La Galatea. Miguel de Cervantes

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La Galatea - Miguel de Cervantes


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de en aquellas que para mi gusto entendí ser necesarias, aquella mesma mañana, abrazando mil veces la corteza donde las manos de mi Artidoro habían llegado, me partí de aquel lugar con intención de venir a estas riberas, donde sé que Artidoro tiene y hace su habitación, por ver si ha sido tan inconsiderado y cruel consigo que haya puesto en ejecución lo que en los últimos versos dejó escripto; que si así fuese, desde aquí os prometo, amigas mías, que no sea menor el deseo y presteza con que le siga en la muerte, que ha sido la voluntad con que le he amado en la vida. Mas, ¡ay de mí, y cómo creo que no hay sospecha que en mi daño sea que no salga verdadera!, pues ha ya nueve días que a estas frescas riberas he llegado, y en todos ellos no he sabido nuevas de lo que deseo; y quiera Dios que cuando las sepa, no sean las últimas que sospecho.» Veis aquí, discretas zagalas, el lamentable suceso de mi enamorada vida. Ya os he dicho quién soy y lo que busco; si algunas nuevas sabéis de mi contento, así la fortuna os conceda el mayor que deseáis, que no me las neguéis.

      Con tantas lágrimas acompañaba la enamorada pastora las palabras que decía, que bien tuviera corazón de acero quien dellas no se doliera. Galatea y Florisa, que naturalmente eran de condición piadosa, no pudieron detener las suyas, ni menos dejaron, con las más blandas y eficaces razones que pudieron, de consolarla, dándole por consejo que se estuviese algunos días en su compañía; quizá haría la fortuna que en ellos algunas nuevas de Artidoro supiese; pues no permitiría el cielo que, por tan estraño engaño, acabase un pastor tan discreto como ella le pintaba el curso de sus verdes años; y que podría ser que Artidoro, habiendo con el discurso del tiempo vuelto a mejor discurso y propósito su pensamiento, volviese a ver la deseada patria y dulces amigos; y que por esto, allí mejor que en otra parte podía tener esperanza de hallarle. Con estas y otras razones, la pastora, algo consolada, holgó de quedarse con ellas, agradeciéndoles la merced que le hacían y el deseo que mostraban de procurar su contento. A esta sazón, la serena noche, aguijando por el cielo el estrellado carro, daba señal que el nuevo día se acercaba; y las pastoras, con el deseo y necesidad de reposo, se levantaron y del fresco jardín a sus estancias se fueron. Mas, apenas el claro sol había con sus calientes rayos deshecho y consumido la cerrada niebla que en las frescas mañanas por el aire suele estenderse, cuando las tres pastoras, dejando los ociosos lechos, al usado ejercicio de apascentar su ganado se volvieron, con harto diferentes pensamientos Galatea y Florisa del que la hermosa Teolinda llevaba, la cual iba tan triste y pensativa que era maravilla. Y a esta causa, Galatea, por ver si podría en algo divertirla, le rogó que, puesta aparte un poco la melancolía, fuese servida de cantar algunos versos al son de la zampoña de Florisa. A esto respondió Teolinda:

      —Si la mucha causa que tengo de llorar, con la poca que de cantar tengo, entendiera que en algo se menguara, bien pudieras, hermosa Galatea, perdonarme porque no hiciera lo que me mandas; pero, por saber ya por experiencia que lo que mi lengua cantando pronuncia mi corazón llorando lo solemniza, haré lo que quieres, pues en ello, sin ir contra mi deseo, satisfaré el tuyo.

      Y luego la pastora Florisa tocó su zampoña, a cuyo son Teolinda cantó este soneto:

       TEOLINDA

       Índice

      Sabido he por mi mal adónde llega

       la cruda fuerza de un notorio engaño,

       y cómo amor procura, con mi daño,

       darme la vida qu’el temor me niega.

       Mi alma de las carnes se despega,

       siguiendo aquella que, por hado estraño,

       la tiene puesta en pena, en mal tamaño,

       qu’el bien la turba y el dolor sosiega.

