Orígenes y expresiones de la religiosidad en México. María Teresa Jarquín Ortega

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Orígenes y expresiones de la religiosidad en México - María Teresa Jarquín Ortega


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novohispanos surgieron a la sombra de necesidades específicas de la sociedad sobre todo en momentos de incertidumbre. En esta línea se inscribe el trabajo de Francisco Velázquez quien, apoyado en Hobsbawn, propone el culto a la “virgen de los agraristas” como un ejemplo típico de tradición inventada. El estudio del autor revela que en el pueblo de Zapotitlán de Hidalgo, Jalisco, fue creado su culto durante la posrevolución mexicana con muy claras ideas agraristas; sin embargo, con el paso del tiempo aquella primigenia intención se diluyó debido a la permanente transformación de la sociedad, de manera que en la actualidad ya no existe el agrarismo pero hay nuevas intencionalidades que llevan a exaltar el culto a una virgen chiquita sobre todo porque los devotos no dudan de su capacidad milagrosa.

      En la tercera sección del libro, dedicada a las expresiones de la heterodoxia institucional, se incluyen seis trabajos que dan cuenta de otras dimensiones de la pluralidad y la diversidad religiosas. Si bien en las secciones anteriores se observa cierta homogeneidad temática en torno a las veneraciones a Cristo y la virgen María, respectivamente, es indudable que cada uno de los autores destacó en su momento las peculiaridades adoptadas por la práctica religiosa, según corresponde a la época, el contexto y las circunstancias de las celebraciones. Pero quizá los ejemplos más conspicuos de este fenómeno se revelen en esta tercera sección, donde la sociedad misma es el centro de atención para los autores.

      En el capítulo “Velos tenues entre dos tribunales novohispanos (Valle de Antequera, 1611-1612)” Jesús Alfaro aborda la aparición de una imagen mariana en las inmediaciones del valle de Antequera en el año de 1611. Propone que el portento es un buen pretexto para examinar las relaciones de poder entre dos tribunales novohispanos, entendidas como competencias, facultades y jurisdicción para legitimar la hiperdulía como devoción local. En la contribución de Alfaro se dan cita el tribunal eclesiástico ordinario de Antequera y el Santo Oficio de México para autentificar una efigie de la virgen esculpida sobre la raíz de un tronco de ocote como una imagen libre de herejía, de mala lectura de un dogma de fe, fabricada por manos celestes e incorrupta a la intemperie para regocijo de unas cuantas personas receptoras de un milagro.

      Es pertinente insistir en que la diversidad de devociones es un síntoma inequívoco de la pluralidad religiosa y, sobre todo, del dinamismo social respecto a las maneras de vivir la religión. Esto se demuestra en el estudio de Edwin Reza dedicado a uno de los mitrados del siglo xvii. En efecto, a partir del examen de la visita pastoral de Francisco Aguiar y Seixas, en 1684, a los pueblos del oriente del valle de Toluca, el autor recupera la cantidad de santos y cofradías existentes en los pueblos de Ocoyoacac, Capulhuac y Xalatlaco. De la contabilidad santoral y del tipo de advocaciones el autor desprende la siguiente tesis: la veneración a las imágenes, registradas en el libro de visitas, nos muestra la preocupación de los habitantes de esta región por el buen temporal en relación directa con sus actividades agrícolas y la forma en que simbólicamente conjuraban sus angustias reales o ficticias.

      Respecto a este último punto sabemos que en la época novohispana el destino del alma después de la muerte era una de las preocupaciones más acucian-tes de la feligresía y, gracias a la devoción a la virgen del Rosario, la tribulación se mitigaba parcialmente. En el capítulo “Los rosarios del padre José de Lezamis (1684-1750), cura del Sagrario de México”, Rocío Silva borda uno de los puntos clave del dogma católico: el rosario como expresión de la comunión de los santos. A partir del estudio de un pequeño impreso pío de finales del siglo xvii la autora propone que su contenido dio sentido a la vida religiosa de varias generaciones de católicos novohispanos, a pesar de que la promoción de esta práctica piadosa por parte de Lezamis derivara en una disputa con los dominicos quienes se ostentaban como los dueños del monopolio de la plegaria mariana a finales de la segunda mitad del siglo xviii.

