Lo mejor de Dostoyevski. Fiódor Dostoyevski

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Lo mejor de Dostoyevski - Fiódor Dostoyevski


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a la que le enviamos nosotras ayer anunciándole nuestra llegada. Él nos había prometido acudir a la estación a recibirnos, pero no le fue posible y nos envió a una especie de criado que nos condujo aquí. Este hombre nos dijo que Piotr Petrovitch vendría a vernos esta mañana. Pero, en vez de venir, nos ha enviado esta carta… Lo mejor será que la lea usted. Hay en ella un punto que me preocupa especialmente. Usted mismo verá de qué punto se trata, Dmitri Prokofitch, y me dará su sincera opinión. Usted conoce mejor que nosotros el carácter de Rodia y podrá aconsejarnos. Le advierto que Dunetchka tomó una decisión inmediatamente, pero yo no sé todavía qué hacer. Por eso le estaba esperando.

      Rasumikhine desdobló la carta. Vio que estaba fechada el día anterior y leyó lo siguiente:

      «Señora: deseo informarle de que razones imprevistas me han impedido ir a recibirlas a la estación. Ésta es la razón de que les enviara en mi lugar a un hombre que por su desenvoltura, me pareció indicado para el caso. Los asuntos que exigen mi presencia en el Senado me privarán igualmente del honor de visitarlas mañana por la mañana. Por otra parte, no quiero poner ninguna traba a la entrevista que habrán de celebrar, usted con su hijo, y Avdotia Romanovna con su hermano. Por lo tanto, no tendré el honor de visitarlas hasta mañana, a las ocho en punto de la noche, y les ruego encarecidamente que me eviten encontrarme con Rodion Romanovitch, que me insultó del modo más grosero cuando ayer, al saber que estaba enfermo, fui a visitarle. Esto aparte, es indispensable que hable con usted, con toda seriedad, de cierto punto sobre el que deseo conocer su opinión. Me permito advertirla de que si, a pesar de mi ruego, encuentro a Rodion Romanovitch al lado de ustedes, me veré obligado a marcharme inmediatamente y que en este caso la responsabilidad será exclusivamente de usted. Si le digo esto es porque sé positivamente que Rodion Romanovitch está en disposición de salir a la calle y, por lo tanto, puede ir a casa de ustedes. Sí, sé que su hijo, que tan enfermo parecía cuando le visité, dos horas después recobró repentinamente la salud. Y puedo asegurarlo porque lo vi con mis propios ojos en casa de un borracho que acababa de ser atropellado por un coche y que murió poco después. Por cierto que Rodion Romanovitch entregó veinticinco rublos “para el entierro” a la hija del difunto, joven cuya mala conducta es del dominio público. Esto me sorprendió sobremanera, pues no ignoro lo mucho que le ha costado a usted conseguir ese dinero.

      »Le ruego que salude en mi nombre, con toda devoción, a Avdotia Romanovna y que acepte el respeto más sincero de su fiel servidor.

      »LUJINE.»

      ¿Qué debo hacer, Dmitri Prokofitch? exclamó Pulqueria Alejandrovna casi con lágrimas en los ojos ¿Cómo voy a decir a Rodia que no venga? Él nos pidió insistentemente que rompiéramos con Piotr Petrovitch, y he aquí ahora que Piotr Petrovitch me prohíbe que vea a mi hijo… Pero si yo le digo a Rodia esto, él es capaz de venir ex profeso. ¿Y qué ocurrirá entonces?

      Haga usted lo que Avdotia Romanovna juzgue más conveniente repuso Rasumikhine en el acto y sin la menor vacilación.

      ¡Dios mío! exclamó la madre. ¡Cualquiera sabe lo que ella opina! Dice lo que hay que hacer, pero sin explicar el motivo. Su parecer es que conviene…, no que conviene, sino que es indispensable… que Rodia venga a las ocho y se encuentre con Piotr Petrovitch… Mi intención era no decirle nada de esta carta y procurar, con la ayuda de usted, evitar que viniese… ¡Se irrita tan fácilmente…! En lo referente a ese alcohólico que ha muerto, no sé de quién se trata, y tampoco quién es esa hija a la que Rodia ha entregado un dinero que…

      Que has logrado a costa de tantos sacrificios terminó Avdotia Romanovna.

