El maestro y Margarita. Mijaíl Bulgákov

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El maestro y Margarita - Mijaíl Bulgákov


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Bezdomni: vocablo ruso que significa “sin hogar”. [N. de la T.]

      3 Narzán: agua mineral del valle Narzán, región del Cáucaso. [N. de la T.]

      4 Archipiélago de Solovkí, ubicado en el mar Blanco. Históricamente fue un lugar religioso, famoso por su gran monasterio. Luego, con el ascenso del poder soviético, fue convertido en lugar de destierro para prisioneros políticos, donde estaban obligados a realizar trabajos forzados. [N. de la T.]

      5 Nasha Marka: marca nacional de cigarrillos cuyo nombre se traduce como “nuestra marca”. [N. de la T.]

      6 Komsomolka: miembro del Komsomol, organización juvenil del Partido Comunista de la Unión Soviética, creada el 29 de octubre de 1918. [N. de la T.]

      7 Ánnushka: forma afectiva de Anna. [N. de la T.]

      8 Misha: forma diminutiva de Mijaíl. [N. de la T.]

      9 Se trata de una “W” alemana, es decir, debe pronunciarse como “V”. [N. de la T.]

      Capítulo 2

      Poncio Pilatos

      Con un manto blanco forrado de rojo sangre, arrastrando los pies con esa manera de caminar propia de los jinetes, una temprana mañana del día catorce del mes primaveral de Nisán, en la columnata cubierta entre ambas alas del palacio de Herodes el Grande, apareció el procurador de Judea, Poncio Pilatos.

      El procurador odiaba el aroma del aceite de rosas más que nada en el mundo y hoy todo anunciaba un mal día, porque ese aroma empezó a perseguirlo desde el amanecer. Le parecía que los cipreses y las palmeras del jardín emanaban ese olor; que el olor del cuero y de la escolta se mezclaba con el maldito efluvio rosado. Por la glorieta superior del jardín llegaba a la columnata una leve humareda, que procedía de las alas posteriores del palacio, donde se había instalado la primera cohorte de la Duodécima Legión Fulminante, que había llegado a Yerushalaim junto con el procurador. El humo amargo, que indicaba que los cocineros de las centurias habían comenzado a preparar el almuerzo, se mezclaba con el mismo grasiento olor rosado. ¡Oh, dioses, dioses!, ¿por qué me castigan?

      “¡Sí, no hay dudas! Es ella, otra vez ella, la invencible hemicránea, esa terrible enfermedad que hace doler la mitad de la cabeza… No hay remedio contra ella, no hay salvación. Intentaré no mover la cabeza.”

      En el piso de mosaicos, junto a la fuente, ya estaba preparado el sillón, y el procurador, sin mirar a nadie, tomó asiento y extendió su mano hacia el costado.

      El secretario introdujo respetuosamente en esa mano un trozo de pergamino. Sin poder contener una mueca de dolor, el procurador echó una rápida ojeada sobre lo escrito, devolvió el pergamino al secretario y pronunció con dificultad:

      —¿El acusado es de Galilea? ¿Han enviado el asunto al tetrarca?

      —Sí, procurador —contestó el secretario.

      —¿Y qué ha dicho?

      —Se ha negado a emitir el veredicto del caso y ha derivado la sentencia de muerte del Sanedrín para su confirmación —explicó el secretario.

      Al procurador le tembló la mejilla y dijo en voz baja:

      —Traigan al acusado.

      Inmediatamente, dos legionarios condujeron a un hombre de unos veintisiete años desde la glorieta del jardín hasta el balcón bajo las columnas y lo colocaron ante el sillón del procurador. El hombre vestía una gastada túnica azul. Una venda blanca, ajustada con una cinta de cuero alrededor de la frente, cubría su cabeza, y sus manos estaban atadas a la espalda. El hombre tenía un gran moretón debajo del ojo izquierdo y en el ángulo de la boca una herida con la sangre ya seca. Miraba al procurador con una inquieta curiosidad.

      Este se quedó callado y luego, en voz baja, le preguntó en arameo:

      —¿Así que tú incitaste al pueblo a que destruyera el templo de Yerushalaim?

      El procurador, mientras tanto, estaba duro como una piedra; sólo sus labios se movían apenas al pronunciar las palabras. El procurador estaba como una piedra porque temía hacer un movimiento con la cabeza, abrasada por un dolor infernal.

      El hombre de las manos atadas se inclinó un poco hacia adelante y comenzó a hablar:

      —¡Buen hombre! Créeme…

      Pero el procurador, que seguía sin moverse y sin levantar en absoluto la voz, enseguida lo interrumpió:

      —¿Es a mí a quien llamas “buen hombre”? Te equivocas. En Yerushalaim todos susurran que soy un monstruo sanguinario, y eso es absolutamente cierto —y agregó con la misma voz monótona—: Tráiganme al centurión Matarratas.

      Todos sintieron como si en el balcón hubiera oscurecido de pronto cuando se presentó ante el procurador el centurión Marco, apodado Matarratas, quien comandaba una centuria especial.

      Matarratas le llevaba una cabeza al más alto de los soldados de la legión y era tan ancho de hombros que tapaba por completo el sol, que aún estaba bajo.

      El procurador se dirigió al centurión en latín:

      —El criminal me ha llamado “buen hombre”. Llévatelo de aquí un momento y explícale cómo hay que hablar conmigo. Pero sin desfigurarlo.

      Y todos, excepto el procurador, que seguía inmóvil, siguieron con la mirada a Marco Matarratas, quien le hizo un ademán al arrestado, indicándole que lo siguiera.

      Dondequiera que apareciera, Matarratas siempre atraía todas las miradas a causa de su estatura; y aquellos que lo veían por primera vez eran atraídos también por su rostro desfigurado: su nariz había sido destrozada por una maza germánica.

      Las pesadas botas de Marco retumbaron por los mosaicos y el maniatado lo siguió sin hacer ruido. Un completo silencio se instaló en la columnata y se oía cómo arrullaban las palomas en la glorieta del jardín junto al balcón y cómo sonaba el agua en la fuente con una agradable y compleja melodía.

      El procurador sintió deseos de levantarse, exponer la sien bajo el chorro y quedarse así. Pero sabía que ni siquiera eso lo ayudaría.

      Luego de conducir al prisionero fuera de la columnata, hasta el jardín, Matarratas le quitó el látigo de las manos a un legionario parado al pie de una estatua de bronce y, sin elevarlo a una gran altura, le dio un golpe en los hombros. El movimiento del centurión fue descuidado y ligero, pero el maniatado inmediatamente cayó derribado al suelo, como si le hubieran cortado las piernas; se ahogó con el aire, el color desapareció de su rostro y sus ojos perdieron el sentido. Con un ligero movimiento de su mano izquierda, Marco levantó por los aires al caído como si fuera un saco vacío, lo puso de pie y le habló con voz gangosa, pronunciando mal las palabras arameas:

      —Al procurador romano se lo llama “hegémono”. No pronunciar otras palabras. Estarse firme. ¿Me has entendido o te golpeo?

      El prisionero se tambaleó, pero logró dominarse; le volvió el color y, luego de tomar aire, contestó con voz ronca:

      —Te he entendido. No me golpees.

      Luego de un minuto estaba de nuevo frente al procurador.

      Sonó una voz opaca, enferma:

      —¿Nombre?

      —¿El mío? —contestó rápidamente el prisionero, expresando con todo su ser la predisposición para responder con


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