La Galatea. Miguel de Cervantes

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La Galatea - Miguel de Cervantes


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cuán poco momento eran las razones de Elicio para escurecer la verdad tan clara que él a su parecer sustentaba. Mas el padre de Galatea, que Aurelio el Venerable se llamaba, le dijo: —No te fatigues por agora, discreto Lenio, en querernos mostrar en tu canto lo que en tu corazón sientes, que el camino de aquí al aldea es breve, y me parece que es menester más tiempo del que piensas para defenderte de los muchos que tienen tu contrario parescer. Guarda tus razones para lugar más oportuno, que algún día te juntarás tú y Elicio con otros pastores en la fuente de las Pizarras o arroyo de las Palmas, donde con más comodidad y sosiego podáis argüir y aclarar vuestras diferentes opiniones. —La que Elicio tiene es opinión —respondió Lenio—, que la mía no es sino sciencia averiguada, la cual en breve o en largo tiempo, por traer ella consigo la verdad, me obligo a sustentarla; pero no faltará tiempo, como dices, más aparejado para este efecto. —Ese procuraré yo —respondió Elicio—, porque me pesa que tan subido ingenio como el tuyo, amigo Lenio, le falte quien le pueda requintar y subir de punto, como es el limpio y verdadero amor, de quien te muestras tan enemigo. —Engañado estás, ¡oh Elicio! —replicó Lenio—, si piensas con afeitadas y sofísticas palabras hacerme mudar de lo que no me tendría por hombre si me mudase. —Tan malo es —dijo Elicio— ser pertinaz en el mal, como bueno perseverar en el bien, y siempre he oído decir a mis mayores que de sabios es mudar consejo. —No niego yo eso —respondió Lenio—, cuando yo entendiese que mi parecer no es justo, pero en tanto que la esperiencia y la razón no me mostraren el contrario de lo que hasta aquí me han mostrado, yo creo que mi opinión es tan verdadera cuanto la tuya falsa. —Si se castigasen los herejes de amor —dijo a esta sazón Erastro—, desde agora comenzara yo, amigo Lenio, a cortar leña con que te abrasaran, por el mayor hereje y enemigo que el amor tiene. —Y aun si yo no viera otra cosa del amor sino que tú, Erastro, le sigues, y eres del bando de los enamorados —respondió Lenio—, sola ella me bastara a renegar dél con cien mil lenguas, si cien mil lenguas tuviera. —Pues, ¿parécete, Lenio —replicó Erastro—, que no soy bueno para enamorado? —Antes me parece —respondió Lenio— que los que fueren de tu condición y entendimiento son proprios para ser ministros suyos; porque quien es cojo, con el más mínimo traspié da de ojos; y el que tiene poco discurso, poco ha menester para que le pierda del todo. Y los que siguen la bandera deste vuestro valeroso capitán, yo tengo para mí que no son los más sabios del mundo, y si lo han sido, en el punto que se enamoraron dejaron de serlo. Grande fue el enojo que Erastro recibió de lo que Lenio le dijo, y así le respondió: —Paréceme, Lenio, que tus desvariadas razones merescen otro castigo que palabras, mas yo espero que algún día pagarás lo que agora has dicho, sin que te valga lo que en tu defensa dijeres. —Si yo entendiese de ti, Erastro —respondió Lenio—, que fueses tan valiente como enamorado, no dejarían de darme temor tus amenazas; mas, como sé que te quedas tan atrás en lo uno como vas adelante en lo otro, antes me causan risa que espanto. Aquí acabó de perder la paciencia Erastro, y si no fuera por Lisandro y por Elicio, que en medio se pusieron, él respondiera a Lenio con las manos, porque ya su lengua, turbada con la cólera, apenas podía usar su oficio. Grande fue el gusto que todos recibieron de la graciosa pendencia de los pastores, y más de la cólera y enojo que Erastro mostraba, que fue menester que el padre de Galatea hiciese las amistades de Lenio y suyas; aunque Erastro, si no fuera por no perder el respecto al padre de su señora, en ninguna manera las hiciera. Luego que la cuestión fue acabada, todos con regocijo se encaminaron al aldea; y, en tanto que llegaban, la hermosa Florisa, al son de la zampoña de Galatea, cantó este soneto: FLORISA Crezcan las simples ovejuelas mías en el cerrado bosque y verde prado, y el caluroso estío e invierno helado abunde en yerbas verdes y aguas frías. Pase en sueños las noches y los días, en lo que toca al pastoral estado, sin que de amor un mínimo cuidado sienta, ni sus ancianas niñerías. Éste mil bienes del amor pregona; aquél publica dél vanos cuidados; yo no sé si los dos andan perdidos, ni sabré al vencedor dar la corona: sé bien que son de amor los escogidos tan pocos, cuanto muchos los llamados. Breve se les hizo a los pastores el camino, engañados y entretenidos con la graciosa voz de Florisa, la cual no dejó el canto hasta que estuvieron bien cerca del aldea y de las cabañas de Elicio y Erastro, que con Lisandro se quedaron en ellas, despidiéndose primero del venerable Aurelio, de Galatea y Florisa, que con Teolinda al aldea se fueron, y los demás pastores cada cual adonde tenía su cabaña. Aquella mesma noche pidió el lastimado Lisandro licencia a Elicio para volverse a su tierra, o adonde pudiese, conforme a sus deseos, acabar lo poco que, a su parecer, le quedaba de vida. Elicio, con todas las razones que supo decirle y con infinitos ofrecimientos de verdadera amistad que le ofreció, jamás pudo acabar con él que en su compañía, siquiera algunos días, se quedase. Y así, el sin ventura pastor, abrazando a Elicio, con abundantes lágrimas y sospiros se despidió dél, prometiendo de avisarle de su estado donde quiera que estuviese. Y, habiéndole acompañado Elicio hasta media legua de su cabaña, le tornó a abrazar estrechamente; y, tornándose a hacer de nuevo nuevos ofrecimientos, se apartaron, quedando Elicio con harto pesar del que Lisandro llevaba. Y así, se volvió a su cabaña a pasar lo más de la noche en sus amorosas imaginaciones, y a esperar el venidero día para gozar el bien que de ver a Galatea se le causaba. La cual, después que llegó a su aldea, deseando saber el suceso de los amores de Teolinda, procuró hacer de manera que aquella noche estuviesen solas ella y Florisa y Teolinda; y, hallando la comodidad que deseaba, la enamorada pastora prosiguió su cuento, como se verá en el segundo libro.

