La Galatea. Miguel de Cervantes

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La Galatea - Miguel de Cervantes


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es tanta, que no da muestras de querer ni de aborrecer a Elicio. Y así, debe de andar el desdichado subjeto a mil contrarios accidentes, esperando en el tiempo y la fortuna, medios harto perdidos, que le alarguen o acorten la vida, de los cuales está más cierto el acortarla que el entretenerla.

      Hasta aquí pudo oír Galatea de lo que della y de Elicio los pastores tratando iban, de que no recibió poco contento, por entender que lo que la fama de sus cosas publicaba era lo que a su limpia intención se debía. Y, desde aquel punto, determinó de no hacer por Elicio cosa que diese ocasión a que la fama no saliese verdadera en lo que de sus pensamientos publicaba. A este tiempo, los dos bizarros pastores, con vagarosos pasos, poco a poco hacia el aldea se encaminaban, con deseo de hallarse a las bodas del venturoso pastor Daranio, que con Silveria «de los verdes ojos» se casaba. Y ésta fue una de las causas por que ellos habían dejado sus rebaños y al lugar de Galatea se venían. Pero, ya que les faltaba poco del camino, a la mano derecha dél sintieron el son de un rabel que acordada y suavemente sonaba; y parándose Damón, trabó a Tirsi del brazo, diciéndole:

      —Espera y escucha un poco, Tirsi, que si los oídos no me mienten, el son que a ellos llega es del rabel de mi buen amigo Elicio, a quien dio naturaleza tanta gracia en muchas y diversas habilidades, cuanto las oirás si le escuchas y conocerás si le tratas.

      —No creas, Damón —respondió Tirsi—, que hasta agora estoy por conocer las buenas partes de Elicio, que días ha que la fama me las tiene bien manifiestas. Pero calla agora, y escuchemos si canta alguna cosa que del estado de su vida nos dé algún manifiesto indicio.

      —Bien dices —replicó Damón—, mas será menester, para que mejor le oigamos, que nos lleguemos por entre estas ramas, de modo que, sin ser vistos dél, de más cerca le escuchemos.

      Hiciéronlo ansí, y pusiéronse en parte tan buena que ninguna palabra que Elicio dijo o cantó dejó de ser de ellos oída, y aun notada. Estaba Elicio en compañía de su amigo Erastro, de quien pocas veces se apartaba por el entretenimiento y gusto que de su buena conversación recibía, y todos o los más ratos del día en cantar y tañer se les pasaba. Y, a este punto, tocando su rabel Elicio y su zampoña Erastro, a estos versos dio principio Elicio:

       ELICIO

       Índice

      Rendido a un amoroso pensamiento,

       con mi dolor contento,

       sin esperar más gloria,

       sigo la que persigue mi memoria,

       porque contino en ella se presenta

       de los lazos de amor libre y esenta.

       Con los ojos del alma aun no es posible

       ver el rostro apacible

       de la enemiga mía,

       gloria y honor de cuanto el cielo cría;

       y los del cuerpo quedan, sólo en vella,

       ciegos por haber visto el sol en ella.

       ¡Oh dura servidumbre, aunque gustosa!

       ¡Oh mano poderosa

       de Amor, que así pudiste

       quitarme, ingrato, el bien que prometiste

       de hacerme, cuando libre me burlaba

       de ti, del arco tuyo y de tu aljaba!

       ¡Cuánta belleza, cuánta blanca mano

       me mostraste, tirano!

       ¡Cuánto te fatigaste

       primero que a mi cuello el lazo echaste!

       Y aun quedaras vencido en la pelea,

       si no hubiera en el mundo Galatea.

       Ella fue sola la que sola pudo

       rendir el golpe crudo

       el corazón esento,

       y avasallar el libre pensamiento,

       el cual, si a su querer no se rindiera,

       por de mármol o acero le tuviera.

       ¿Qué libertad puede mostrar su fuero

       ante el rostro severo,

       y más quel sol hermoso,

       de la que turba y cansa mi reposo?

       ¡Ay rostro, que en el suelo

       descubres cuanto bien encierra el cielo!

       ¿Cómo pudo juntar naturaleza

       tal rigor y aspereza

       con tanta hermosura,

       tanto valor y condición tan dura?

       Mas mi dicha consiente

       en mi daño juntar lo diferente.

       Esle tan fácil a mi corta suerte

       ver con la amarga muerte

       junta la dulce vida,

       y estar su mal a do su bien se anida,

       que entre contrarios veo

       que mengua la esperanza y no el deseo.

      No cantó más el enamorado pastor, ni quisieron más detenerse Tirsi y Damón; antes, haciendo de sí gallarda e improvisa muestra, hacia donde estaba Elicio se fueron; el cual, como los vio, conociendo a su amigo Damón, con increíble alegría le salió a rescebir, diciéndole:

      —¿Qué ventura ha ordenado, discreto Damón, que la des tan buena con tu presencia a estas riberas, que grandes tiempos ha que te desean?

      —No puede ser sino buena —respondió Damón—, pues me ha traído a verte, ¡oh Elicio!, cosa que yo estimo en tanto, cuanto es el deseo que dello tenía, y la larga ausencia y la amistad que te tengo me obligaba. Pero si por alguna cosa puedes decir lo que has dicho, es porque tienes delante al famoso Tirsi, gloria y honor del castellano suelo.

      Cuando Elicio oyó decir que aquél era Tirsi, dél solamente por fama conocido, rescibiéndole con mucha cortesía, le dijo:

      —Bien conforma tu agradable semblante, nombrado Tirsi, con lo que de tu valor y discreción en las cercanas y apartadas tierras la parlera fama pregona. Y así, a mí, a quien tus escriptos han admirado e inclinado a desear conocerte y servirte, puedes, de hoy más, tener y tratar como verdadero amigo.

      —Es tan conocido lo que yo gano en eso —respondió Tirsi—, que en vano pregonaría la fama lo que la afición que me tienes te hace decir que de mí pregona, si no conociese la merced que me haces en querer ponerme en el número de tus amigos; y, porque entre los que lo son las palabras de comedimiento han de ser escusadas, cesen las nuestras en este caso, y den las obras testimonio de nuestras voluntades.

      —La mía será contino de servirte —replicó Elicio—, como lo verás, ¡oh Tirsi!, si el tiempo o la fortuna me ponen en estado que valga algo para ello; porque el que agora tengo, puesto que no le trocaría con otro de mayores ventajas, es tal, que apenas me deja con libertad de ofrecer el deseo.

      —Tiniendo como tienes el tuyo en lugar tan alto —dijo Damón—, por locura tendría procurar bajarle a cosa que menos fuese. Y así, amigo Elicio, no digas mal del estado en que te hallas, porque yo te prometo que, cuando se comparase con el mío, hallaría yo ocasión de tenerte más envidia que lástima.

      —Bien parece, Damón —dijo Elicio—, que ha muchos días que faltas destas riberas, pues no sabes lo que en ellas amor me hace sentir; y si esto no es, no debes conocer ni tener experiencia de la condición de Galatea; que si della tuvieses noticia, trocarías en lástima la envidia que de mi tendrías.

      —Quien ha gustado de la condición de Amarili, ¿qué cosa nueva puede esperar de la de Galatea? —respondió Damón.

      —Si la estada tuya en estas


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