Las Tragedias de William Shakespeare. William Shakespeare

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Las Tragedias de William Shakespeare - William Shakespeare


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vez su dolor y la máxima el que para pagar la pena se ve obligado a pedir prestado a la pobre paciencia. Estas máximas, azúcar y hiel a un tiempo e igualmente fuertes de ambos lados, son equívocas. Las palabras no son más que palabras y todavía no he escuchado que se pueda penetrar en un corazón roto a través del oído. Os lo ruego humildemente, ocupémonos de los asuntos del Estado.

      DUX.- El turco navega rumbo a Chipre con poderosos preparativos. Otelo, la capacidad de resistencia de esta plaza os es particularmente conocida, y aunque tengamos allí un sustituto de probada suficiencia, sin embargo, la opinión, soberana señora de las circunstancias, halla en vos competencia más segura. Por consiguiente, debéis resignaros a ensombrecer el resplandor de vuestra nueva fortuna con esta más porfiada y borrascosa expedición.

      OTELO.- La tirana costumbre, muy graves senadores, ha hecho de la cama pedernal y acero de la guerra mi lecho de pluma tres veces cernido. Ante las aventuras peligrosas, siento, lo confieso, un ardor natural y pronto. Me encargo, pues, de la presente guerra contra los otomanos. En consecuencia, inclinándome humildemente ante vuestro poder, solicito en favor de mi esposa disposiciones conformes a su rango, lugar de residencia y un sueldo en consonancia con su condición, y la casa y servidumbre que reclama su nacimiento.

      DUX.- Puede alojarse en casa de su padre, si accedéis.

      BRABANCIO.- No lo consiento.

      OTELO.- Ni yo.

      DESDÉMONA.- Ni yo tampoco. Me niego a residir allí; para evitar a mi padre los sentimientos de impaciencia que mi vista le haría experimentar. Muy gracioso dux, otorgad a mi petición una acogida favorable y que vuestro asentimiento me cree una protección que asista mi sencillez.

      DUX.- ¿Qué deseáis, Desdémona?

      DESDÉMONA.- Que he amado al moro lo suficiente para pasar con él mi vida, el estrépito franco de mi conducta y la tempestad afrontada de mi suerte lo proclaman a son de trompeta en el mundo. Mi corazón está sometido a las condiciones mismas de la profesión militar de mi esposo. En su alma es donde he visto el semblante de Otelo y he consagrado mi vida y mi destino a su honor y a sus valientes cualidades. Así, caros señores, si se me deja aquí como una falena de paz, mientras él marcha a la guerra, se me priva de participar en los ritos de esta religión de la guerra por la cual le he amado, y tendré que soportar por su querida ausencia un pesado ínterin. Dejadme partir con él.

      OTELO.- Vuestro asentimiento, señores. Os lo suplico, que tenga vía libre su voluntad. Sedme testigos, cielos, de que no lo pido, pues, para satisfacer el paladar de mi apetito, ni para condescender con el ardor -difuntos en mí los transportes de la juventud- y la satisfacción propia. Y el cielo guarde a vuestras buenas almas de pensar que olvidaré vuestros serios y grandes asuntos porque ella esté conmigo. No, cuando los ojos ligeros del alado Cupido encapiroten en voluptuosa indolencia mis facultades de pensamiento y de acción hasta el punto de que mis placeres corrompan y manchen mis ocupaciones, que las amas de casa hagan una cazuela de mi yelmo y toda indigna y baja adversidad haga frente a mi estimación.

      DUX.- Se quede o parta, decidlo vos particularmente; el asunto reclama urgencia y debe responderle la prontitud.

      SENADOR PRIMERO.- Es menester que partáis esta noche.

      DESDÉMONA.- ¿Esta noche, señor?

      DUX.- Esta noche.

      OTELO.- Con todo mi corazón.

      DUX.- Nosotros volveremos a reunirnos aquí a las nueve de la mañana. Otelo, dejad tras vos alguno de vuestros oficiales y os llevará nuestro despacho, con todas las demás ordenanzas de títulos y mando que os conciernen.

      OTELO.- Si place a Vuestra Gracia, dejaré aquí a mi alférez; es un hombre honrado y fiel. Dejo a su cuidado acompañar a mi esposa y remitirme todo cuanto vuestra virtuosa gracia juzgue necesario enviarme.

      DUX.- Sea. Buenas noches a todos. (A Brabancio.) Noble señor, si es verdad que a la virtud no le falta el encanto de la belleza, vuestro yerno es más bello que atezado.

      SENADOR PRIMERO.- ¡Adiós, bravo moro! Tratad bien a Desdémona.

