Ese sábado me fui al hipódromo. Viniendo de familia comunista, era un mundo desconocido para mí. No sabía ni por dónde se entraba ni qué era el paddock o la oficial. Pero me cautivó y le fui fiel por mucho tiempo, casi por el mismo período que fui periodista. No era un jugador empedernido pero me gustaba.

       RH: En defensa de un espectáculo hoy bastante desprestigiado, hay que recordar que, de los entretenimientos que incorporan apuestas, o que funcionan sobre la base de apuestas, es sin duda el más cerebral. Hay azar, pero también mucho estudio y cálculo de probabilidades. Por algo a los conocedores se los llama “catedráticos”.

      PG: Ese primer día en el hipódromo podían pasar dos cosas horribles. Una es que ganara. La otra es que Buen Servidor perdiera por menos de un pescuezo, como efectivamente sucedió.

       RH: El hipódromo te debía una revancha… que por lo visto te tomaste. Fútbol, turf, periodismo: si tuviera que describir el cuadro que surge de tus recuerdos de la década del sesenta diría que está caracterizado por dos mundos. Por una parte, tenías un mundo que giraba en torno a la política y el debate de ideas, que en el curso de esos años fue perdiendo algo de gravitación. Y esto porque aparecieron otros intereses que conectan con fenómenos típicos de esa década: modernización de los consumos, cambios culturales graduales y en general poco traumáticos, expansión de la oferta de entretenimiento, en fin, lo que evoca una sociedad que se renueva al ritmo de la creciente gravitación de sus clases medias y de una economía en expansión. Allí, por cierto, no está anunciada la tormenta de los años setenta.

      PG: Si tuviese que describir mi vida en esos años, diría que son los sesenta de un chico inquieto que tenía todo servido: le gustaba el periodismo, ganaba bien, disfrutaba del fútbol y de las carreras. Hasta se dio el gusto de ser colibretista del primer cortometraje de Eliseo Subiela. Con estos estímulos, la experiencia del Tercer Movimiento Histórico y de Vanguardia Revolucionaria se fue diluyendo. Fue como la historia que Scott Fitzgerald narra en Suave es la noche. En esa novela, el personaje masculino empieza como el más importante del libro. Y la historia, tal como yo la leo, gira en torno a cómo él se va esfumando y ella va ocupando el centro de la escena, hasta que en las últimas páginas el personaje masculino termina como una sombra. Eso me pasó con Vanguardia Revolucionaria y más en general con la política. En ese momento, yo no tenía ningún contacto, como sí lo tuvo, y muy intensamente, Juan Carlos Portantiero, con los disidentes comunistas de Córdoba que formaron el grupo de Pasado y Presente, un hito intelectual fundamental para entender la historia de la izquierda que se apartaba del Partido Comunista. A Pancho Aricó, que lideraba ese grupo, lo conocí más tarde, cuando se mudó a Buenos Aires, por lo que esa experiencia extraordinaria no tuvo ninguna relevancia para mí. Sí la tuvo para Juan Carlos Portantiero y para Juan Carlos Torre, que con el tiempo se volvió uno de mis mejores amigos y todavía lo es hoy. Para mí, en cambio, lo interesante estaba en otro lado.

       RH: Decí algo más sobre los atractivos del mundo del periodismo en esos años sesenta.

      PG: Me tocó vivir una etapa en la que había una vida rica en el medio. El Sindicato de Prensa, por ejemplo, era muy importante. Eduardo Jozami era el secretario general, y Roberto Quieto, sobre el que después quisiera decir algo, el abogado. Eso conecta con la experiencia de la CGT de los Argentinos, que era un foco de atracción para muchos periodistas. Todos los jóvenes más o menos radicalizados, peronistas o de izquierda, íbamos a la redacción del semanario de la CGT de los Argentinos a ofrecer algún dato, a hacer alguna colaboración. Allí conocí a Rodolfo Walsh, con quien en 1968 compartí el viaje a Cuba del que hablo en la introducción de La caída. Ambos asistimos al Congreso Cultural de La Habana, que tenía una sección sobre periodismo. Y al regreso pasamos juntos varios días en París y trabamos una buena relación. Recuerdo que después vino al cumpleaños de mi hermana, que se hizo en casa de mi padre, con mi madre ya muerta. De nuevo: era el mundo de los sesenta, que ponía en contacto desde grupos de izquierda bastante radicalizada hasta peronistas combativos.

       PH: Describí cómo era tu relación con Portantiero, entonces uno de los líderes intelectuales del grupito de disidentes que en 1963 se apartó del Partido Comunista.

      PG: En 1963 o 1964 yo todavía era el hijo de Julio y Albertina, de Julio y Tina. A medida que convergimos en las edades, nos fuimos acercando también en muchas otras cosas, y establecimos una relación que para mí fue muy importante, muy intensa. Pero en verdad la convergencia profunda con Juan Carlos y con muchos otros que conocí por ese entonces vino luego de 1976, en los años de la dictadura. Su exilio en México fue un gran dolor para mí; un dolor que importaba. Entonces, mientras él estaba en el exilio, como yo ya era economista o algo así, y de vez en cuando viajaba a seminarios internacionales, trataba de verlo. Recuerdo un encuentro muy importante en un seminario en Costa Rica, en 1978, donde además conocí a Raúl Alfonsín.

       RH: Quiero volver por un instante a tu paso por la carrera de Sociología. Los relatos del ascenso de las ciencias sociales y en particular de la sociología en la década posterior al derrocamiento de Perón suelen enfatizar el atractivo de esa nueva disciplina, a la que sus practicantes describían como un saber científico que venía a colocar la discusión intelectual en un umbral superior. Eso es lo que predicó, con bastante éxito, Gino Germani. En tu descripción de esos años, sin embargo, el mundo ubicado fuera de la universidad era más seductor que el proyecto de conocimiento que promovía la sociología o, para el caso, cualquier otra disciplina académica. En tu experiencia, además, el factor perturbador no fue la política. Me interesa saber por qué pensás que no te cautivó el modelo del sociólogo profesional.

      PG: Dejame decirte que no fui el único que se resistió. El propio Juan Carlos abandonó Sociología a poco de entrar, y retomó bastante más tarde. Por eso digo que tengo que ir a un psicoanalista, porque me doy cuenta de que hay algo imitativo, o no, no lo sé, con mi “hermano mayor”.

      RH: Portantiero siempre tuvo algo de outsider. Tenía un denso mundo político-cultural fuera de la universidad, que de hecho antecedía a su ingreso a la carrera de Sociología, y que siempre lo sedujo. Tal vez no le gustaba la idea de convertirse en un actor político, pero el mundo intelectual asociado a la política le resultaba muy atractivo. Lo mismo puede decirse de José Aricó, al que le interesaban más las ideas y el debate político que la currícula universitaria. Pero sobre otros jóvenes que ingresaron a la carrera hacia 1960, y a los que también los seducía lo que sucedía en la calle, la sociología académica ejercía un atractivo poderoso. Pienso en Silvia Sigal, en Francis Korn, en Juan Carlos Torre.

      PG: No fue así para Portantiero, que fue y volvió, y terminó graduándose de sociólogo muy tarde, a los 32 o 33 años, cuando ya tenía un nombre.


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