El maestro y Margarita. Mijaíl Bulgákov

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El maestro y Margarita - Mijaíl Bulgákov


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tarde, hacia el anochecer. El paseo te sería de gran provecho y yo con gusto te haría compañía. Tengo un par de ideas nuevas en la cabeza; creo que podrían resultarte interesantes. Me daría mucho gusto compartirlas contigo, sobre todo porque me das la impresión de ser un hombre muy inteligente.

      El secretario se puso pálido como la muerte y dejó caer el rollo de pergamino al piso.

      —El problema es —continuaba el maniatado, dado que nadie lo interrumpía— que estás demasiado encerrado en ti mismo y has perdido por completo la fe en la gente. Porque estarás de acuerdo en que no se puede depositar todo el cariño en un perro. Tu vida es pobre, hegémono —Y aquí el que hablaba se permitió una sonrisa.

      El secretario ahora pensaba en una sola cosa: si dar crédito o no a sus propios oídos. No quedaba más remedio que creerles. Entonces trató de imaginarse qué forma rebuscada y concreta adquiriría la ira del impulsivo procurador ante el inaudito descaro del prisionero. El secretario no pudo imaginársela, aunque conocía bien al procurador.

      Entonces sonó la voz entrecortada, algo ronca de este, que dijo en latín:

      —Desátenle las manos.

      Uno de los legionarios de la escolta dio un golpe con su lanza, se la entregó a otro, se acercó y le quitó las cuerdas al detenido. El secretario levantó el rollo, decidido a no tomar nota por el momento y a no sorprenderse de nada.

      —Confiésalo —preguntó Pilatos, en griego y en voz baja—, ¿eres un gran médico?

      —No, procurador, no soy médico —contestó el detenido, frotándose con placer las muñecas inflamadas y enrojecidas.

      Con dureza y de soslayo, Pilatos perforaba con los ojos al detenido, y esos ojos ya no eran turbios, sino que habían recobrado sus famosas chispas.

      —No te lo he preguntado —dijo Pilatos—, ¿tal vez sepas también latín?

      —Sí, sé —contestó el detenido.

      Las mejillas amarillentas de Pilatos se cubrieron de color y preguntó en latín:

      —¿Cómo has sabido que quería llamar al perro?

      —Es muy simple —contestó el detenido en latín—: movías tu mano en el aire —el detenido repitió el gesto de Pilatos— como si quisieras acariciar, y tus labios…

      —Sí —dijo Pilatos.

      Se quedaron callados, y luego Pilatos hizo una pregunta en griego:

      —Entonces, ¿eres médico?

      —No, no —contestó con vivacidad el detenido—, créeme, no soy médico.

      —De acuerdo. Si quieres conservarlo en secreto, hazlo. Eso no tiene una relación directa con el caso. ¿Entonces tú afirmas que no incitabas a derribar… o quemar, o destruir de cualquier otra forma el templo?

      —Repito, hegémono, que no he incitado a nadie a semejantes actos. ¿Acaso parezco idiota?

      —Oh, no, tú no pareces idiota —respondió en voz baja el procurador, y esbozó una sonrisa tenebrosa—. Entonces jura que eso no pasó.

      —¿Por qué quieres que jure? —preguntó con animación el recién desatado.

      —Bueno, aunque más no sea por tu vida —respondió el procurador—. Es el momento justo de jurar por ella, dado que pende de un hilo, ¡sábelo!

      —¿No pensarás que eres tú quien la tiene suspendida, hegémono? —preguntó el detenido—. Si es así, estás muy equivocado.

      Pilatos se estremeció y contestó entre dientes:

      —Yo puedo cortar ese hilo.

      —En eso también te equivocas —objetó el prisionero con una sonrisa luminosa y cubriéndose con la mano del sol—. Estarás de acuerdo en que sólo puede cortar el hilo quien lo ha suspendido.

