El maestro y Margarita. Mijaíl Bulgákov

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El maestro y Margarita - Mijaíl Bulgákov


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es un célebre hotel de primera clase en el centro de Moscú, construido en 1907, que se encuentra aún hoy en funcionamiento. [N. de la T.]

      Capítulo 4

      La persecución

      Se calmaron los histéricos gritos de las mujeres y dejaron de sonar los silbatos de la policía; llegaron dos ambulancias: una de ellas se llevó el cuerpo decapitado y la cabeza a la morgue, y la otra, a la bella conductora, herida con trozos de vidrio; los barrenderos, de delantales blancos, limpiaron los restos de vidrio y cubrieron con arena los charcos de sangre; Iván Nikoláievich, que se había dejado caer en un banco antes de llegar al molinete, permaneció inmóvil sobre él.

      Varias veces había intentado levantarse, pero sus piernas no le respondían: Bezdomni sufría una especie de parálisis.

      El poeta se había echado a correr hacia el molinete al oír el primer grito y había visto la cabeza brincando por el bulevar. Ese espectáculo lo trastornó de tal manera que, al caer sobre el banco, se mordió una mano hasta hacerla sangrar. Naturalmente, había olvidado al alemán loco y sólo trataba de entender una cosa: ¿cómo era posible que recién estuviera hablando con Berlioz y un minuto más tarde su cabeza…?

      La gente, perturbada, pasaba a su lado corriendo y gritando por la alameda, pero Iván Nikoláievich no percibía sus palabras.

      Sin embargo, dos mujeres chocaron de golpe junto a él y una de ellas, de nariz afilada y cabeza descubierta, le gritó a la otra sobre la oreja misma del poeta:

      —¡Ánnushka, nuestra Ánnushka! ¡De la Sadóvaia! ¡Fue ella! ¡Compró en el almacén un litro de aceite, pero al pasar por el molinete va y rompe la botella entera! Se estropeó toda la falda… ¡Cómo se puso a maldecir! Y resulta que el pobrecito se resbaló y se patinó en las vías…

      De todo lo que había gritado la mujer, la mente perturbada de Iván Nikoláievich retuvo una sola palabra: “Ánnushka”…

      —Ánnushka… ¿Ánnushka? —balbuceó el poeta, mirando alarmado a su alrededor—. Disculpen…

      A la palabra “Ánnushka” se le sumaron las palabras “aceite” y luego, por alguna razón, “Poncio Pilatos”. El poeta desechó a Pilatos y comenzó a atar cabos, empezando por la palabra “Ánnushka”. Los cabos se unieron con rapidez y lo condujeron enseguida al profesor demente.

      ¡Claro! Si había dicho que la reunión no se celebraría porque Ánnushka ya había derramado el aceite… ¡Y vaya que no se celebraría la reunión! Es más: ¿no había dicho que a Berlioz le cortaría la cabeza una mujer? ¡Sí, sí, sí! ¿Y no era una mujer la que conducía el tranvía? ¿Qué es lo que está pasando aquí, eh?

      No quedaba la menor duda de que el misterioso consultor conocía de antemano y con exactitud el terrible cuadro de la muerte de Berlioz. En ese momento, dos pensamientos surcaron la mente del poeta. El primero fue: “¡No es ningún loco! ¡Patrañas!”, y el segundo: “¿No lo habrá tramado él mismo?”.

      Pero, permítame saber: ¿cómo?

      “¡Ah, no! ¡Ya lo averiguaremos!”

      Haciendo un gran esfuerzo, Iván Nikoláievich se levantó del banco y echó a correr hacia atrás, en dirección al lugar donde había estado hablando con el profesor. Por fortuna, este seguía allí.

      Ya se habían encendido los faroles en la Brónnaia, y encima de los Patriarshie resplandecía una luna dorada. Bajo su luz siempre engañosa, a Iván Nikoláievich le pareció que lo que el hombre tenía bajo el brazo no era un bastón, sino una espada.

      El entrometido exchantre estaba sentado en el mismo lugar que hacía poco había ocupado Iván Nikoláievich. Ahora el chantre se había colocado en la nariz unos quevedos a todas luces innecesarios: les faltaba uno de los cristales y el otro estaba partido. A causa de esto, el ciudadano a cuadros parecía aún más repugnante que cuando le señalara a Berlioz el camino a las vías.

