Lo mejor de Dostoyevski. Fiódor Dostoyevski

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Lo mejor de Dostoyevski - Fiódor Dostoyevski


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bien. En cuanto a Zverkov, naturalmente, no tendrá que dar nada.

      -¡Claro! ¡Es el invitado! -asintió Simonov.

      -¿Cómo podéis creer -intervino Ferfitchkin con acento arrogante e insolente, como un lacayo descarado que se jacta de las consideraciones de su dueño-, cómo podéis creer que Zverkov admita que paguemos sólo nosotros? Aceptará nuestra invitación por delicadeza, pero nos ofrecerá champán, seis botellas seguramente.

      -Demasiado champán para cuatro personas -comentó Trudoliubov, que sólo se había fijado en el número de botellas.

      -En resumen, que somos tres a pagar, aunque, con Zverkov, seamos cuatro a cenar. Veintiún rublos. Hotel Perís. Mañana a las cinco -recapituló Simonov, al que se había encomendado la organización del banquete.

      -¿Por qué veintiún rublos? -exclamé con cierta emoción, incluso sintiéndome un poco ofendido-. Si se me cuenta a mí también, no serán veintiuno sino veintiocho.

      Yo creía que al hacer aquella oferta espontánea causaría gran efecto y todos se rendirían a mi generosidad. Esperaba miradas de admiración.

      -¿De veras quiere usted ser del grupo? -preguntó Simonov, descontento, sin mirarme, porque sabía perfectamente cómo era yo.

      Me exasperó que me conociera tan bien.

      -¿Por qué no? -exclamé con voz ronca-. También yo fui compañero suyo. Es más, incluso me molesta que no me hayan informado a tiempo.

      -¿Acaso conocíamos su paradero? -exclamó rudamente Trudoliubov-. Además, usted nunca ha estado en buenas relaciones con Zverkov -añadió con semblante sombrío.

      Pero yo me había lanzado.

      -Eso es un asunto privado en el que nadie tiene derecho a inmiscuirse -dije con voz temblorosa, como si se tratase de algo extraordinariamente importante -. Quizá precisamente porque no estamos en buenas relaciones, quiero…

      -¡Cualquiera le entiende a usted con sus ideas elevadas! -exclamó Trudoliubov con una risita de burla.

      -Contamos con usted -cortó Simonov volviéndose hacia mí -. Mañana a las cinco, en el Hotel París. No se equivoque.

      -¿Y el dinero? -dijo Ferfitchkin a media voz a Simonov señalándome con un movimiento de cabeza. Pero se detuvo en seco, porque incluso Simonov se sintió molesto.

      -¡Basta! -dijo Trudoliubov levantándose-. Puede venir, si tanto lo desea.

      -Pero es que estaremos entre amigos -protestó Ferfitchkin, irritado-. No se trata de una reunión oficial. A lo mejor, su presencia…

      Se marcharon. Al salir, Ferfitchkin ni siquiera me saludó. Trudoliubov inclinó casi imperceptiblemente la cabeza, Sin mirarme.

      Simonov, con el que me quedé solo, parecía perplejo y molesto. Me miraba de un modo extraño. Ni se sentaba ni me invitaba a sentarme.

      -Bueno, ya sabe: mañana. ¿Entregará hoy el dinero? Se lo pregunto para poder planearlo todo con seguridad -explicó rápidamente, muy confuso.

      Enrojecí de cólera, pero, mientras enrojecía, me acordé de que le debía quince rublos desde hacía siglos, cosa que yo nunca había olvidado. -Comprenda usted, Simonov, que al venir aquí no podía prever… Lamento de veras haberme olvidado de…

      -¡Bah! No tiene importancia. Ya pagará usted mañana. Sólo lo he dicho para saber con certeza… En fin, no se preocupe…

      Se calló de pronto y empezó a ir y venir por la habitación, cada vez más irritado, golpeando violentamente el suelo con los talones.

      -¿Tiene usted algo que hacer? ¿Lo molesto? -pregunté tras unos minutos de silencio.

      -¡Oh, no! -exclamó, como si volviera en sí de pronto-. Aunque, para serle franco, me tengo que acercar a… No está lejos de aquí -añadió, confuso y en un tono de excusa.

      -¡Dios mío! ¿Por qué no me lo ha dicho antes? -exclamé cogiendo mi gorra con una desenvoltura que me había venido de Dios sabe dónde.

