Nerviosos y neuróticos en Buenos Aires (1880-1900). Mauro Vallejo
Читать онлайн книгу.al nivel del curanderismo, pues aconsejaban el consumo de preparados cuya composición o dosificación les era absolutamente desconocida. Por otro lado, forzaban al farmacéutico a hacer de su local una tienda de talismanes: “para mayor irrisión está obligado el farmacéutico a ser su agente y aún a exhibirlas, para que no le pongan en entredicho los médicos y el público, que se han empeñado en convertir las boticas en un bazar de fruslerías”.46 Si bien ese enunciado es un síntoma de un vano intento de resolución −vía inculpación de la medicina− de una contradicción interna del gremio farmacéutico (tensionado irresolublemente entre la ciencia y el comercio), tiene el mérito de señalar la activa participación de los doctores en el desenvolvimiento de un mercado que, a primera vista, parecía transitar un sendero ajeno a las faenas de los galenos.
Siguiendo la propuesta enunciada por María José Correa (2018), podemos recortar la posición incierta y productiva de la figura del médico en ese mercado de consumo y en las publicidades que lo atizaban. En un plano más inmediato, la referencia a la profesión médica servía en muchos de estos productos como una vía de legitimación de su modernidad, de su autenticidad o de su efectividad. Recordar que tal o cual sustancia contaba con el improbable aval de una Academia de Medicina, o que era el fruto de la labor investigativa o humanitaria de un médico de vacilante renombre, parecía denotar un doble proceso: por un lado, ratificaría el prestigio público del saber médico, pues éste era convocado como el más seguro sostén del producto comercial, y por otro, demostraría hasta qué punto una empresa o iniciativa en el mundo de la salud dependía de su ligazón a ese mundo galénico donador de autoridad. Aquellas publicidades en las que un médico local o extranjero manifestaba su opinión favorable a propósito de un específico o remedio particular, constituirían otro ejemplo transparente de ese círculo de distribución de prestigios.
Ahora bien, la trama que sostiene este mercado asigna localizaciones menos previsibles o sencillas a los elementos que allí aparecen reunidos. Esto último es válido especialmente para el caso de los médicos. Al mismo tiempo que simulan acreditar el saber o la pericia de los diplomados, las publicidades en verdad incitan una tramitación de la enfermedad que prescinde de la intervención de los primeros. No sólo porque favorecían de manera abierta el autoconsumo, indicando dónde debían ser adquiridos los remedios o cómo debían ser ingeridos, sino también porque instaban a los enfermos/consumidores a reconocer por sí mimos su patología, o a circunscribir y nombrar sus síntomas. De esa forma lo que estaba en juego no era, en rigor de verdad, la reutilización del prestigio ya adquirido por los profesionales, sino algo más sutil y hasta contrario: si bien no se renunciaba a ese constante reenvío al lenguaje o los oropeles de la medicina, el enunciado que esos avisos transmitían en silencio rezaba que la visita a la botica era más provechosa y sanadora que la costosa consulta con el doctor.
Unos años más tarde, en su denuncia de la extensión del curanderismo en la Capital, Pedro Barbieri captó con sutileza esa confusa argamasa de agentes. Luego de advertir que muchas veces los diplomados pecan de torpeza a la hora de utilizar los recursos disponibles de la terapéutica, advirtió lo siguiente:
Y de ahí los fracasos, de ahí la prescripción de específicos, tan nociva para el médico, pues llega, a la larga, a herir su reputación, desde que el enfermo pretende muchas veces que para comprar un específico le hubiera bastado consultar con el farmacéutico próximo o con la página de anuncios de cualquier diario político.
A la próxima enfermedad el paciente acude al farmacéutico y, o le pide directamente un específico determinado, o le induce a curandear consultándolo sobre su mal. [¿]Acaso, dice, no conoce el farmacéutico tanto o más que el médico los específicos y su aplicación a las enfermedades? (Barbieri, 1905: 69).