      Con el corazón encogido, Iván se acercó al profesor y, mirándole el rostro, se convenció de que no había en él ahora, ni había habido nunca, el menor indicio de locura.

      —Confiéselo: ¿quién es usted? —preguntó Iván con voz sorda.

      El extranjero frunció el entrecejo, miró al poeta como si lo viera por primera vez y contestó con hostilidad:

      —No entender… ruso hablar…

      —¡Es que Su Majestad no entiende! —intervino el chantre desde su banco, aunque nadie le había pedido que explicara las palabras del extranjero.

      —¡No se haga el tonto! —dijo Iván en tono amenazador y sintió frío en el estómago—. Hace un rato usted hablaba un ruso perfecto. ¡Usted no es ni alemán ni profesor! ¡Es un asesino y un espía! ¡Sus documentos! —gritó Iván con furia.

      El misterioso profesor torció con desdén su boca, ya de por sí torcida, y se encogió de hombros.

      —¡Ciudadano! —intervino otra vez el repugnante chantre—. ¿Por qué está molestando al turista? ¡Ha de pagar caro por eso!

      Mientras tanto, el sospechoso profesor, con expresión arrogante, le dio la espalda a Iván y se alejó. Iván se desconcertó. Sofocado, se dirigió al chantre:

      —¡Ey, ciudadano, ayúdeme a detener a un delincuente! Es su deber hacerlo.

      El chantre se animó sobremanera, se levantó de un salto y empezó a gritar:

      —¿Quién es el delincuente? ¿Dónde está? ¿Un delincuente extranjero? —Sus ojitos bailaban de alegría—. ¿Aquel? Si es un delincuente, lo primero que hay que hacer es gritar: “¡Guardia!”. Si no, se va a ir. A ver, ¡gritemos juntos! ¡Vamos! —Y el chantre abrió el hocico.

      Iván, desconcertado, le hizo caso a aquel bromista y gritó, pero el otro no dijo nada: le había tomado el pelo.

      El grito ronco y solitario de Iván no trajo buenos resultados. Dos señoritas se apartaron de un salto y se oyó la palabra: “¡Borracho!”.

      —¿Ah, conque tú y él son cómplices? —gritó Iván, montando en cólera—. ¿Acaso te estás burlando de mí? ¡Déjame pasar!

      Iván se lanzó hacia la derecha, y el chantre también; Iván a la izquierda, ¡y el muy bribón también!

      —¿Te pones a propósito en mi camino? —gritó Iván con ferocidad—. ¡A ti también te voy a entregar a la policía!

      Iván intentó agarrar al granuja por la manga, pero no pudo agarrar nada. Parecía como si la tierra se hubiera tragado al chantre.

      Iván lanzó un “¡ah!”, miró a lo lejos y vio al odioso desconocido, que ya estaba en la salida que daba al pasaje Patriarshi, y además no estaba solo. El más que sospechoso chantre lo había alcanzado. Pero eso no era todo: había un tercero en el grupo, que resultó ser un gato, surgido de no se sabe dónde. Era enorme como un puerco, negro como el hollín o como un grajo, y tenía unos bigotes desafiantes, como los de un militar de caballería. El trío avanzó hacia el pasaje Patriarshi. Por cierto, el gato marchaba sobre sus patas traseras.

      Iván se lanzó tras los maleantes y enseguida se dio cuenta de que iba a ser muy difícil alcanzarlos.

      El trío cruzó rápidamente el callejón y salió a la Spiridónovka. Por mucho que Iván apurara el paso, la distancia entre él y los perseguidos no se acortaba. Antes de que el poeta pudiera reaccionar, ya había atravesado la tranquila Spiridónovka y salido al bulevar Nikitski, donde su situación empeoró. Allí había una multitud: Iván tropezó con un peatón y recibió un insulto. Además, los maleantes decidieron aplicar el truco favorito de los bandidos y huir por separado.

      El chantre logró introducirse con gran ligereza en un autobús en marcha que volaba hacia la plaza Arbat. Tras perder a uno de los fugitivos, Iván concentró su atención en el gato; el extraño animal se acercó al estribo del tranvía


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