      Los tres últimos capítulos de este libro coinciden en el abordaje del siglo xviii novohispano y nos muestran las contradicciones de una sociedad que vivía con un pie en la tradición barroca y con el otro en la modernidad de la Ilustración. En el apartado “¿Una feligresía renovada? Congregaciones del Santísimo Sacramento y Escuelas de Cristo en la ciudad de México, siglo xviii” Carolina Yeveth aborda un aspecto hasta ahora poco considerado por la historiografía: la relación entre la vida sociorreligiosa de los habitantes de la ciudad de México y las formas de asociación, de practicar y de vivir la religiosidad a lo largo del siglo xviii, en el contexto del programa ilustrado de educación. La autora parte de la observación y el análisis de dos corporaciones de tipo seglar que nacieron dentro del espíritu reformista del siglo xviii: las congregaciones del Santísimo Sacramento y las Escuelas de Cristo, instituidas como una alternativa —aparte de las cofradías y hermandades— de instrucción religiosa para la feligresía y el clero, pero también como un medio para poner en práctica un nuevo modelo de feligrés, de práctica religiosa y, por supuesto, de devoción; todo ello en franca sintonía con las demandas y proyectos de prelados y clérigos, y de la misma Corona, que buscaban dotar a la monarquía católica de un espíritu más moderado y orientado a la práctica de la caridad y la utilidad pública.

      Moderar las pasiones humanas y controlar las expresiones de religiosidad barroca fueron dos de las preocupaciones de la política reformista borbónica, y qué mejor manera de conseguirlo que reglamentando la procesión de Corpus Christi, uno de los dos festejos más relevantes de la capital novohispana. En opinión de Karen Mejía, una de las actividades principales de la festividad fue la procesión, dado que permitía la representación visual de la Iglesia triunfante sobre la herejía y el orden corporativo vigente en la monarquía hispana. La autora destaca que en el siglo xviii novohispano las autoridades reales y eclesiásticas emitieron una serie de disposiciones para impedir innovaciones en la celebración, controlar manifestaciones de devoción nacidas de la feligresía y reglamentar el espacio público. La intención, sostiene Mejía, era promover una piedad austera bajo la dirección del clero y dentro de los límites de la liturgia, imponer patrones de conducta y delimitar un espacio público bajo los principios del decoro, el respeto y la urbanidad. Además de analizar las implicaciones políticas de estas medidas, la autora examina las probables reacciones de los participantes frente a una decisión radical.

      Esta última sección cierra con los festejos por la canonización de Juan de la Cruz, de la autoría de Jessica Ramírez. Para la autora, estudiar los festejos en torno a la canonización de un mismo santo en distintos lugares es un privilegio, ya que a partir de los elementos que conformaron la celebración es posible analizar cómo el mensaje transmitido se adecuó a las necesidades propias de cada sociedad. En este trabajo se aborda el mensaje dado en Puebla de los Ángeles y se establece una comparación con los festejos de la ciudad de México en torno a la figura de fray Juan de la Cruz. Este nuevo santo fue canonizado el 27 de diciembre de 1726. Así, apenas fue recibida en Nueva España la bula de canonización el 20 de junio de 1728, comenzaron los preparativos para los festejos. En la ciudad de México éstos se llevaron a cabo a lo largo de ocho días, comenzando el 15 de enero de 1729; mientras que en el caso de la Angelópolis los festejos se llevaron a cabo del 3 al 5 de febrero de ese mismo año.

      La autora sostiene que el festejo por la canonización de San Juan de la Cruz en Puebla implicó la implementación de diversos dispositivos para transmitir ciertos mensajes, entre ellos la exaltación del nuevo santo como doctor de la Iglesia —aunque fue hasta el siglo xx que se le promovió como tal—, además de resaltar su poder para expulsar los demonios de la ciudad, enalteciendo su papel como patrono de la misma. Ramírez señala que los discursos fueron distintos a los promovidos durante los festejos en torno a este mismo santo en la ciudad de México; en este caso, por ejemplo, se destacó la provincia carmelitana como medio eficaz de intercesión entre Dios y los hombres. Igualmente se promovió la resignificación de su convento, el cual se encontraba en las afueras de la ciudad, para que se le concibiera como parte de la traza sacralizada de misma. La autora concluye que la fiesta fue el escenario para que los carmelitas hicieran visibles a sus mecenas, con su poder y su nobleza, con lo cual se invistieron de mayor prestigio.

      Para concluir esta nota introductoria deseamos expresar nuestro agradecimiento a las personas e instituciones que hicieron posible la conjunción de los trabajos que aquí se presentan. En primer lugar a El Colegio Mexiquense, A. C., por ser el espacio académico que alberga desde 2016 el seminario “Santos, devociones e identidades”


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