Alfonso XIII y la crisis de la Restauración. Carlos Seco Serrano
Читать онлайн книгу.href="#ulink_816e3530-5c7c-5ab8-b3b3-49e6403efdc6">[8] También aquí intenta darme un «palmetazo» mi minucioso censor, Velarde Fuentes. Cree el señor Velarde que el enlace de los regeneracionistas con el movimiento de los mesócratas, de las clases mercantiles y de los intereses agrarios, «necesita explicarse en otro modo», «después de los trabajos del economista Paul A. Baran» (p. XIV de su prólogo citado). Por supuesto, el regeneracionismo no es solo el movimiento de los mesócratas; pero es indiscutible también que en la agitación costista se apoyan los «mesócratas» vinculados a la Unión Nacional, en pro de sus muy concretos intereses. El problema de Costa, o del costismo, fue verse utilizado unilateralmente por los animadores del movimiento de las Cámaras. Sobre esto, después de la publicación de Baran y de las «advertencias» de Velarde Fuertes, ha dicho terminantemente el profesor Artola: «El manifiesto (de Costa) refleja fundamentalmente los intereses de un específico sector de la sociedad de provincias —pequeños agricultores, comerciantes— a los que el cuidado de sus intereses aleja de la carrera política, tanto en las Cortes como en los municipios. Ante el desastre, sienten, como cualquier otro grupo social o político, la necesidad de librarse de la responsabilidad que imputan al gobierno central, sin mayor especificación; pero su mayor preocupación es orientar la politica regeneracionista de acuerdo con sus intereses. De aquí que las dos peticiones fundamentales sean los recortes presupuestarios para lograr el equilibrio financiero, lo que supone una garantía de que no habrá nuevos impuestos, y la demanda de inversiones estatales en los campos que más directamente Ies benefician» (Miguel Artola, Partidos y programas políticos, 1808-1936. t. I, Aguilar, Madrid, 1974, pp. 342-343. Los subrayados son nuestros).
[9] España como problema. Aguilar, Madrid, 1956, 1.1, p. 446.
[10] MARAGALL, La patria nueva. En Obras Completas, Barcelona, 1960, II, p. 653. La argumentación de Velarde Fuertes (p. XIV del prólogo citado) para poner en duda la «justificación histórica de Pabón», aducida por mí a propósito de la frase de Cajal, se reduce a subrayar la importancia de «la dimensión burguesa», en este proceso, alineando el movimiento felibre y la Renaixema, Sota y Llano y Francisco Cambó. Me parece muy discutible ese alineamiento, tanto como señalar identidad alguna entre el P.N.V. (en 1898) y el movimiento que acaudillará Francisco Cambó.
[11] Prototípico es el caso de Clarín, enemigo acérrimo de Cánovas, que halla campo, precisamente, en la amplitud liberal del sistema canovista para desarrollar sus duros ataques contra el político malagueño.
[12] El señor Velarde Fuertes «no deja pasar una». A propósito de mi cita de Menéndez Pelayo frunce el ceño para advertirme que «seguir admitiendo, por muy de lejos que sea, la frase de Menéndez Pelayo sobre el inmenso latrocinio que supuso la desamortización liberal, indica que las recientes investigaciones que sobre esta operación han efectuado y siguen en el tajo con intensidad— valiosos historiadores, no han tenido la difusión que merecían». Verdaderamente, es como tomar el rábano por las hojas. Si el señor Velarde Fuertes quiere decir que la desamortización era una necesidad histórica, estamos de acuerdo. Pero todas las investigaciones, habidas y por haber, de «valiosos historiadores y economistas» no pueden desmentir un hecho: el diverso trato que el Estado liberal dio a las propiedades de nobleza e Iglesia. En el primer caso se limitó a una desvinculación que respetó la voluntad omnímoda del propietario para disponer de su patrimonio. En el caso de la Iglesia, los decretos desamorti zadores se encaminaron a despojar, por las buenas, a las Casas religiosas de sus bienes, declarándolos «nacionales» y lanzándolos al mercado. Aunque yo esté muy lejos de los puntos de vista de Menéndez Pelayo, entiendo que, en puridad, lo que el Estado liberal hizo —paliándolo luego mediante el Concordato de 1851— era, en buen léxico castellano, un verdadero latrocinio.
