Un futuro para la juventud. Omraam Mikhaël Aïvanhov

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Un futuro para la juventud - Omraam Mikhaël Aïvanhov


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viendo que por sí sólo no tendría éxito, puesto que debían faltarle ciertas facultades y elementos, buscó a un chico joven para trabajar con él y realizar sus proyectos... ¡y se fijó en mí! A cambio de mi ayuda, me propuso alojarme en su casa (vivía en una magnífica mansión), alimentarme, darme dinero y todo cuanto yo quisiera. Poseía una fantástica biblioteca y él mismo era escritor; había escrito libros sobre espiritismo y también había realizado algunas traducciones. En Bulgaria fue el primero en traducir Zanoni, de Bulwer-Lytton.

      Yo era aún muy joven – dieciocho años – y no conocía gran cosa acerca de la naturaleza humana, de su codicia, de su perversión, ni de su afición por las empresas peligrosas. Pero yo quería ser bien conducido, bien guiado, y no hacía nada sin pedir la opinión de mi Maestro, Peter Deunov. Esto que os cuento, sucedió algún tiempo después de haberle conocido. Le expliqué pues a mi Maestro las proposiciones de aquel hombre, preguntándole que debía hacer. Y el Maestro fue categórico: me desaconsejó relacionarme con un individuo semejante y ocuparme de la magia. Fue una suerte, pues, si no, quizá hubiese emprendido un camino muy peligroso. Ciertamente, ¿habría obtenido muchas cosas pero, a qué precio? Porque cuando uno empieza a practicar la magia para obtener ventajas materiales, éxitos, dinero, gloria, la posesión de un hombre o de una mujer, ya está en el camino de la magia negra, y de una u otra forma, acaba “vendiendo su alma al diablo”, como se suele decir. Pensaréis, sin duda, que vosotros no corréis ningún peligro de recibir proposiciones seductoras de un brujo... Bien, quizá de esta forma no, pero, ¡hay tantas maneras de vender el alma al diablo! No es necesario hacer un pacto con él, como se cuenta en los libros de brujería; basta con que uno obedezca a móviles interesados y egoístas para ir perdiendo poco a poco la luz de su alma. Por eso aconsejo a los jóvenes que estudien bien cada proposición que reciban. Tanto si se trata de objetos, como de ropas, de músicas, de actividades, o de ideas, deben procurar ver, en primer lugar, cual es la naturaleza de las tendencias que otros quieren fomentar en ellos. Que no olviden que aún son como una tierra en formación; y si perciben que los están incitando a las ganancias, a los éxitos fáciles, a la violencia, o a la desesperación, etc., deben saber que son fuerzas destructivas y, por tanto, ¡es preciso apartarse de ellas! Si verdaderamente quieren hacer las cosas mejor que los adultos y crear un mundo nuevo, deben aceptar sólo aquello que les incita a construir en sí mismos y a su alrededor, algo bueno, bello, puro y fuerte.

      II

      LOS FUNDAMENTOS DE NUESTRA EXISTENCIA: LA FE EN UN CREADOR

      Mucha gente os dirá que no tiene ninguna importancia ser creyente o ateo, que la fe o la ausencia de fe no tiene verdadera influencia en la mentalidad de los seres y en su comportamiento. Pues bien, eso prueba simplemente que toda esa gente no saben nada de psicología. La realidad es que todo lo que dejáis entrar en vuestra alma – convicciones, sentimientos y pensamientos – influye en vosotros, y la presencia o ausencia de estos elementos en vuestro interior influye también en vuestro razonamiento y, por tanto, en vuestra actitud más profunda frente a la vida. Igual sucede con todo.

      Si hacéis un pastel y os olvidáis el azúcar, ¿creéis que el resultado será el mismo que si lo hubierais puesto? Si os descuidáis en la composición o en la dosificación de un producto químico, tampoco obtendréis el producto que esperabais. O bien en una asamblea – en el Parlamento, por ejemplo – si un diputado está ausente, las decisiones pueden ser completamente diferentes. Si este diputado hubiese estado allí, habría podido hacer prevalecer otro punto de vista y el voto quizá hubiera sido diferente. La vida entera está ahí para mostrarnos la importancia que reviste la presencia o la ausencia de un elemento. Y con mayor razón cuando se trata de la presencia o de la ausencia de este elemento que es la fe.

