Lo mejor de Dostoyevski. Fiódor Dostoyevski

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Lo mejor de Dostoyevski - Fiódor Dostoyevski


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lo sé. Deben a la patrona y creo que ésta ha dicho hoy que va a echarlos a la calle. Y Catalina Ivanovna dice que no permanecerá allí ni un día más.

      ¿Cómo puede hablar así? ¿Cuenta acaso con usted?

      ¡Oh, no! Ella no piensa en eso… Nosotros estamos muy unidos; lo que es de uno, es de todos.

      Sonia dio esta respuesta vivamente, con una indignación que hacía pensar en la cólera de un canario o de cualquier otro pájaro diminuto e inofensivo.

      Además, ¿qué quiere usted que haga? continuó Sonia con vehemencia creciente . ¡Si usted supiera lo que ha llorado hoy! Está trastornada, ¿no lo ha notado usted? Sí, puede usted creerme: tan pronto se inquieta como una niña, pensando en cómo se las arreglará para que mañana no falte nada en la comida de funerales, como empieza a retorcerse las manos, a llorar, a escupir sangre, a dar cabezadas contra la pared. Después se calma de nuevo. Confía mucho en usted. Dice que, gracias a su apoyo, se procurará un poco de dinero y volverá a su tierra natal conmigo. Se propone fundar un pensionado para muchachas nobles y confiarme a mí la inspección. Está persuadida de que nos espera una vida nueva y maravillosa, y me besa, me abraza, me consuela. Ella cree firmemente en lo que dice, cree en todas sus fantasías. ¿Quién se atreve a contradecirla? Hoy se ha pasado el día lavando, fregando, remendando la ropa, y, como está tan débil, al fin ha caído rendida en la cama. Esta mañana hemos salido a comprar calzado para Lena y Poletchka, pues el que llevan está destrozado, pero no teníamos bastante dinero: necesitábamos mucho más. ¡Eran tan bonitos los zapatos que quería…! Porque tiene mucho gusto, ¿sabe…? Y se ha echado a llorar en plena tienda, delante de los dependientes, al ver que faltaba dinero… ¡Qué pena da ver estas cosas!

      Ahora comprendo que lleve usted esta vida dijo Raskolnikof, sonriendo amargamente.

      ¿Es que usted no se compadece de ella? exclamó Sonia . Usted le dio todo lo que tenía, y eso que no sabía nada de lo que ocurre en aquella casa. ¡Dios mío, si usted lo supiera! ¡Cuántas veces, cuántas, la he hecho llorar…! La semana pasada mismo, ocho días antes de morir mi padre, fui mala con ella… Y así muchas veces… Ahora me paso el día acordándome de aquello, y ¡me da una pena!

      Se retorcía las manos con un gesto de dolor.

      ¿Dice usted que fue mala con ella?

      Sí, fui mala… Yo había ido a verlos continuó llorando , y mi pobre padre me dijo: «Léeme un poco, Sonia. Aquí está el libro.» El dueño de la obra era Andrés Simonovitch Lebeziatnikof, que vive en la misma casa y nos presta muchas veces libros de esos que hacen reír. Yo le contesté: «No puedo leer porque tengo que marcharme…» Y es que no tenía ganas de leer. Yo había ido allí para enseñar a Catalina Ivanovna unos cuellos y unos puños bordados que una vendedora a domicilio llamada Lisbeth me había dado a muy buen precio. A Catalina Ivanovna le gustaron mucho, se los probó, se miró al espejo y dijo que eran preciosos, preciosos. Después me los pidió. « ¡Oh Sonia! me dijo . ¡Regálamelos!» Me lo dijo con voz suplicante… ¿En qué vestido los habría puesto…? Y es que le recordaban los tiempos felices de su juventud. Se miraba en el espejo y se admiraba a sí misma. ¡Hace tanto tiempo que no tiene vestidos ni nada…! Nunca pide nada a nadie. Tiene mucho orgullo y prefiere dar lo que tiene, por poco que sea. Sin embargo, insistió en que le diera los cuellos y los puños; esto demuestra lo mucho que le gustaban. Y yo se los negué. «¿Para qué los quiere usted, Catalina Ivanovna? Sí, así se lo dije. Ella me miró con una pena que partía el corazón… No era quedarse sin los cuellos y los puños lo que la apenaba, sino que yo no se los hubiera querido dar. ¡Ah, si yo pudiese reparar aquello, borrar las palabras que dije…!