      -No está lejos de aquí…, a dos pasos -repetía Simonov acompañándome hasta la puerta con una solicitud que no le cuadraba en absoluto-. -Así, pues, hasta mañana, a las cinco en punto -me gritó desde lo alto de la escalera.

      No podía ocultar que se alegraba de que me fuera. En cambio, yo estaba furioso…

      ¿Por qué diablos me habría metido en aquel enredo? Rechinaba los dientes mientras iba a grandes zancadas por la calle. ¿Y todo por quién? ¡Por aquel cerdo de Zverkov! «Desde luego, no iré. ¡Sólo merecen que les escupa! Nada me obliga a ir. Avisaré a Simonov por carta..

      Pero lo que más me irritaba era mi seguridad de que iría, de que iría a toda costa, y que tanto más empeño pondría en ir cuanto menos me conviniera y más pudiese hacer el ridículo.

      Había un importante obstáculo para que fuese: no tenía dinero. Todo mi capital eran nueve rublos, de los cuales debía entregar siete al día siguiente a mi criado, Apolonio, al que daba siete rublos al mes, naturalmente comiendo él por su cuenta.

      Conocía bien su carácter, y no quería hacerlo esperar. (En algún momento tendré que hablar de este canalla, de esta inmundicia.) Y, sin embargo, yo sabía que no le pagaría y que iría a la cena.

      Aquella noche tuve sueños espantosos. No era extraño, pues había estado todo el día oprimido por el recuerdo de los años de cárcel que habían sido mis años de estudio. Parientes lejanos, bajo cuya tutela estaba ya los que jamás he vuelto a ver, me abandonaron en aquella escuela. Cuando ingresé, mis parientes me habían convertido ya, a fuerza de reproches, en un muchacho taciturno, silencioso, de mirada hostil. Mis compañeros me acogieron con pérfidas burlas, porque no me parecía a ninguno de ellos. Yo no podía soportar las bromas, no podía acostumbrarme a ellos tan fácilmente como ellos se acostumbraban unos a otros. Los odié, pues, desde el principio y me encerré en un profundo orgullo, en el que había un algo de temor y mortificación. Me repugnaba la grosería de aquellos muchachos. Se reían cínicamente de mi casa, de mi aspecto estúpido. ¡Pero no se veían las caras de idiotas que tenían ellos! En aquella escuela, los rostros se transformaban hasta adquirir una expresión de imbecilidad. Vi ingresar a muchos chicos que entonces eran guapos y que años después tenían un no sé qué de repelente. Cuando llegaban a los dieciséis años, los observaba con una curiosidad sombría: la mezquindad de sus pensamientos, la imbecilidad que denotaban sus ocupaciones, sus conversaciones, sus juegos, me paralizaban de asombro. No comprendían ciertas cosas de gran importancia, no prestaban atención a las cosas más notables, y ello me impulsó a considerarme, en contra de mi voluntad, muy superior a ellos. No era en modo alguno la vanidad herida el motivo de mi actitud, y, ¡en nombre del cielo!, no me vengáis con esa objeción, tan repetida que ya me produce náuseas, de que yo soñaba despierto mientras ellos poseían ya el sentido de la realidad. ¡De ningún modo! No comprendían nada, no tenían el menor sentido de la realidad. Esto era precisamente lo que me parecía más despreciable en ellos. Por el contrario, acogían la realidad más evidente, la que, por decirlo así, entra por los ojos, con la más estúpida incomprensión. Es más, aunque sólo tenían dieciséis años, ya se inclinaban servilmente ante el éxito. De todo lo verdadero y justo, pero que estaba postergado y despreciado, se burlaban necia y cruelmente. Daban más valor a los diplomas que a la inteligencia. Tenían sólo dieciséis años, y ya ponían por encima de todo las sinecuras. Pero hay que pensar que a ello contribuían su estupidez y los malos ejemplos que los habían rodeado desde su infancia. Estaban monstruosamente corrompidos. Pero en ello había, evidentemente, algo externo, cierta afectación cínica, cuya lozanía juvenil se transparentaba a veces a través de su depravación. Sin embargo, incluso esta lozanía resultaba poco simpática, pues se manifestaba por medio de una especie de grosera sensualidad. Yo los odiaba, aún siendo quizá


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