Lo mejor de Dostoyevski. Fiódor Dostoyevski

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Lo mejor de Dostoyevski - Fiódor Dostoyevski


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por vanidad. Estoy seguro de que Reine tiene razón. Comprendo que uno "se achaque crímenes abominables exclusivamente por vanidad, y comprendo igualmente lo que es ese sentimiento. Pero Reine se refería a las confesiones públicas, y yo escribo para mí solo. Si hablo de modo que parece que me dirijo a los lectores, lo hago sólo porque así es más fácil exponer por escrito mis ideas. Se trata exclusivamente de una forma, una forma vacía. Ya he dicho, y lo repito, que nunca tendré lectores.

      No quiero ninguna traba en la redacción de mis notas. No observaré orden alguno, no seguiré ningún plan. Escribiré simplemente lo que vaya recordando.

      Ustedes podrían tomarme la palabra ahora mismo y preguntarme: si no piensa usted en los lectores, ¿por qué declara -¡y por escrito además!– que no observará ningún orden, ningún plan; que escribirá simplemente lo que le haya pasado por la cabeza, etc.? ¿Por qué da usted estas explicaciones? ¿Por qué presenta estas excusas?

      Estamos ante un caso psicológico interesante. Es posible que obre así por cobardía. Pero también puede ser que me imagine tener ante mí un público, a fin de no pasar por alto las conveniencias. Motivos como éste puede haber millares… Pero aún hay otra cosa. ¿Por qué escribo todo esto? Si no me dirijo al público, bien puedo evocar mis recuerdos sin registrarlos en el papel.

      Cierto, pero hay que tener en cuenta que, una vez registrados en el papel, cobran importancia. Esto me impresionará, me juzgaré mejor a mí mismo y mi estilo ganará con ello. Además, es probable que experimente cierto alivio. Hoy estoy deprimido por un recuerdo lejano que ha acudido a mí con claridad hace unos días, y desde entonces me persigue sin tregua, como uno de esos motivos musicales que nos obsesionan. Pero es absolutamente preciso que me desprenda de él. Tengo centenares de recuerdos de este tipo, y a veces, de pronto, se despierta uno de ellos y me oprime la garganta. Y creo, no sé por qué, que si expreso por escrito ese recuerdo, me veré libre de él. ¿Por qué no he de probar.

      Y la última razón es que, como nunca hago nada, estoy aburrido. Escribir los recuerdos propios es todo un trabajo. Se dice que el trabajo hace al hombre honrado y bueno. Se me ofrece, pues, una oportunidad…

      Hoy nieva. Cae una capa brumosa de copos amarillentos y medio derretidos. Ayer nevó también, y anteayer. Creo que ha sido precisamente esta nieve fundida la que ha traído a mi memoria la anécdota que me obsesiona. Así, pues, mi relato se titulará A propósito de nieve derretida.

      A PROPÓSITO DE NIEVE DERRETIDA

      Cuando el ardor de mi palabra persuasiva retiró del abismo oscuro del error tu alma caída en el fondo, y tú, presa de un dolor atroz, maldijiste, retorciéndote los brazos, El vicio que te había fascinado; cuando, castigando a tu conciencia, renunciando a tu existencia pasada y, ocultando el rostro en las manos, llena repentinamente de horror y de vergüenza, lloraste…

      NEKRASSOV

      I

      En aquella época, sólo tenía veinticuatro años. Mi vida era ya lo que es hoy: una vida sombría, desordenada y ferozmente solitaria. No tenía relaciones, no cruzaba la palabra con nadie y sólo pensaba en ocultarme en mi rincón. Durante mis horas de oficina, en la cancillería, procuraba no dirigir la mirada a ningún compañero, pero advertía perfectamente que éstos me consideraban como un tipo raro, e incluso – tenía también esta impresión- me miraban con cierta repugnancia. A veces me preguntaba por qué había de ser yo el único en imaginarse que le miran con repulsión. Uno de nuestros empleados tenía una cara repugnante, picada de viruelas. Parecía un bandido. Si yo hubiese tenido un rostro tan horrible, ni siquiera me habría atrevido a aparecer en público. Otro empleado llevaba un uniforme tan mugriento que olía a demonios. Sin embargo, aquellos señores no daban muestras de avergonzarse de su cara, de su uniforme ni de su modo de ser. No se imagina ban que los pudieran mirar con desagrado. Por lo demás, incluso si se lo hubieran imaginado, no habrían experimentado la menor inquietud, a menos que se hubiese tratado de sus jefes.