[13] Laberinto español. Ruedo Ibérico, París, 1962, p. 49.
[14] Julio BUSQUÉTS, El militar de carrera en España. Estudio de sociología militar. Ariel, Barcelona-Caracas, 1967, p. 25.
3.
España vital y España oficial en el reinado de Alfonso XIII
EL PROGRESO DE LA «ESPAÑA VITAL»
Apenas cuatro años después de la paz de París se inicia el reinado personal de Alfonso XIII. Proyectando una panorámica muy amplia de este primer tercio del siglo XX, he escrito alguna vez que tres factores en paralelo desarrollo determinan su extraordinaria importancia: el estirón demográfico; el progreso económico; el esplendor literario y artístico.
En primer término, el estirón demográfico: la población total de España va a saltar de los 18 millones y medio de 1900 a los 23 millones y pico del final del reinado, con un ritmo de crecimiento acelerado a partir de 1910: más bien como consecuencia de la progresiva disminución de la mortalidad, puesto que el índice de la natalidad tiende a decrecer después de la primera guerra europea; y pese a la mayor intensidad de la corriente migratoria, a América, sobre todo.
En segundo término, el progreso económico —el incremento de las fuentes de producción—. La economía agraria entra ahora en una fase expansiva, estimulada desde 1914 por el alza de precios que trae la guerra mundial, y —en cuanto a las causas de índole permanente—, por lo que Vicens Vives ha llamado «revolución técnica de comienzos del siglo XX»: mejora de la maquinaria agrícola, difusión de los abonos químicos, triunfo de la doctrina del regadío.
En tres sentidos —he escrito en otro lugar— se manifiesta la expansión de la economía agrícola: en un crecimiento continuo de la explotación cerealística —que poco a poco va aproximándose a una adecuación completa con las necesidades del mercado interior—; en una recuperación del viñedo, después del terrible golpe de la filoxera (1892), y en una situación floreciente del olivo; y sobre todo, en el acceso de los cultivos de regadío a los primeros lugares de la producción agrícola y de las exportaciones nacionales —la política hidráulica, no se olvide, es una de las obsesiones de Costa, en las fechas finales del siglo XIX; un animoso ministro de Alfonso XIII, Rafael Gasset, se esforzará en traducirla en proyectos que enlazan, ya en los años treinta, con el notable plan de obras hidráulicas trazado, en plena república, por el ingeniero Manuel Lorenzo Pardo—. Protagonista de esta transformación hacia el regadío es la naranja, que en el decenio 1920-1930 ha de ocupar el primer puesto entre los géneros españoles de exportación. Claro es que el ritmo de producción se sincroniza con la demanda del mercado mundial, que ofrece dos buenas coyunturas (1890-1914 y 1920-1930). Durante la primera, se alcanza una cifra próxima a los seis millones de quintales (1913). Después del fuerte descenso provocado por la guerra de 1914-1918, la recuperación se hace rapidísima, a partir de 1920; en el año final del reinado se llega a los 10 840 000 quintales. Solo en la etapa siguiente, mercado y producción se verán afectados por la crisis mundial... Puede decirse, por ello, que el reinado de Alfonso XIII es la edad de oro de la naranja española; lo que implica el empuje económico y vital de Levante, encarnado en la robusta expresión literaria de Blasco Ibáñez, o en el estallido de energía y optimismo desplegados por la paleta de Joaquín Sorolla: fuerte contraste con el subjetivismo tenebrista del 98[1].
Por supuesto, no es la naranja el único artículo que se beneficia de la gran expansión del regadío. Junto a ella hay que situar la remolacha azucarera —el notable aumento de sus áreas de cultivo es una consecuencia positiva de la pérdida del azúcar cubano—; y toda la rica gama de los frutales.
En otro orden de cosas, ha de señalarse, aunque su ritmo de crecimiento no sea idéntico al de la agricultura, un notable desarrollo de la cabaña nacional. En los años finales de esta etapa, agricultura y ganadería representan la tercera parte del patrimonio y de la renta nacionales: «España —resume Vicens Vives— continuaba siendo mi país agrícola subdesarrollado, pero estaba en trance de pasar