Ríos que cantan, árboles que lloran. Leonardo Ordóñez Díaz

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Ríos que cantan, árboles que lloran - Leonardo Ordóñez Díaz


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el universo vegetal amazónico; sus palabras se hacen eco de la extrañeza vivida por los demás soldados cuando habla de una «selva oscura y húmeda» (131), de una «cárcel de árboles y de agua» (133), de «tierras quebradas y traicioneras» (137) en las que orientarse es una tarea ardua. Tampoco los indígenas que acompañan la expedición están a gusto en la selva. «Creíamos llevarlos como guías», dice Aguilar, «pero se veían tan extraviados como nosotros, porque eran incas de la cordillera» (107), habituados al frío y al viento de las montañas mas no al clima selvático, caliente y húmedo, que, aunado al duro trabajo de cargar las provisiones, consume poco a poco sus fuerzas. Su lengua es el quechua, así que pocos entre ellos pueden entablar comunicación con los nativos amazónicos.

      En principio, podría creerse que la oposición entre la naturaleza europea domesticada y la densa espesura selvática se inscribe en el marco del dualismo: «civilización/barbarie», con el primer término ligado a las ciudades europeas y el segundo a la naturaleza americana indómita, reiterando un tópico bien anclado en las formas de percibir la selva. Empero, a medida que el texto avanza, aparecen elementos que subvierten esa oposición y reducen su plausibilidad. El texto muestra, sobre todo, que la inclinación de los forasteros a percibir la selva como un lugar lóbrego y enmarañado no se debe solo a su ignorancia del terreno, sino también a tres factores conexos: 1) su actitud poco receptiva ante la región que están recorriendo, 2) su dificultad para describir la multiplicidad de seres que les sale al paso y 3) el influjo de diversas leyendas y mitos. Lo primero se hace notorio durante el avance de la expedición de Pizarro en busca de los caneleros (2008: 95-98). De entrada, el tamaño y la composición del grupo eran inadecuados para cruzar la cordillera y descender hacia las tierras bajas de la selva: cuatro mil indios cargueros, cien jinetes, ciento cuarenta soldados a pie, dos mil llamas, dos mil cerdos, dos mil perros de presa. La inconveniencia de los medios desplegados se debe en parte a que los españoles desconocían las características de las regiones que iban a atravesar, pero indica además el talante agresivo de la expedición, concebida para provocar miedo y decidida a abrirse paso a toda costa. Como nota Aguilar, todos esos animales y hombres formaban un tropel bullicioso de ladridos, gruñidos, gritos, relinchos; un insólito ejército cuya marcha «era demasiado amenazadora y en lugar de disimularse se anunciaba sin cesar» (103). Uno de los problemas que se derivan de ello es que los expedicionarios no tienen ocasión de explorar el terreno, de detenerse en sus particularidades. Toda la energía de los españoles se concentra en una idea fija: la riqueza que los espera más adelante. Esta situación, en vez de favorecer una percepción matizada del territorio, hace que este se convierta en un obstáculo formidable, una fuente incesante de fastidios y fatigas:

      Como un enorme ser que solo se viera a sí mismo, el propio tumulto de la expedición no nos dejaba advertir el mundo que recorríamos. Todo el tiempo había que cuidar que los cerdos no se despeñaran, que los perros tuvieran alimento, que los fardos estuvieran asegurados, que las armas no padecieran humedad, que los caballos sobrepasaran los fangales y los barrancos resbaladizos. (97)

      Más que trazar una frontera clara entre un ambiente civilizado y otro bárbaro, o ratificar el carácter salvaje de la naturaleza americana, lo que el texto destaca entonces es la dificultad de los esquemas conceptuales europeos —y del caudal léxico de sus lenguas— para ajustarse a la cantidad abrumadora de novedades botánicas, zoológicas, geográficas y culturales halladas en la selva. Por lo demás, la diversidad y la abundancia de formas de vida que bullen en la espesura resultan tan agobiantes para Aguilar, que lo hacen dudar de la capacidad, no solo de la lengua española, sino de cualquier lenguaje humano, para abarcarlas: «Uno tendría que inventar muchas palabras para describir lo que ve, porque entre formas incontables, nadie, ni siquiera los indios, sabrá jamás los nombres de todos esos seres que beben y aletean, que se hinchan y palpitan, que se abren y se cierran como párpados y que tienen una manera silenciosa de vivir y morir» (2008: 225). Lejos de ser solo un rasgo circunstancial añadido por el autor, el sentimiento expresado aquí por Aguilar corresponde a una realidad histórica vivida por numerosos cronistas; de ahí el aire de paciente catálogo que tienen muchos pasajes de las crónicas de Indias, de ahí las prolijas enumeraciones que ocupan a veces centenares de páginas, de ahí ese esfuerzo de compilación cuya huella se advierte en la literatura hispanoamericana del siglo xx —baste recordar los inventarios de historia natural que Neruda incluye en su Canto general—.

      Por desgracia, las actitudes de apertura al conocimiento y la óptica indígena estuvieron lejos de marcar la nota dominante de la conquista, y la selva, por ser el margen de la periferia, arrastra el pesado fardo de haber sido presentada en Occidente con base en los relatos de quienes solo rozaron su superficie y no con base en los testimonios de quienes, habiendo vivido en ella desde mucho tiempo atrás, la conocían a fondo. Vimos en el capítulo previo que la atmósfera del siglo xvi ofrecía un terreno abonado para la difusión de historias legendarias de la Antigüedad que, extrapoladas al contexto selvático, adquirían visos de verosimilitud. Tales historias fueron trasmitidas por soldados y frailes que, pese a los meses de angustias e incertidumbre que pasaron en la selva, apenas se asomaron a ella, pero que gozaban, en todo caso, del privilegio de haber sido parte de los primeros contingentes europeos en llegar allí. Aquellos hombres recorrieron la selva casi a ciegas o, pasa usar las palabras de Aguilar, «como si los arrastrara un embrujo» (2008: 189), empujados por la corriente de los ríos, ofuscados por la ilusión del oro y la canela, atenazados por el temor a los indios y a las fieras, mezclando los datos de los sentidos con los fantasmas de la imaginación. No obstante, fueron sus versiones de lo que habían visto y oído las que sirvieron como base para los discursos sobre la selva mucho antes que se pensara siquiera en contar con el parecer de los autóctonos. Esto último hubiese implicado, por cierto, un trabajo de traducción impensable en ese momento y lugar, y con pocas opciones de hallar eco, ya que, como anota Aguilar, la selva es «tan extraña, tan misteriosa, que es más fácil entender lo que dice el que la vio fugazmente que entender lo que sabe el que ha vivido en ella la vida entera» (245).

      Y fueron justamente visiones fugaces de los forasteros las que, interpretadas a la luz de leyendas y mitos, le dieron su nombre a la región y al río que la riega. Un aspecto clave de El país de la canela es la recreación de la experiencia que posibilitó ese hecho y el análisis de su impacto en la Europa renacentista. Como el mito de las guerreras amazonas ha sido objeto de revisión crítica en varias obras del siglo xx, voy a repasar un par de ejemplos antes de analizar el aporte de Ospina. En la novela de Otero


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