      Ayer su estado no era normal dijo Rasumikhine, pensativo . Sería interesante saber lo que hizo ayer en la taberna… En efecto, me habló de un muerto y de una joven, cuando le acompañaba a su casa; pero no comprendí ni una palabra. Ayer también estaba yo…

      Lo mejor, mamá, será que vayamos ahora mismo a casa de Rodia. Allí veremos lo que conviene hacer. Además, ya es Zora de que nos marchemos. ¡Más de las diez! exclamó la joven después de echar una ojeada al precioso reloj de oro guarnecido de esmaltes que pendía de su cuello, prendido a una fina cadena de estilo veneciano. Esta joya contrastaba singularmente con el resto de su atavío. «Un regalo de su prometido», pensó Rasumikhine.

      Sí, Dunetchka, ya es hora dijo Pulqueria Alejandrovna, aturdida e inquieta ; ya es hora de que nos vayamos. Al ver que no llegamos, podría creer que estamos disgustadas con él por la escena de anoche. ¡Dios mío, Dios mío…!

      Mientras hablaba se ponía apresuradamente el sombrero y la mantilla. Dunetchka se compuso también. Sus guantes estaban no solamente desgastados, sino agujereados, como pudo ver Rasumikhine. Sin embargo, esta evidente pobreza daba a las dos damas un aire de especial dignidad, como es corriente en las personas que saben llevar vestidos humildes. Rasumikhine contemplaba a Avdotia Romanovna con veneración y se sentía orgulloso ante la idea de acompañarla. Y pensaba que la reina que se arreglaba las medias en la prisión debía de tener más majestad en ese momento que cuando aparecía en espléndidas fiestas y magníficos desfiles.

      ¡Dios mío! exclamó Pulqueria Alejandrovna . Nunca me habría imaginado que pudiera causarme temor una entrevista con mi hijo, con mi querido Rodia. Pues la temo, Dmitri Prokofitch añadió, dirigiendo al joven una tímida mirada.

      No debes inquietarte, mamá dijo Dunia, abrazándola . Ten confianza en él como la tengo yo.

      Confianza en él no me falta, hija dijo la pobre mujer . Pero no he dormido en toda la noche.

      Salieron de la casa.

      ¿Sabes lo que me ha pasado, Dunetchka? Que esta mañana, cuando empezaba, al fin, a quedarme dormida, la difunta Marfa Petrovna se me ha aparecido en sueños. Iba vestida de blanco. Se ha acercado a mí, me ha cogido de la mano y ha sacudido la cabeza con aire severo, como censurándome… ¿No te parece que esto es un mal presagio? ¡Dios mío! ¡Dios mío…! Oiga, Dmitri Prokofitch: ¿sabía usted que Marfa Petrovna murió?

      ¿Marfa Petrovna? No sé quién es.

      Pues sí, murió de repente. Y figúrese que…

      ¡Pero, mamá; si te ha dicho que no sabe quién es!

      ¿De modo que no lo sabe? ¡Y yo que creía que estaba al corriente de todo! Perdóneme, Dmitri Prokofitch. Ando trastornada estos días. Le considero a usted como nuestra Providencia; por eso le creía informado de todo lo que nos concierne. Usted es para mí como una persona de la familia… No se enfade si le digo algo que no le guste… ¡Santo Dios! ¿Qué tiene usted en la mano derecha? ¡Está herido!

      Sí gruñó Rasumikhine en un tono de íntima satisfacción.

      Soy tan expansiva a veces, que Dunia ha de frenarme. Pero, ¡Dios mío, en qué tabuco vive! ¿Se habrá despertado ya? Y esa mujer, su patrona, llama habitación a semejante tugurio… Oiga: ¿dice usted que no le gusta que le hablen demasiado? Entonces, tal vez le moleste yo, que… ¿Quiere darme algunos consejos, Dmitri Prokofitch? ¿Cómo debo comportarme con él? Ya ve usted que estoy completamente desorientada.

      No le haga demasiadas preguntas si lo ve usted triste. Y, sobre todo, no le hable de su salud: esto le molesta.

      ¡Ah, Dmitri Prokofitch; qué duro es a veces ser madre! Ya entramos en la escalera… ¡Qué cosa tan horrible!

      Mamá, estás pálida. Cálmate le dijo Dunia, acariciándola . Te atormentas en balde, pues para él será una gran alegría volverte a ver añadió con ojos resplandecientes.

      Iré yo delante dijo Rasumikhine , para asegurarme de que está despierto.

      Las dos damas subieron lentamente detrás de Rasumikhine. Cuando llegaron al cuarto piso advirtieron que la puerta del departamento de la patrona estaba entreabierta y que a través de la abertura, desde la sombra, las miraban dos ojos negros. Cuando estos ojos se encontraron con los de ellas, la puerta se cerró tan ruidosamente, que


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