Lo mejor de Dostoyevski. Fiódor Dostoyevski
Читать онлайн книгу.bandeja llena de abolladuras que descansaba sobre una silla desvencijada.
¡Dios mío! ¿Es usted? gritó débilmente Sonia, paralizada por el estupor.
¿Es éste su cuarto?
Y Raskolnikof entró rápidamente en la habitación, haciendo esfuerzos por no mirar a la muchacha.
Un momento después llegó Sonia con la vela en la mano. Depositó la vela sobre la mesa y se detuvo ante él, desconcertada, presa de extraordinaria agitación. Aquella visita inesperada le causaba una especie de terror. De pronto, una oleada de sangre le subió al pálido rostro y de sus ojos brotaron lágrimas. Experimentaba una confusión extrema y una gran vergüenza en la que había cierta dulzura. Raskolnikof se volvió rápidamente y se sentó en una silla ante la mesa. Luego paseó su mirada por la habitación.
Era una gran habitación de techo muy bajo, que comunicaba con la del sastre por una puerta abierta en la pared del lado izquierdo. En la del derecho había otra puerta, siempre cerrada con llave, que daba a otro departamento. La habitación parecía un hangar. Tenía la forma de un cuadrilátero irregular y un aspecto destartalado. La pared de la parte del canal tenía tres ventanas. Este muro se prolongaba oblicuamente y formaba al final un ángulo agudo y tan profundo, que en aquel rincón no era posible distinguir nada a la débil luz de la vela. El otro ángulo era exageradamente obtuso.
La extraña habitación estaba casi vacía de muebles. A la derecha, en un rincón, estaba la cama, y entre ésta y la puerta había una silla. En el mismo lado y ante la puerta que daba al departamento vecino se veía una sencilla mesa de madera blanca, cubierta con un paño azul, y, cerca de ella, dos sillas de anea. En la pared opuesta, cerca del ángulo agudo, había una cómoda, también de madera blanca, que parecía perdida en aquel gran vacío. Esto era todo. El papel de las paredes, sucio y desgastado, estaba ennegrecido en los rincones. En invierno, la humedad y el humo debían de imperar en aquella habitación, donde todo daba una impresión de pobreza. Ni siquiera había cortinas en la cama.
Sonia miraba en silencio al visitante, ocupado en examinar tan atentamente y con tanto desenfado su aposento. Y de pronto empezó a temblar de pies a cabeza como si se hallara ante el juez y árbitro de su destino.
He venido un poco tarde. ¿Son ya las once? preguntó Raskolnikof sin levantar la vista hacia Sonia.
Sí, sí, son las once ya balbuceó la muchacha ansiosamente, como si estas palabras le solucionaran un inquietante problema : El reloj de mi patrona acaba de sonar y yo he oído perfectamente las…
Vengo a su casa por última vez dijo Raskolnikof con semblante sombrío. Sin duda se olvidaba de que era también su primera visita . Acaso no vuelva a verla más añadió.
¿Se va de viaje?
No sé, no sé… Mañana, quizá…
Así, ¿no irá usted mañana a casa de Catalina Ivanovna? preguntó Sonia con un ligero temblor en la voz.
No lo sé… Quizá mañana por la mañana… Pero no hablemos de este asunto. He venido a decirle…
Alzó hacia ella su mirada pensativa y entonces advirtió que él estaba sentado y Sonia de pie.
¿Por qué está de pie? Siéntese le dijo, dando de pronto a su voz un tono bajo y dulce.
Ella se sentó. Él la miró con un gesto bondadoso, casi compasivo.
¡Qué delgada está usted! Sus manos casi se transparentan. Parecen las manos de un muerto.
Se apoderó de una de aquellas manos, y ella sonrió.
Siempre he sido así dijo Sonia.
¿Incluso cuando vivía en casa de sus padres?
Sí.
¡Claro, claro! dijo Raskolnikof con voz entrecortada. Tanto en su acento como en la expresión de su rostro se había operado súbitamente un nuevo cambio.
Volvió a pasear su mirada por la habitación.
Tiene usted alquilada esta pieza a Kapernaumof, ¿verdad?
Sí.
Y ellos viven detrás de esa puerta, ¿no?
Sí; tienen una habitación parecida a ésta.
¿Sólo una para toda la familia?
Sí.
A mí, esta habitación me daría miedo dijo Rodia con expresión sombría.
Los Kapernaumof son buenas personas, gente amable dijo Sonia, dando muestras de no haber recobrado aún su presencia de ánimo . Y estos muebles, y todo lo que hay aquí, es de ellos. Son muy buenos. Los niños vienen a verme con frecuencia.
Son tartamudos, ¿verdad?
Sí, pero no todos. El padre es tartamudo y, además, cojo. La madre… no es que tartamudee, pero tiene dificultad para hablar. Es muy buena. Él era esclavo. Tienen siete hijos. Sólo el mayor es tartamudo. Los demás tienen poca salud, pero no tartamudean… Ahora que caigo, ¿cómo se ha enterado usted de estas cosas?
Su padre me lo contó todo… Por él supe lo que le ocurrió a usted… Me explicó que usted salió de casa a las seis y no volvió hasta las nueve, y que Catalina Ivanovna pasó la noche arrodillada junto a su lecho.
Sonia se turbó.
Me parece murmuró, vacilando que hoy lo he visto.
¿A quién?
A mi padre. Yo iba por la calle y, al doblar una esquina cerca de aquí, lo he visto de pronto. Me pareció que venía hacia mí. Estoy segura de que era él. Yo me dirigía a casa de Catalina Ivanovna…
No, usted iba… paseando.
Sí murmuró Sonia con voz entrecortada. Y bajó los ojos llenos de turbación.
Catalina Ivanovna llegó incluso a pegarle cuando usted vivía con sus padres, ¿verdad?
¡Oh no! ¿Quién se lo ha dicho? ¡No, no; de ningún modo!
Y al decir esto Sonia miraba a Raskolnikof como sobrecogida de espanto.
Ya veo que la quiere usted.
¡Claro que la quiero! exclamó Sonia con voz quejumbrosa y alzando de pronto las manos con un gesto de sufrimiento . Usted no la… ¡Ah, si usted supiera…! Es como una niña… Está trastornada por el dolor… Es inteligente y noble… y buena… Usted no sabe nada… nada…
Sonia hablaba con acento desgarrador. Una profunda agitación la dominaba. Gemía, se retorcía las manos. Sus pálidas mejillas se habían teñido de rojo y sus ojos expresaban un profundo sufrimiento. Era evidente que Raskolnikof acababa de tocar un punto sensible en su corazón. Sonia experimentaba una ardiente necesidad de explicar ciertas cosas, de defender a su madrastra. De súbito, su semblante expresó una compasión «insaciable», por decirlo así.
¿Pegarme? Usted no sabe lo que dice. ¡Pegarme ella, Señor…! Pero, aunque me hubiera pegado, ¿qué? Usted no la conoce… ¡Es tan desgraciada! Está enferma… Sólo pide justicia… Es pura. Cree que la justicia debe reinar en la vida y la reclama… Ni por el martirio se lograría que hiciera nada injusto. No se da cuenta de que la justicia no puede imperar en el mundo y se irrita… Se irrita como un niño, exactamente como un niño, créame… Es una mujer justa, muy justa.
¿Y qué va a hacer usted ahora?
Sonia le dirigió una mirada interrogante.
Ahora ha de cargar usted con ellos. Verdad es que siempre ha sido así. Incluso su difunto padre