      Ahora me parece que, impulsado por una vanidad desmesurada, me exigía demasiado y me miraba a menudo con una especie de desdeñosa irritación que rayaba a veces en la repugnancia. y así llegué a persuadirme de que los demás me miraban con los mismos ojos. Mi cara me parecía detestable. La veía innoble, e incluso consideraba que tenía cierta expresión cobarde y vil. y justamente por eso, al entrar por la mañana en la cancillería, hacía un gran esfuerzo para adoptar un aire independiente y, temiendo que me creyeran cobarde, trataba de dar a mi rostro una expresión lo más noble pos ible. «Mi cara no es hermosa – me decía-. Es preciso, pues, que sea por lo menos noble, expresiva y, sobre todo, inteligente en extremo.» Y yo sabía -estaba dolorosamente seguro- que jamás mi rostro conseguiría reflejar estas hermosas ualidades. Pero lo pe or era que mi cara me parecía estúpida. Al fin y al cabo, me habría contentado con la inteligencia. Incluso habría transigido con una expresión vil, con tal que fuese también inteligente.

      Naturalmente, odiaba y despreciaba a todos los empleados de la cancillería, desde el primero hasta el último; pero creo que, al mismo tiempo, los temía. A veces, incluso los colocaba por encima de mí. Estas cosas ocurren siempre en mí repentinamente: tan pronto desprecio a una persona como la elevo sobre el pavés. El homb re honrado y culto no debe ser vanidoso si no extrema el rigor consigo mismo y se desprecia a veces hasta el odio. Pero yo, cualesquiera que fuesen mis sentimientos de desprecio y de respeto, bajaba los ojos siempre ante todo el mundo. Incluso hacía de vez en cuando experimentos. ¿Sería capaz de soportar la mirada de éste o aquél? Pero todas las veces bajaba la mirada. Aquello me atormentaba hasta la locura.

      Tenía también un temor enfermizo a parecer grotesco, y precisamente por eso profesaba una adoración servil por la rutina en todo lo concerniente a la vida externa, seguía con gran precisión el surco de la vida ordinaria y me aterraba reconocer que cometía cualquier irregularidad. Pero ¿cómo podía resistir? Mi inteligencia se había desarrollado morbosamente, como es propio de las inteligencias de nuestra época. En cuanto a mis compañeros, todos eran estúpidos y se parecían como ovejas. Si yo era el único que me consideraba un cobarde, un esclavo, era quizá justamente porque mi inteligencia estaba más desarrollada.

      Pero no se trataba de una simple ilusión: yo era efectivamente un cobarde, un esclavo. Digo esto sin rubor alguno. En nuestra época, todo hombre decente es forzosamente cobarde y un esclavo. Tal es su estado normal. Estoy enteramente convencido de ello. El hombre está constituido para ser así. Y no se trata en modo alguno de un hecho exclusivo de nuestra época, dependiente de una serie de circunstancias especiales. En todos los tiempos, el hombre honrado fue un cobarde y un esclavo. Si tiene ocas ión de dárselas de valiente, no debe jactarse de ello, porque inmediatamente después empezará a lloriquear. Tal es su ley eterna. No hay nada que pueda compararse con los asnos y los mulos en esto de ser bravos…, pero hasta cierto límite. Ni siquiera vale la pena prestarles atención: no tienen la menor importancia.

      Había otra circunstancia que me atormentaba sin cesar. No me parecía a nadie y nadie se parecía a mí. «¡Soy único, mientras ellos, son todos!», me decía. Y al punto empezaba a reflexionar.

      Como ustedes deducirán de estas declaraciones, yo no era todavía más que un chiquillo.

      Pero a veces, de pronto, se operaba en mí un cambio. ¡Qué penoso me era dirigirle a la oficina! Esta aversión llegaba al extremo de que tenía que volver a casa completame nte enfermo. Pero he aquí que entro en un período de escepticismo y de indiferencia (todo llega a mí por períodos). Entonces me burlo de mi propio rigorismo y de mi desdén, y me acuso de ser un romántico. Ayer mismo, no les dirigía la palabra; pero hoy les hablo y trato de entablar amistad con ellos. Toda mi repugnancia se ha desvanecido corno por ensalmo. ¿Quién sabe? Quizá ni siquiera la había experimentado nunca y no era más que una postura afectada. No he podido resolver aún esta cuestión. Una vez inclu so me relacioné íntimamente con ellos. Iba a verlos; jugábamos a las cartas, bebíamos, charlábamos por los codos… Pero permítanme que abra aquí un breve paréntesis.

      Entre nosotros, los rusos, no abundan esos estúpidos


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