Lo mejor de Dostoyevski. Fiódor Dostoyevski
Читать онлайн книгу.perspectiva de que me arrojasen por la ventana. No fue el valor físico lo que me faltó, sino el valor moral: resultó insuficiente. Temí que todos los presentes, empezando por el insolente encargado de la mesa y terminando por un empleadillo de cara llena de granos y de cuello grasiento, que se afanaba en tomo a los jugadores; temí que todos se rieran de mí cuando levantase la voz en son de protesta y les hablase en un lenguaje literario. Porque entre nosotros no se puede hablar del puntillo de honor, no del honor, sino precisamente del point d'honneur, sin utilizar un lenguaje literario. No, el puntillo de honor no admite el lenguaje corriente. Yo estaba completamente seguro (como ustedes ven, el romanticismo anula en mí el sentido de la realidad) de que reventarían de risa, de que el oficial no se contentaría con pegarme, sino que me haría dar la vuelta a la mesa de billar, propinándome puntapiés en los riñones. Y sólo después de esto, tal vez compadeciéndose de mí, me arrojaría por la ventana. Siendo yo el protagonista, aquella miserable aventura no podía acabar de otro modo.
Después de esto se sucedieron mis encuentros con el oficial en la calle. Lo observé atentamente. ¿Me reconocía también él a mí? No lo sé. Creo que no; lo creo por ciertos indicios. En cuanto a mí, lo examinaba con odio y rabia. Y esto duró… varios años. ¡Sí, señores! Con el tiempo, mi odio se hizo implacable, más profundo. Empecé a procurarme discretamente algunos informes sobre su persona. Esto me resultaba muy difícil, porque yo no conocía a nadie. Pero una vez, en la calle, cuando lo seguía desde hacía rato pegado a sus talones, alguien lo llamó por su nombre, y así me enteré de cómo se llamaba. Otra vez lo seguí hasta su casa y, mediante una propina, supe por el portero en qué piso y con quién vivía, y, en fin, todo lo que se puede saber por un portero.
Una buena mañana, aunque yo no tenía nin guna práctica literaria, me vino a las mientes la idea de describir al oficial en tono satírico, caricaturizarlo y presentarlo como héroe de una novelita. Me enfrasqué alegremente en este trabajo. Pinté a mi héroe con los colores más sombríos. Incluso lo calumnié. Modifiqué tan poco el nombre al principio, que sus amigos lo habrían reconocido inmediatamente. Luego, tras maduras reflexiones, lo cambié. Envié mi novela a los Anales de la Patria, pero en aquel tiempo no existía aún la moda del género satírico, y mi relato no se publicó, lo que me irritó sobremanera.
A veces, la ira me ahogaba; tanto, que al fin resolví retar a mi enemigo a un duelo. Le escribí una hermosa carta, en la que le suplicaba que me presentase sus excusas y le daba a entender claramente que, en caso de negarse, tendría que aceptar el duelo. La carta estaba tan bien escrita, que si el oficial hubiese tenido alguna sensibilidad para «lo bello y lo sublime», habría venido a todo correr en mi busca para echarme los brazos al cuello y ofrecerme su amistad. ¡Qué conmovedor habría sido todo esto! Habríamos vivido tan felices desde entonces!… Su magnífica presencia habría bastado para defenderme de mis enemigos, y yo, con mi inteligencia, con mis ideas, habría ejercido sobre él una influencia ennoblecedora. ¡Cuántas cosas habrían podido hacer! Figúrense ustedes que esto ocurría dos años después del incidente. Por lo tanto, mi desafío era ridículamente anacrónico, a pesar de la habilidad que yo había desplegado para explicar y disimular este anacronismo. Pero, gracias a Dios (todavía hoy doy gracias al cielo con lágrimas de gratitud en los ojos), no envié la carta. Me estremezco ante la sola idea de lo que habría ocurrido si la hubiese enviado.
Luego, de pronto, conseguí vengarme de la manera más sencilla y genial. Fue una idea luminosa. A veces, los días de fiesta, iba a pasear por la avenida Nevsky. Daba mi paseo a eso de las cuatro, por la acera en la que daba el sol. En verdad, no se trataba de un verdadero paseo, de un esparcimiento, pues durante él experimentaba tormentos indecibles, humillaciones e incluso ataques de hígado. Pero esto era precisamente, me parece a mí, lo que buscaba en aquel lugar. Semejante a un insecto, me deslizaba del modo más vil entre los transeúntes, cediendo continuamente la acera a los generales, a los oficiales de guardia, a los húsares, a las damas hermosas. Sentía verdaderos espasmos en el corazón y escalofríos a lo largo de la espina dorsal cuando pensaba en el lamentable estado de mi ropa en el aspecto bajo y vulgar que debía tener mi agitada e insignificante persona. Era un verdadero suplicio, una humillación continua, que me inspiraba el claro convencimiento de que yo era una simple mosca en medio de tanta elegancia, una repulsiva mosca, superior, desde luego, a toda aquella gente en inteligencia, en nobleza, pero constantemente ofendida, continuamente humillada y siempre obligada a ceder.
