Ríos que cantan, árboles que lloran. Leonardo Ordóñez Díaz

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Ríos que cantan, árboles que lloran - Leonardo Ordóñez Díaz


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a las amazonas, tachándolas de hembras bárbaras y pecaminosas. Las autoridades del Vaticano adoptan así una actitud tan ambigua como la de los conquistadores en América, pero traspuesta ahora al plano espiritual; su perspectiva confirma que, a esas alturas, la condición periférica de América con respecto a Europa ya está bien establecida:9 el continente constituye una frontera que es preciso someter, cristianizar, educar. Si los prelados no le otorgan importancia al testimonio de Aguilar ni al escrito de Oviedo en sus debates sobre las amazonas, es porque consideran que tales emisarios simplemente ratifican algo que ellos ya sabían: que las tierras situadas al otro lado del Atlántico son un foco de barbarie:

      Lo que más gobernaba aquellas polémicas era cierto odio por las mujeres en general, pero sobre todo el rechazo ante la idea de unas mujeres acostumbradas a organizar su vida sin hombres, entregadas sin duda a amores entre ellas y sin frenos ante la lujuria, dadas a las tareas sucias y crueles de la guerra y capaces de esclavizar a sus amantes y aun de matarlos cuando les estorbaban. «Si algo está claro», dijeron, «es que la vida pecaminosa de aquella nación de hembras bárbaras es la peor expresión de paganismo de que se haya tenido noticia». (315)

      Ya hemos visto cómo la ambigüedad que envuelve el choque de los conquistadores con grupos de mujeres desnudas y armadas en medio de la selva es un síntoma de la dificultad de los recién llegados para encajar ese mundo desconocido en su cosmovisión europea. Notemos ahora otro factor clave en la actitud de los españoles: la necesidad de reafirmar, frente a la extrañeza y el malestar que les produce la selva, su imagen de sí mismos como hombres civilizados. A este respecto, el empleo del mito griego de las amazonas como recurso explicativo tiene un efecto tranquilizador y otro perturbador. Si las indígenas selváticas son las amazonas, entonces no se trata de seres inconcebibles o radicalmente anómalos, sino que su existencia encaja en un sistema de coordenadas culturales familiar, respaldado por una larga tradición. El desasosiego de afrontar una realidad extraña e inaudita es apaciguado, aunque sea provisionalmente, mediante lo que, en el marco de una expedición por tierras ignotas, podía ser considerado una «hipótesis plausible». No olvidemos, además, que el carácter hipotético de tal explicación le dio paso enseguida a la convicción de los españoles de haberse enfrentado realmente a las amazonas, y que la noticia llega a Europa asistida por esa convicción. El problema es que la explicación misma es a su vez inquietante, y más para unos prelados, que, a diferencia de los soldados, no vivieron en carne propia la extrañeza de la selva. La inquietud surge porque, en la versión clásica, las amazonas representan una fuerza salvaje, rebelde a toda domesticación, hecho tanto más notable porque las mujeres eran para los griegos, como anota Bartra, «la encarnación misma de la vida doméstica». En su estudio sobre la figura del salvaje, Bartra enfatiza que las amazonas «combinaban rasgos salvajes femeninos con elementos notoriamente masculinos, como su amor por la guerra y su habilidad para montar a caballo», lo que es, a su juicio, «revelador de la forma en que los griegos concebían un espacio salvaje en el seno de su mundo» (1996: 32-33). Según este planteamiento, las amazonas son solo una de las versiones de otro mito de más amplio alcance: el del «salvajismo» —un mito esencial para el mundo occidental, ya que es por contraste con él que nuestra cultura define, desde la antigüedad, la noción de «civilización» (303-308). Después de todo, ¿no es de la existencia de núcleos de salvajismo de donde extrae su sentido el proceso civilizatorio?

      Aunque la incomunicación es evidente, eso no impide que Aguilar, deslumbrado por los edificios, las reliquias y el espíritu de la ciudad eterna (305), tenga la sensación de que solo allí su experiencia se vuelve real: «Si para mí fue una aventura viajar a la selva y el río, en Roma viví la aventura de que todo aquello pudiera ser nombrado» (316-317). Los prelados no le prestan atención a su testimonio y, sin embargo, Aguilar siente que su travesía selvática solo adquiere consistencia contada en latín, la lengua que utilizan como puente para comunicarse, pues él mismo no habla italiano y los prelados no hablan español. Para Aguilar es claro que la realidad de la vida en Roma no se ajusta a la imagen idealizada que él tenía en la cabeza, basada en las descripciones que le hiciera su maestro Oviedo años atrás: «No era precisamente al jardín de la civilización a donde había llegado, allí también podía ver día tras día los peces grandes devorando a los pequeños, los delirios primando sobre los hechos» (323). No obstante, es en Europa donde la interpretación oficial de los hechos se establece. En su viaje de vuelta a América como secretario del marqués de Cañete, Aguilar recuerda las personas a las que les ha contado su viaje y constata que cada una tiene un foco de interés distinto. Para Oviedo, lo esencial eran las especies animales y vegetales nuevas; para los prelados en Roma, las amazonas y otros seres fabulosos; para el marqués de Cañete, las intrigas de los capitanes: «Si primero me había sentido como un alumno respondiendo un examen y después como un pecador confesándose ante un clérigo, ahora me sentía como un testigo en un estrado judicial» (341). En todo caso, más allá de esas diferencias, la asimetría «centro/periferia» que se instaura con el arribo de los europeos a América silencia a los pobladores de la periferia, mientras la imagen de la selva forjada en el centro, con la figura de las amazonas desnudas en primer plano, se instala como núcleo del imaginario. Refrendando este hecho, la serpiente de agua en cuyo lomo cabalgaron Orellana y sus hombres por varios meses es bautizada en las crónicas, los mapas y los documentos de la época con su nombre actual.

      Se consuma así un proceso histórico jalonado por cinco etapas. La primera introduce la base empírica: los españoles divisan en la orilla del río un grupo de mujeres desnudas y armadas que adoptan


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