Al mismo tiempo, ese elogio del autoconsumo resultaba atractivo para el enfermo por un doble motivo: primero, porque realzaba sus potestades (de regular por sí mismo su salud o sus drogas), y segundo, porque lo exculpaba de su padecimiento nervioso. Cabe suponer que esas publicidades se encargaron de popularizar a nivel local la certeza que otros historiadores han documentado para otros contextos, según la cual esas patologías eran de origen orgánico (y no mental), y que por ende nada tenían que ver con la vergonzante condición de la locura (Sengoopta, 2001; Thompson, 2001). Invitar a revertir una neurosis con un aceite o un específico era garantizar que la afección dependía de un desarreglo material (y no de la imaginación), y en simultáneo reforzar la vanidad del paciente que, cual buen sujeto moderno, tomaba las riendas de su cuidado personal.
Esa espiral del autoconsumo era estimulada asimismo por la comercialización de otros productos, que tenían un afán presuntamente aleccionador. Nos referimos a la difusión de folletos o pequeños libros explicativos, destinados en realidad a promocionar ciertos específicos o remedios. Esos materiales, de precio accesible, estaban redactados en lenguaje corriente, sin demasiados tecnicismos, y debían auxiliar a los lectores, por un lado, en el reconocimiento de los síntomas, y por otro, en la correcta administración de las drogas de venta libre. Algunos de esos volúmenes podían ir dirigidos a los médicos, a quienes buscaban instruir sobre las bondades de tal o cual específico; pero no sería errado aventurar que eran consumidos tanto por profesionales como por legos. A ese grupo pertenece una obra que circuló en la ciudad por esos años. Titulada Algunas afecciones del sistema nervioso en las cuales el Jarabe de Hipofosfitos de Fellows es beneficioso, e impresa en Londres en 1884 según su portada, esta obrita de 60 páginas contenía tres grandes secciones: en la primera de ellas se describían las afecciones nerviosas que podían ser sanadas mediante el remedio; en la segunda, se ofrecía la transcripción, cansina y redundante, de cartas de supuestos facultativos que habían probado con éxito la sustancia en sus pacientes; por último, se ofrecían precisiones sobre el modo de consumir la sustancia y acerca de los agentes que la distribuían a lo largo y ancho del planeta (Fellows, 1884).
De un tenor más popular, y con un contenido más parecido al de los folletos publicitarios, fueron los manuales del Dr Humphreys de Nueva York. De acuerdo con un aviso, esos manuales serían distribuidos gratuitamente a los interesados que contactaran al agente E. De la Balze, domiciliado en Cuyo 1837. Según esa publicidad, explicaban “los síntomas de cada enfermedad y modo de curarlas con los específicos de dicho autor, cura de la sífilis, debilidad nerviosa, etc.”. En palabras de esa fuente, las medicinas garantizaban “curas simples, eficaces, seguras y las más económicas”.47
Podemos aventurar, además, que el embrollo de identidades e intereses que vertebraba este mercado era aun más complejo. No alcanza con afirmar que las publicidades usaban y manipulaban de modo a veces descarado la figura del médico. Por alguna razón, que ciertamente excedía su gusto por el dinero, los doctores nunca dejaron de prescribir esos específicos, o de buscar diversas maneras de involucrarse en su comercialización. Sucede que los avisos no solamente servían al cometido de acercar al público más extenso la terminología médica, sino que propiciaban, aun a pesar suyo, una soldadura que podía resultar atractiva para los doctores. De manera subrepticia, las publicidades ligaban el campo de lo médico (su lenguaje, sus categorías diagnósticas) a una promesa tangible de sanación. Efectuaban un maridaje que la medicina por sus propios medios aún no podía garantizar. Invitaban a ver, tras los tecnicismos del vocabulario científico, la posibilidad de una cura, asequible mediante una acción muy simple ligada al consumo.
Por otro lado, esto último nos sirve para entender el motivo por el cual las publicaciones periódicas del gremio médico se hayan transformado, sobre todo a partir de la década de 1890, en una vidriera privilegiada de los “específicos”. Nos referimos sobre todo a La Semana Médica, fundada en enero de 1894. Las páginas de esa revista estuvieron desde el inicio atestadas de avisos publicitarios de tónicos y jarabes milagrosos. No cabe suponer que los médicos fueran consumidores contumaces de esas sustancias, sino que más bien oficiaban de eficaces e imprescindibles mediadores en ese mercado. Carentes de drogas capaces de sanar las enfermedades que llegaban a su consultorio, los doctores no podían dejar partir a sus pacientes con las manos vacías. Según las palabras de un autor que desempeñó un papel vital en este mercado:
(...) ciertos enfermos