El maestro y Margarita. Mijaíl Bulgákov

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El maestro y Margarita - Mijaíl Bulgákov


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en la Brónnaia se me caiga un ladrillo en la cabeza…

      —Un ladrillo —lo interrumpió el desconocido de forma imponente— nunca se cae en la cabeza de nadie porque sí. Y a usted en particular eso no lo amenaza. Usted morirá de otro modo.

      —¿Tal vez usted sepa cómo exactamente? —inquirió Berlioz con una ironía muy natural, viéndose arrastrado a conversación por demás ridícula—. ¿Y sea tan amable de decírmelo?

      —Con mucho gusto —respondió el desconocido. Midió a Berlioz con los ojos, como si se dispusiera a confeccionarle un traje, susurró entre dientes algo así como “uno…, dos… Mercurio en la segunda casa…, la luna se fue…, seis…, desgracia…, noche…, siete…”, y declaró fuerte y con alegría—: ¡A usted le cortarán la cabeza!

      Bezdomni clavó una mirada salvaje y rabiosa en el descarado extranjero, mientras Berlioz, esbozando una sonrisa mordaz, preguntó:

      —¿Quiénes? ¿Los enemigos? ¿Los intervencionistas?

      —Hum… —gruñó Berlioz, irritado por la bromita del desconocido—, discúlpeme, pero eso es poco probable.

      —Le pido que usted también me disculpe —contestó el extranjero—, pero es así. Por cierto, quisiera hacerle una pregunta: ¿qué va a hacer esta noche, si no es un secreto?

      —No es ningún secreto. Ahora paso por mi casa en la Sadóvaia y luego, a las diez, habrá una reunión en el massolit, que voy a presidir.

      —No, eso no podrá ser de ninguna manera —objetó con firmeza el extranjero.

      —¿Y eso por qué?

      En ese momento, como es de imaginar, bajo los tilos se instaló el silencio.

      —Disculpe —dijo Berlioz luego de una pausa, mirando al extranjero que no dejaba de decir disparates—, ¿qué tiene que ver aquí el aceite… y cuál Ánnushka?

      —El aceite tiene que ver con esto —dijo Bezdomni con brusquedad, por lo visto decidido a declararle la guerra al indeseado interlocutor—: ¿nunca le ha tocado estar, ciudadano, en una clínica para enfermos mentales?

      —¡Iván!… —exclamó Mijaíl Aleksándrovich en voz baja.

      Pero el extranjero no se ofendió en lo más mínimo y lanzó una alegre risotada.

      —¡Claro que lo estuve, y en más de una oportunidad! —gritó entre risas, pero sin apartar del poeta su ojo nada sonriente—. ¡Dónde no he estado! Lástima que no se me ocurrió preguntarle al doctor qué es la esquizofrenia. Así que pregúntele usted mismo, Iván Nikoláievich.

      —¿Cómo supo mi nombre?

      —Pero, Iván Nikoláievich, ¿quién no lo conoce? —El extranjero sacó del bolsillo un número de La Gaceta Literaria fechado el día anterior, e Iván Nikoláievich vio en la tapa su propia imagen y, debajo, sus propios versos. Pero esa muestra de gloria y popularidad, que tanto lo había alegrado el día anterior, esta vez no lo alegró en absoluto.

      —Le pido disculpas —dijo, y su cara se ensombreció—, ¿puede usted esperar un minuto? Quiero decirle unas palabras a mi camarada.

      —¡Oh, será un placer! —exclamó el desconocido—. Se está tan bien aquí bajo los tilos… Además, no estoy apurado.

      —¿Tú crees? —susurró Berlioz alarmado, mientras que por dentro pensó: “¡Tiene razón!”.

      —Créeme —le dijo el poeta al oído con voz ronca—, este se hace el tonto para obtener información. ¿Has escuchado cómo habla ruso? —El poeta hablaba y miraba de soslayo al extranjero, vigilando que no se escapara—. Vamos, detengámoslo, o se nos va a ir.

      Y el poeta tiró del brazo a Berlioz, conduciéndolo hacia el banco.

      El desconocido ya no estaba sentado, sino parado junto al banco, sosteniendo en la mano un librito encuadernado en color gris oscuro, un grueso sobre de papel de buena calidad y una tarjeta personal.

      —Disculpen, pero en el ardor de nuestra discusión olvidé presentarme. Aquí está mi tarjeta, mi pasaporte y la invitación para venir a Moscú para una consulta —dijo con seriedad, mirando con perspicacia a ambos literatos.

      —Mucho gusto —balbuceó confuso el editor, mientras el extranjero guardaba sus documentos en el bolsillo.

      De este modo, la relación fue restablecida y los tres volvieron a sentarse en el banco.

      —¿Usted fue invitado aquí en calidad de consultor? —preguntó Berlioz.

      —Sí, como consultor.

      —¿Es usted alemán? —inquirió Bezdomni.

      —¿Yo? —preguntó el profesor, y de pronto quedó pensativo—. Sí, puede que sea alemán…

      —Habla muy bien el ruso —señaló Bezdomni.

      —Oh, en realidad soy políglota y conozco una gran cantidad de idiomas —respondió el profesor.

      —¿Y cuál es su especialidad? —preguntó Berlioz.

      —Soy especialista en magia negra.

      “¡Chúpate esa!”, retumbó en la cabeza de Mijaíl Aleksándrovich.

      —¿Y… y fue invitado aquí por ese motivo? —preguntó con un ligero tartamudeo.

      —Sí, por ese motivo —confirmó el profesor y aclaró—: Aquí en la biblioteca nacional fueron encontrados unos manuscritos auténticos del nigromante Gerberto de Aurillac, del siglo x, y me pidieron descifrarlos. Soy el único especialista en el mundo.

      —¡Ah! ¿Es usted historiador? —preguntó Berlioz con gran alivio y respeto.

      —Soy historiador —confirmó el erudito, y agregó sin venir a cuento—: ¡Hoy en los Patriarshie habrá una historia interesante!

      Y otra vez se sorprendieron el editor y el poeta; el profesor hizo un ademán para que se acercaran. Cuando se inclinaron hacia él, susurró:

      —Tengan en cuenta que Jesús existió.

      —Vea, profesor —replicó Berlioz con una sonrisa forzada—, nosotros respetamos su gran conocimiento, pero en esa cuestión sostenemos otro punto de vista.

      —¡No hace falta ningún punto de vista! —repuso el extraño profesor—. Simplemente existió, y eso es todo.

      —Pero se necesita algún tipo de prueba… —comenzó Berlioz.

      —Tampoco se necesitan pruebas —respondió el profesor, y comenzó a hablar en voz baja; asimismo, su acento extranjero, no se sabe por qué, desapareció—: Es muy sencillo: con un manto blanco…

      1 massolit: sigla que puede significar massovaia


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