      BRABANCIO.- Vela por ella, moro, si tienes ojos para ver. Ha engañado a su padre y puede engañarte a ti. (Salen el Dux, Senadores, Oficiales, etc.)

      OTELO.- ¡Mi vida en prenda de su fe! Honrado Iago, debo confiarte mi Desdémona. ¡Por favor, pon a tu mujer a su servicio, y llévalas luego en la ocasión más favorable! Ven, Desdémona. Sólo tengo una hora para emplearla contigo en el amor, asuntos mundanos y disposiciones que tomar. (Salen Otelo y Desdémona.)

      RODRIGO.- ¡Iago!...

      IAGO.- ¿Qué dices, noble corazón?

      RODRIGO.- ¿Qué piensas que debo hacer?

      IAGO.- ¡Pardiez!, irte a la cama y dormir.

      RODRIGO.- Voy a ir a ahogarme inmediatamente.

      IAGO.- Está bien; si lo haces, no te estimaré en lo sucesivo. ¡Pardiez, que eres un hidalgo estúpido!

      RODRIGO.- Estúpido es vivir cuando la vida se convierte en un tormento; y, además, tenemos la receta para morir cuando la muerte es nuestro médico.

      IAGO.- ¡Oh, cobardía! He contemplado el mundo por espacio de cuatro veces siete años, y desde que pude distinguir entre un beneficio y una injuria, jamás hallé un hombre que supiera estimarse. Antes de decir que me ahogaría por el amor de una pintada de Guinea, cambiaría de humanidad con un babuino.

      RODRIGO.- ¿Qué habré de hacer? Confieso que es para mí una vergüenza estar apasionado hasta ese punto, pero no alcanza mi virtud a remediarlo.

      IAGO.- ¿Virtud? ¡Una higa! De nosotros mismos depende ser de una manera o de otra. Nuestros cuerpos son jardines en los que hacen de jardineros nuestras voluntades. De suerte que si queremos plantar ortigas o sembrar lechugas; criar hisopo y escardar tomillo; proveerlo de un género de hierbas o dividirlo en muchos, para hacerlo estéril merced al ocio o fértil a fuerza de industria, pardiez, el poder y autoridad correctiva de esto residen en nuestra voluntad. Si la balanza de nuestras existencias no tuviese un platillo de razón para equilibrarse con otro de sensualidad, la sangre y bajeza de nuestros instintos nos llevarían a las consecuencias más absurdas. Pero poseemos la razón para templar nuestros movimientos de furia, nuestros aguijones carnales, nuestros apetitos sin freno; de donde deduzco lo siguiente: que lo que llamáis amor es un esqueje o vástago.

      RODRIGO.- Puede ser.

      IAGO.- Simplemente una codicia de la sangre y una tolerancia del albedrío. ¡Vamos, sé un hombre! ¡Ahogarte! ¡Ahóguense gatos y cachorros ciegos! He hecho profesión de ser tu amigo, y protesto que estoy ligado a tus méritos con cables de una solidez eterna. Jamás podría servirte mejor que ahora. Echa dinero en tu bolsa, síguenos a la guerra, cambia tus rasgos con una barba postiza. Echa dinero en tu bolsa, digo. No puede ser que Desdémona continúe mucho tiempo enamorada del moro -echa dinero en tu bolsa-, ni él de ella. Tuvo en ésta un principio violento, al cual verás responder una separación violenta. -Echa sólo dinero en tu bolsa-. Estos moros son inconstantes en sus pasiones -llena tu bolsa de dinero-; el manjar que ahora le sabe tan sabroso como las algarrobas, pronto le parecerá tan amargo como la coloquíntida. Ella tiene que cambiar a causa de su juventud. Cuando se sacie de él, descubrirá los errores de su elección. Por consiguiente, echa dinero en tu bolsa. Si te empeñas en condenarte, elige un medio más delicado que el de la sumersión. Recoge todo el dinero que puedas. Si la santimonia y un voto frágil entre un berberisco errante y una superastuta veneciana no son una tarea demasiado dura para los recursos de mi inteligencia y de toda la tribu del infierno, la poseerás. Por consiguiente, procúrate dinero. ¡Mala peste con ahogarte! Eso es ponerse fuera de razón. Trata más bien de que te ahorquen después de satisfacer tu deseo, que de ahogarte y partir sin ella.

      RODRIGO.- ¿Quieres servir fielmente a mis esperanzas, si me decido a la realización?

      IAGO.- Confía en mí. -Ve, hazte con dinero- Te lo he dicho a menudo y te lo vuelvo a repetir una y mil veces: odio al moro; mi causa está arraigada


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