      —Vaya, vaya —dijo Pilatos sonriendo—, ahora ya no dudo de que los ociosos mirones de Yerushalaim te han seguido a todas partes. No sé quién te habrá dado esa lengua, pero sí que sabes usarla. Por cierto, dime, ¿es verdad que entraste a Yerushalaim por la Puerta de Susa, montando un burro y acompañado por una multitud de la plebe, que te aclamaba como a un profeta? —Aquí el procurador señaló el rollo de pergamino.

      El detenido miró desconcertado al procurador.

      —Yo ni siquiera tengo un burro, hegémono —dijo—. Es cierto que entré a Yerushalaim por la Puerta de Susa, pero caminando, acompañado solamente por Leví Mateo, y nadie me gritaba nada, dado que entonces nadie me conocía en Yerushalaim.

      —¿No conoces a estos hombres —continuó Pilatos, sin quitarle los ojos de encima al detenido—: a un tal Dimas, a otro, Gestas, y a un tercero, Bar-rabán?

      —No conozco a esos buenos hombres.

      —¿De verdad?

      —De verdad.

      —Y ahora dime, ¿qué es esto de usar todo el tiempo las palabras “buenas personas”? ¿Acaso llamas así a todos?

      —A todos —contestó el detenido—; no hay personas malas en el mundo.

      —Es la primera vez que oigo eso —dijo Pilatos con una sonrisa maliciosa—, ¡pero tal vez yo sepa poco de la vida!… Puede no anotar lo que sigue —Se dirigió al secretario, quien de todos modos ya no escribía, y continuó hablando al detenido—: ¿Lo has leído en algún libro griego?

      —No, llegué a eso por mi propio raciocinio.

      —¿Y eso es lo que predicas?

      —Sí.

      —Y, por ejemplo, el centurión Marco, a quien han apodado Matarratas, ¿es bueno?

      —Sí —contestó el detenido—, aunque, a decir verdad, es un hombre desdichado. Desde que otros buenos hombres lo lastimaron, se ha vuelto duro y cruel. Sería interesante saber quién lo ha desfigurado.

      —Yo te lo puedo decir con mucho gusto —replicó Pilatos— porque fui testigo de ello. Los buenos hombres se le tiraron encima como perros sobre un oso. Los germanos se le prendieron del cuello, de los brazos, de las piernas. Un manípulo de infantería quedó rodeado, y si desde la falange no hubiera irrumpido la caballería, que por cierto comandaba yo, tú, filósofo, no habrías tenido la ocasión de hablar con Matarratas. Eso fue durante la batalla del río Weser, en el valle de las Vírgenes.

      —Si pudiera hablar con él —dijo de pronto el preso con aire soñador—, estoy seguro de que cambiaría por completo.

      —Supongo —replicó Pilatos— que le causaría muy poca gracia al legado de la legión que te propusieras hablar con alguno de sus oficiales o soldados. Por lo demás, eso no ocurrirá, para dicha de todos, y yo seré el primero en encargarse de ello.

      En ese momento, una golondrina irrumpió en la columnata, trazó un círculo bajo el techo dorado, descendió y casi alcanzó a rozar con su ala puntiaguda el rostro de una estatua de cobre situada en un nicho; luego se ocultó tras el capitel de una columna. Puede que se le hubiera ocurrido hacer su nido allí.

      Durante su vuelo, la cabeza del procurador, ahora clara y ligera, había dado con una formulación, que decía así: “El hegémono ha estudiado el caso del filósofo errante Yeshúa, apodado Ha-Notzri, y no ha encontrado en él delito alguno. Incluso no halló ni la más mínima conexión entre las acciones de Yeshúa y los disturbios ocurridos recientemente en Yerushalaim. El filósofo errante ha resultado ser un enfermo mental. Como consecuencia de esto, el procurador no ratifica la sentencia de muerte de Ha-Notzri, emitida por el Pequeño Sanedrín. Pero teniendo en cuenta que los discursos dementes y utópicos de Ha-Notzri pueden ser motivo de disturbios en Yerushalaim, el procurador expulsa a Yeshúa de Yerushalaim y lo recluye en la Cesarea de Estratón, en el mar Mediterráneo, es decir, en el mismo lugar donde tiene su residencia el procurador”.

      Sólo


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