       Si vivo, vivo en fe de la esperanza,

       que, aunque es pequeña y débil, se sustenta

       siendo a la fuerza de mi amor asida.

       ¡Oh firme comenzar, frágil mudanza,

       amarga suma de una dulce cuenta,

       cómo acabáis por términos la vida!

      No había bien acabado de cantar Teolinda el soneto que habéis oído, cuando las tres pastoras sintieron a su mano derecha, por la ladera de un fresco valle, el son de una zampoña, cuya suavidad era de suerte que todas se suspendieron y pararon, para con más atención gozar de la suave armonía. Y de allí a poco oyeron que al son de la zampoña el de un pequeño rabel se acordaba, con tanta gracia y destreza que las dos pastoras Galatea y Florisa estaban suspensas, imaginando qué pastores podrían ser los que tan acordadamente sonaban, porque bien vieron que ninguno de los que ellas conocían, si Elicio no, era en la música tan diestro. A esta sazón, dijo Teolinda:

      —Si los oídos no me engañan, hermosas pastoras, yo creo que tenéis hoy en vuestras riberas a los dos nombrados y famosos pastores Tirsi y Damón, naturales de mi patria; a lo menos Tirsi, que en la famosa Compluto, villa fundada en las riberas de nuestro Henares, fue nacido. Y Damón, su íntimo y perfecto amigo, si no estoy mal informada, de las montañas de León trae su origen, y en la nombrada Mantua Carpentanea fue criado: tan aventajados los dos en todo género de discreción, sciencia y loables ejercicios, que no sólo en el circuito de nuestra comarca son conocidos, pero por todo el de la tierra conocidos y estimados. Y no penséis, pastoras, que el ingenio destos dos pastores sólo se estiende en saber lo que al pastoral estado se conviene, porque pasa tan adelante que lo escondido del cielo y lo no sabido de la tierra, por términos y modos concertados, enseñan y disputan. Y estoy confusa en pensar qué causa les habrá movido a dejar Tirsi su dulce y querida Fili, y Damón su hermosa y honesta Amarili: Fili de Tirsi, Amarili de Damón, tan amadas, que no hay en nuestra aldea, ni en los contornos della, persona, ni en la campaña, bosque, prado, fuente o río, que de sus encendidos y honestos amores no tengan entera noticia.

      —Deja por agora, Teolinda —dijo Florisa—, de alabarnos estos pastores, que más nos importa escuchar lo que vienen cantando, pues no menor gracia me parece que tienen en la voz que en la música de los instrumentos.

      —Pues ¿qué diréis —replicó Teolinda— cuando veáis que a todo eso sobrepuja la excelencia de su poesía, la cual es de manera que al uno ya le ha dado renombre de «divino» y al otro de «más que humano»?

      Estando en estas razones las pastoras, vieron que por la ladera del valle por donde ellas mesmas iban, se descubrían dos pastores de gallarda dispusición y estremado brío, de poca más edad el uno que el otro; tan bien vestidos, aunque pastorilmente, que más parescían en su talle y apostura bizarros cortesanos que serranos ganaderos. Traía cada uno un bien tallado pellico de blanca y finísima lana, guarnecidos de leonado y pardo, colores a quien más sus pastoras eran aficionadas; pendían de sus hombros sendos zurrones, no menos vistosos y adornados que los pellicos; venían de verde laurel y fresca yerba coronados, con los retorcidos cayados debajo del brazo puestos. No traían compañía alguna, y tan embebecidos en su música venían, que estuvieron gran espacio sin ver a las pastoras, que por la mesma ladera iban caminando, no poco admiradas del gentil donaire y gracia de los pastores; los cuales, con concertadas voces, comenzando el uno y replicando el otro, esto que se sigue cantaban:

       DAMÓN TIRSI

       Índice

      DAMÓN

       Tirsi, qu’el solitario cuerpo alejas,

       con atrevido paso, aunque forzoso,

       de aquella luz con quien el alma dejas:

       ¿cómo en son no te dueles doloroso,

       pues hay tanta razón para quejarte

       del fiero turbador de tu reposo?

       TIRSI

       Damón, si el cuerpo miserable parte

       sin la mitad del alma en la partida,

      


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