      FIN DEL PRIMERO LIBRO DE GALATEA

       Segundo libro de Galatea

       Índice

       LIBRES ya y desembarazadas de lo que aquella noche con sus ganados habían de hacer, procuraron recogerse y apartarse con Teolinda en parte donde, sin ser de nadie impedidas, pudiesen oír lo que del suceso de sus amores les faltaba. Y así, se fueron a un pequeño jardín que estaba en casa de Galatea; y, sentándose las tres debajo de una verde y pomposa parra que entricadamente por unas redes de palos se entretejía, tornando a repetir Teolinda algunas palabras de lo que antes había dicho, prosiguió diciendo:

      —«Después de acabado nuestro baile y el canto de Artidoro —como ya os he dicho, bellas pastoras—, a todos nos pareció volvernos al aldea a hacer en el templo los solemnes sacrificios, y por parecernos asimesmo que la solemnidad de la fiesta daba en alguna manera licencia para [que], no teniendo cuenta tan a punto con el recogimiento, con más libertad nos holgásemos; y por esto, todos los pastores y pastoras, en montón confuso, alegre y regocijadamente al aldea nos volvimos, hablando cada uno con quien más gusto le daba. Ordenó, pues, la suerte y mi diligencia, y aun la solicitud de Artidoro, que sin mostrar artificio en ello, los dos nos apareamos, de manera que a nuestro salvo pudiéramos hablar en aquel camino más de lo que hablamos, si cada uno por sí no tuviera respecto a lo que a sí mesmo y al otro debía. En fin, yo, por sacarle a barrera —como decirse suele—, le dije: "Años se te harán, Artidoro, los días que en nuestra aldea estuvieres, pues debes de tener en la tuya cosas en que ocuparte que te deben de dar más gusto". "Todo el que yo puedo esperar en mi vida trocara yo —respondió Artidoro— porque fueran, no años, sino siglos, los días que aquí tengo de estar, pues, en acabándose, no espero tener otros que más contento me hagan". "¿Tanto es el que rescibes —respondí yo— en mirar nuestras fiestas?" "No nasce de ahí —respondió él—, sino de contemplar la hermosura de las pastoras desta vuestra aldea". "¡Es verdad —repliqué yo—, que deben de faltar hermosas zagalas en la tuya!". "Verdad es que allá no faltan —respondió él—, pero aquí sobran, de manera que una sola que yo he visto, basta para que, en su comparación, las de allá se tengan por feas". "Tu cortesía te hace decir eso, ¡oh Artidoro! —respondí yo—, porque bien sé que en este pueblo no hay ninguna que tanto se aventaje como dices". "Mejor sé yo ser verdad lo que digo —respondió él—, pues he visto la una y mirado las otras". "Quizá la miraste de lejos, y la distancia del lugar —dije yo— te hizo parecer otra cosa de lo que debe de ser". "De la mesma manera —respondió él— que a ti te veo y estoy mirando agora, la he mirado y visto a ella; y yo me holgaría de haberme engañado, si no conforma su condición con su hermosura". "No me pesara a mí ser la que dices, por el gusto que debe sentir la que se vee pregonada y tenida por hermosa". "Harto más


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