      Lo comprenderéis mejor si os digo que la fe es, en lo que respecta al ser humano, un fenómeno comparable con la pubertad. La pubertad es un periodo en cuyo transcurso se producen, en el muchacho o en la muchacha, grandes cambios fisiológicos, pero también y sobre todo, psicológicos. Un nuevo elemento, que ha irrumpido en su vida psíquica, provoca modificaciones en su sensibilidad y, por tanto, en su manera de ver las cosas. Se produce una toma de conciencia. Pues bien, creer que el mundo es obra de un Creador todopoderoso omnisciente y todo amor, es de fundamental importancia para la vida psíquica del hombre. El razonamiento y las reacciones de un verdadero creyente ante las cuestiones de orden moral, social y político tienen una dimensión más profunda y más vasta, y son de una calidad más sutil que las del ateo. Gracias a la presencia de este elemento de fe, de amor para con el Creador, el creyente siente y comprende aquello que el ateo no puede sentir ni comprender.

      “Pero – dirán algunos – los ateos son más objetivos, más lógicos, se pronuncian únicamente sobre lo que ven, mientras que los otros, obnubilados por sus creencias, emiten juicios erróneos...” En absoluto. Por supuesto, el que la gente tenga fe, no significa que vaya a tener por ello, automáticamente, un buen juicio; para pronunciarse correctamente existen también ciertas facultades mentales que entran en juego, y no todos los creyentes están mentalmente bien desarrollados. Pero os quiero decir esto: al hombre inteligente que no cree en la existencia de Dios, en la realidad del alma o en la inmortalidad del espíritu, siempre le faltará un elemento sustancial para completar sus observaciones y sus juicios. La ausencia de este elemento mantiene a los ateos en un punto de vista superficial; ellos no van más allá de la forma, de la superficie de la existencia.

      Cuando el elemento de la fe se introduce en el hombre, éste descubre la verdadera dimensión de los seres y de las cosas y, por encima de todo, siente las corrientes que circulan entre ellos. En su existencia, un ateo se comporta como alguien que, ante otro ser humano, sólo considera su anatomía. Si únicamente se trata de identificar los miembros, los órganos y de descubrir su apariencia, la anatomía puede bastar. Pero ocuparse sólo de la anatomía significa centrarnos en un cuerpo sin vida, no en la vida misma.

      Somos criaturas, y las criaturas que no reconocen tener un Creador caen en el absurdo y en la monstruosidad. ¿Qué podemos esperar de bueno de alguien que se niega a reconocer una evidencia tan simple: que la creación y las criaturas tienen necesariamente un Creador? Ved sino: cuando se ha cometido un crimen, lo primero que la gente se pregunta es ¿quién ha sido el autor? La mayoría de las veces éste ya está lejos, no se queda junto a su “obra”. Y sin embargo, nadie pone en duda que esta “obra” tenga un autor. Igualmente, cuando vemos un cuadro y no sabemos a qué pintor atribuirlo porque no lleva firma, no decimos que este cuadro no tiene autor, sino solamente que es “anónimo”. Aunque ignoremos quién es el autor, pensamos sin embargo que éste existe. ¿Por qué, entonces, algunos pretenden negar un autor a esta obra grandiosa y sublime que es la creación? Que digan, si así lo desean, que es una obra anónima (¡ha habido ya suficientes seres humanos que se han esforzado en dar un nombre al Creador!); pero negar que tenga autor es la mayor aberración.

      Para mí, éste es un tema del que ni siquiera deberíamos tener necesidad de hablar, y casi me da vergüenza pararme a hacerlo, referirme a él. Que todo – la inteligencia, la grandeza, la belleza que existe en el universo – haya surgido del caos un buen día, así, como por casualidad... no, ¡no hay palabras suficientes para calificar una insensatez semejante! Para un iniciado, aquel que quiera encontrar la verdad debe, ante todo, reconocer la existencia del Creador. Y si quiere beneficiarse de su vida, de su luz, de su amor, de su fuerza, debe vincularse a El, entrar en contacto con cada una de aquellas cualidades que tienen en El su única y verdadera fuente. El pensamiento de la existencia de Dios, por sí solo, ya trabaja benéficamente en cada criatura.

      Porque, contrariamente a lo que muchos han creído durante mucho tiempo, y creen aún, Dios no es ese viejo buen hombre con barba, sentado en las nubes, ocupado en observar a los humanos para tomar nota de sus faltas y castigarlos. A Dios no se le puede describir, ni explicar, ni siquiera concebirlo, pero aquél que lo busca sinceramente, que trabaja para acercarse a El mediante la práctica de las virtudes, siente, poco a poco, su presencia manifestarse en él como una paz, como una luz, como un amor, como una fuerza, y que ya nada malo puede alcanzarle. Si, y es esto pues lo primero que hay que comprender: que nunca encontraréis a Dios fuera de vosotros, sólo podéis encontrarlo en vosotros como una presencia que vivifica e ilumina todo vuestro ser interior.

      Observaos cuando amáis a alguien: la presencia de tal sentimiento


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