¿Por qué iba a la -avenida Nevsky? ¿Por qué me sometía voluntariamente a aquel suplicio? No lo sé. Pero me sentía atraído hacia allí, y me apresuraba a ir cada vez que me era posible.
Por lo tanto, ya experimentaba aquellos ataques de voluptuosidad de que hablé en el primer capítulo. Pero después de mi aventura con el oficial, estos ataques fueron más violentos. En la avenida Nevsky me lo encontraba con frecuencia, y era allí donde podía admirarlo mejor. También él paseaba por la avenida los días de fiesta. También él cedía el paso a los generales y a las altas personalidades, se deslizaba entre ellos como un insignificante pez; pero cuando se trataba de personas de mi ralea, e incluso un poco más limpias, las aplastaba materialmente: iba recto hacia ellas, como si no existiesen, y nunca les cedía el paso. Yo me ahogaba de rabia cuando le veía llegar, pero, aún lleno de furor, siempre me apartaba de mi camino. Sufría al no poder mantenerme en pie de igualdad con él ni siquiera en la calle. «¿Por qué he de ser siempre yo el que ceda el paso? -me preguntaba a veces, ciego de cólera, por las noches -. ¿Por qué he de ser yo? No hay reglas, no hay nada escrito sobre esta cuestión. Comprendo que la gentileza se comparta, como es propio de personas bien educadas: él cede el paso, tú lo cedes también, y los dos pasáis con un sentimiento de mutua estimación.» Pero el caso es que yo siemp re me apartaba de mi camino y él ni siquiera se daba cuenta de mi urbanidad. Y he aquí que un día se me ocurrió esta idea maravillosa: «¡Si yo me atreviese a no cederle el paso cuando nos encontráramos…, no cedérselo adrede, ostensiblemente, aunque él me empujara…! ¿Qué pasaría?». Este pensamiento audaz se fue apoderando de mí paulatinamente, y llegó un momento en que ya no pude librarme de él. Aquel encuentro no se apartaba de mi mente, e iba con más frecuencia a la avenida Nevsky, a fin de imaginarme más claramente cómo obraría cuando me decidiera a obrar. Estaba radiante de alegría. Cuanto más pensaba en ello, más realizable me parecía mi idea. «No lo empujaré -la alegría me había hecho ya mejor-, pero no lo esquivaré. Tropezaremos sin hacemos daño; será un choque de hombros no más fuerte de lo indispensable para que él comprenda que hay que guardar las formas.» Al fin tomé la decisión. Pero los preparativos exigieron mucho tiempo. Ante todo, había que estar bien compuesto al realizar semejante acto. Por lo tanto, tenía que pensar en mi indumentaria. «Si hay escándalo (ya que el público de la avenida es a esa hora de lo más encopetado: el príncipe D…, la condesa, todos los escritores), conviene ir bien vestido. La ropa impone a la gente y en el acto lo coloca a uno, a los ojos de la buena sociedad, en el mismo plano que cualquier otro.» Por consiguiente, pedí un anticipo de mi sueldo y me compré en casa de Tchurkin un sombrero y un par de guantes negros. Los guantes negros me parecían de mejor tono, más correctos que los guantes de color limón en los que había pensado al principio, pero que después me parecieron demasiado vistosos: «Me acusarían de querer llamar la atención». Renuncié, pues, a los guantes amarillos. Ya tenía preparada desde hacía mucho tiempo una elegante camisa con botones de marfil. Pero el estado de mi abrigo exigió largas operaciones. Al fin y al cabo, no era demasiado feo, y me abrigaba lo necesario. Pero estaba enguatado y tenía un cuello de oso lavador, como las pellizas de los lacayos. Así, pues, costase lo que costase, había que cambiar el cuello y ponérselo de castor como los que llevan los oficiales. Recorrí las tiendas, y al fin, tras una búsqueda infructuosa, di con un castor alemán que no debía ser muy caro. Aunque el castor alemán no sea sólido y cobre pronto un aspecto de pobreza, cuando está nuevo produce bastante efecto, y había que tener en cuenta que yo lo necesitaba solamente para aquella ocasión. Pregunté el precio, y vi que no era tan módico como yo hubiera deseado. Entonces decidí vender mi cuello de oso lavador y pedirle la cantidad que me faltaba (para mí muy importante) a Antón Antonovitch Sietochkin, el jefe de mi negociado, hombre bondadoso, pero serio y práctico, al que me había recomendado calurosamente un personaje importante cuando empecé a trabajar como funcionario.
Yo