El maestro y Margarita. Mijaíl Bulgákov

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El maestro y Margarita - Mijaíl Bulgákov


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—gritó Pilatos, y con una mirada colérica siguió a la golondrina, que había vuelto al balcón—. ¡A mí! —volvió a gritar.

      Una vez que el secretario y la escolta regresaron a sus lugares, Pilatos anunció que ratificaba la sentencia de muerte del criminal Yeshúa Ha-Notzri emitida por el Pequeño Sanedrín. El secretario anotó lo dicho por Pilatos.

      Poco después, Marco Matarratas se encontraba ante el procurador. Este le encargó a Marco que entregara al criminal al jefe del servicio secreto y que le transmitiera la orden de aislar a Yeshúa Ha-Notzri de los demás condenados, como así también la prohibición bajo severo castigo de que cualquier soldado del servicio secreto hablara con Yeshúa o contestara a cualquiera de sus preguntas.

      Tras una seña de Marco, la escolta se cerró alrededor de Yeshúa y se lo llevaron del balcón.

      Luego, ante el procurador apareció un hombre atractivo, delgado y de barba rubia, con unas cabezas de león relucientes en el pecho, plumas de águila en su casco, broches dorados en el cinto de la espada, calzado de suela triple ceñido hasta la rodilla y una capa bordó sobre su hombro izquierdo. Era el legado que comandaba la legión. El procurador le consultó dónde se encontraba en esos momentos la cohorte de Sebaste. El legado informó que la cohorte había cercado la plaza frente al hipódromo, donde se iba a anunciar al pueblo la sentencia de los criminales.

      Entonces el procurador dispuso que el legado separara dos centurias de la cohorte romana. Una de ellas, bajo el mando de Matarratas, debía escoltar a los criminales, a los verdugos y los carros con los elementos para la ejecución en su marcha hacia el monte Calvario y, una vez allí, subir hasta el cerco de arriba. La otra centuria debía ser inmediatamente enviada al monte Calvario para comenzar a formar el cerco. Con el mismo propósito de asegurar el monte, el procurador pidió al legado mandar allí un regimiento de caballería de refuerzo: el ala siria.

      Cuando el legado abandonó el balcón, el procurador ordenó al secretario que invitara al palacio al presidente del Sanedrín con dos de sus miembros y al jefe de servicio del templo de Yerushalaim; además, agregó la petición de organizar todo de tal manera que, antes del encuentro con toda esa gente, tuviera tiempo para hablar a solas con el presidente.

      Las órdenes del procurador fueron cumplidas con rapidez y precisión, y el sol, que por esos días abrasaba Yerushalaim con una furia extraordinaria, no había alcanzado su punto más alto, cuando en la terraza superior del jardín, entre dos leones de mármol blanco que custodiaban la escalera, se encontraron el procurador y el que desempeñaba las tareas de presidente del Sanedrín: el sumo sacerdote de Judea, Yosef Kayafa.

      En el jardín reinaba el silencio. Pero al salir de la columnata a la plataforma superior desbordante de sol, con sus palmeras sobre monstruosas patas de elefante, todo Yerushalaim, tan odiado por el procurador, se desplegó ante él: sus puentes colgantes, torres y, lo más importante, la indescriptible mole de mármol con doradas escamas de dragón en lugar de techo: el templo de Yerushalaim. El procurador captó con su agudo oído, abajo y a lo lejos, allí donde el muro de piedra separaba las terrazas inferiores del jardín de la plaza de la ciudad, un murmullo bajo, por encima del cual se elevaban a veces unos débiles gemidos o gritos.

      El procurador comprendió que allí, en la plaza, ya se había reunido la inmensa multitud de ciudadanos, alborotados por los recientes disturbios, que esa multitud esperaba ansiosa la sentencia, y que en medio de ella gritaban inquietos los vendedores de agua.

      El procurador comenzó invitando al sumo sacerdote al balcón, para resguardarse del despiadado calor, pero Kayafa se disculpó con cortesía y explicó que no podía hacerlo. Pilatos cubrió con la capucha su cabeza de incipiente calvicie y comenzó a hablar. La conversación era en griego.

      Pilatos dijo que había estudiado el caso de Yeshúa Ha-Notzri y que ratificaba la sentencia de muerte.