      ¿De modo que conocía usted a Lisbeth, esa vendedora que iba por las casas?

      Sí. ¿Usted también la conocía? preguntó Sonia con cierto asombro.

      Catalina Ivanovna está en el último grado de la tisis, y se morirá, se morirá muy pronto dijo Raskolnikof tras una pausa y sin contestar a la pregunta de Sonia.

      ¡Oh, no, no!

      Sonia le había cogido las manos, sin darse cuenta de lo que hacía, y parecía suplicarle que evitara aquella desgracia.

      Lo mejor es que muera dijo Raskolnikof.

      ¡No, no! ¿Cómo va a ser mejor? exclamó Sonia, trastornada, llena de espanto.

      ¿Y los niños? ¿Qué hará usted con ellos? No se los va a traer aquí.

      ¡No sé lo que haré! ¡No sé lo que haré! exclamó, desesperada, oprimiéndose las sienes con las manos.

      Sin duda este pensamiento la había atormentado con frecuencia, y Raskolnikof lo había despertado con sus preguntas.

      Y si usted se pone enferma, incluso viviendo Catalina Ivanovna, y se la llevan al hospital, ¿qué sucederá? siguió preguntando despiadadamente.

      ¡Oh! ¿Qué dice usted? ¿Qué dice usted? ¡Eso es imposible! exclamó Sonia con el rostro contraído, con una expresión de espanto indecible.

      ¿Por qué imposible? preguntó Raskolnikof con una sonrisa sarcástica . Usted no es inmune a las enfermedades, ¿verdad? ¿Qué sería de ellos si usted se pusiera enferma? Se verían todos en la calle. La madre pediría limosna sin dejar de toser, después golpearía la pared con la cabeza como ha hecho hoy, y los niños llorarían. Al fin quedaría tendida en el suelo y se la llevarían, primero a la comisaría y después al hospital. Allí se moriría, y los niños…

      ¡No, no! ¡Eso no lo consentirá Dios! gritó Sonia con voz ahogada.

      Le había escuchado con gesto suplicante, enlazadas las manos en una muda imploración, como si todo dependiera de él.

      Raskolnikof se levantó y empezó a ir y venir por el aposento. Así transcurrió un minuto. Sonia estaba de pie, los brazos pendientes a lo largo del cuerpo, baja la cabeza, presa de una angustia espantosa.

      ¿Es que usted no puede hacer economías, poner algún dinero a un lado? preguntó Raskolnikof de pronto, deteniéndose ante ella.

      No murmuró Sonia.

      No me extraña. ¿Lo ha intentado? preguntó con una sonrisa burlona.

      Sí.

      Y no lo ha conseguido, claro. Es muy natural. No hace falta preguntar el motivo.

      Y continuó sus paseos por la habitación. Hubo otro minuto de silencio.

      ¿Es que no gana usted dinero todos los días? preguntó Rodia.

      Sonia se turbó más todavía y enrojeció.

      No murmuró con un esfuerzo doloroso.

      La misma suerte espera a Poletchka dijo Raskolnikof de pronto.

      ¡No, no! ¡Eso es imposible! exclamó Sonia.

      Fue un grito de desesperación. Las palabras de Raskolnikof la habían herido como una cuchillada.

      ¡Dios no permitirá una abominación semejante!

      Permite otras muchas.

      ¡No, no! ¡Dios la protegerá! ¡A ella la protegerá! gritó Sonia fuera de sí.

      Tal vez no exista replicó Raskolnikof con una especie de crueldad triunfante.

      Seguidamente se echó a reír y la miró.

      Al oír aquellas palabras se operó en el semblante de Sonia un cambio repentino, y sacudidas nerviosas recorrieron su cuerpo. Dirigió a Raskolnikof miradas cargadas de un reproche indefinible. Intentó hablar, pero de sus labios no salió ni una sílaba. De súbito se echó a llorar amargamente y ocultó el rostro entre las manos.

      Usted


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