      De este modo, cuatro delincuentes están condenados para ser ejecutados el día de hoy: Dimas, Gestas, Bar-rabán y, además, este Yeshúa Ha-Notzri. Los primeros dos, que se propusieron sublevar al pueblo contra el César, fueron apresados por el poder romano y están bajo la jurisdicción del procurador; por lo tanto, no son asunto de discusión. Los últimos, Bar-rabán y Ha-Notzri, fueron apresados por las fuerzas locales y juzgados por el Sanedrín. Según la ley y la costumbre, habrá que dejar en libertad a uno de esos dos en honor a la gran festividad de Pascua, que empieza hoy. Entonces, el procurador desea saber a cuál de los dos criminales se propone liberar el Sanedrín, si a Bar-rabán o a Ha-Notzri.

      Kayafa inclinó la cabeza en señal de haber comprendido la pregunta y contestó:

      —El Sanedrín solicita liberar a Bar-rabán.

      El procurador sabía muy bien que esa sería exactamente la respuesta del sumo sacerdote, pero su tarea consistía en aparentar que esa respuesta le suscitaba asombro.

      Pilatos lo hizo con gran arte. Las cejas se alzaron en su soberbio rostro; el procurador, con asombro, miró al sumo sacerdote directo a los ojos.

      —Confieso que su respuesta me sorprende —dijo con suavidad el procurador—. Me temo que hay aquí un malentendido.

      Pilatos se explicó: el poder romano no atenta en absoluto contra los derechos del poder sacerdotal local, como el sumo sacerdote sabe muy bien, pero en este caso hay un evidente error. Y el poder romano, por supuesto, está interesado en remendarlo.

      En verdad, los crímenes de Bar-rabán y Ha-Notzri son absolutamente incomparables por su gravedad. Si el segundo, un loco a todas luces, es culpable de decir ridiculeces que confunden a la gente de Yerushalaim y de algunos otros lugares, los crímenes del primero son mucho más graves. No sólo se permitió incitaciones directas al motín, sino que también asesinó a un guardia mientras intentaban apresarlo. Bar-rabán es mucho más peligroso que Ha-Notzri.

      En virtud de lo expuesto, el procurador le pide al sumo sacerdote rever la sentencia y dejar en libertad al menos nocivo de los dos condenados, que sin duda es Ha-Notzri.

      Kayafa clavó sus ojos en los de Pilatos y dijo en voz queda, pero firme, que el Sanedrín había estudiado en detalle el caso y que comunicaba por segunda vez la decisión de liberar a Bar-rabán.

      —¿Cómo? ¿Incluso después de mi petición, petición de quien representa el poder de Roma? Sumo sacerdote, repítelo por tercera vez.

      —Por tercera vez anunciamos que dejamos en libertad a Bar-rabán —dijo Kayafa en voz baja.

      Todo estaba terminado, ya no había nada más que hablar. Ha-Notzri se iba para siempre y ya no habría nadie que pudiese curar los terribles, malditos dolores del procurador; no tenía más remedio que la muerte. Pero no fue esta la idea que lo conmovió. Fue aquella misma angustia inexplicable que ya había sentido en el balcón y que ahora atravesaba todo su ser. Trató enseguida de hallarle una explicación, pero aquello resultó extraño: de manera difusa, le pareció que no había terminado de hablar con el condenado, o que tal vez le había faltado escuchar algo más.

      Pilatos desechó esta idea, que desapareció tan rauda como había venido. Desapareció, y su angustia quedó sin explicar, pues tampoco podía hacerlo otra idea más breve que relampagueó como un rayo: “La inmortalidad… Ha llegado la inmortalidad…”. ¿La inmortalidad de quién? Eso era lo que no comprendía el procurador, pero la idea de la misteriosa inmortalidad le produjo escalofríos bajo el sol abrasador.

      —Está bien —dijo Pilatos—, que así sea.

      Entonces miró alrededor, abarcando con la mirada el mundo que se ofrecía a sus ojos, y se sorprendió del cambio que se había operado en él. Había desaparecido el arbusto cargado de rosas, los cipreses que bordeaban la terraza superior, el árbol de granate, la estatua blanca rodeada de verdor y hasta el verdor mismo. En su lugar, flotaba una especie de masa purpúrea con algas que oscilaban y se movían hacia alguna parte y, junto con ellas, el mismo Pilatos. Ahora lo arrastraba, ahogándolo y abrasándolo, la ira más terrible: la de la impotencia.

      —Me falta el aire —exclamó Pilatos—. ¡Me falta el aire!

      Con


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