Teoría crip. Robert McRuer

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Teoría crip - Robert McRuer


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modificado de Gender Trouble (sustituyo, entre corchetes, los términos de Butler sobre género y sexualidad por términos literalmente relacionados con la corporalidad):

      La [capacidad corporal] proporciona posiciones normativas (…) que son intrínsecamente imposibles de encarnar, y el fracaso permanente para identificarse plenamente y sin incoherencias con estas posiciones demuestra que [la capacidad corporal] en sí misma no sólo es una ley obligatoria, sino una comedia inevitable. En realidad, yo definiría esta idea de la [identidad capacitada] como un sistema obligatorio y una comedia intrínseca, una parodia permanente de sí misma, y como una perspectiva alternativa [de la discapacidad]. (122)

      En otras palabras, la teoría de Butler sobre el género en disputa podría resignificarse en el contexto de los estudios queer/de la discapacidad para resaltar lo que podríamos llamar “la capacidad en disputa”, es decir, no en el sentido del llamado problema de la discapacidad, sino en el de la inevitable imposibilidad, incluso cuando se hace obligatoria, de una identidad corporalmente capacitada11.

       Reinventar al heterosexual

      En las últimas décadas hemos visto muchas disputas sobre la capacidad, tanto dependientes como alimentados por las disputas sobre el género que señala Butler. Un ejemplo de una década anterior del siglo XX puede demostrar algunas de las formas en las que la heterosexualidad capacitista ha cambiado o se ha adaptado. En su ensayo “Baños públicos y simpatía; o, La epistemología del armario/váter”(en Homographesis), Lee Edelman analiza la representación popular de una crisis sexual que implica a un miembro prominente de la administración de Lyndon B. Johnson y proporciona así una instantánea de las actitudes dominantes a mediados del siglo XX. El 7 de octubre de 1964, Walter Jenkins, jefe de gabinete de Johnson, fue arrestado por realizar “actos indecentes” con otro hombre en un baño de hombres en Washington, D.C. El arresto se realizó después de que Jenkins entrara en el mismo baño público donde cinco años antes había sido arrestado y acusado de “conducta desordenada (pervertida)”. El hecho de que el arresto anterior no hubiera sido detectado cuando Jenkins saltó a la fama en la Casa Blanca solo agravó el escándalo en 1964, dada la aceptación generalizada en ese momento de creencias como la expresada en un editorial del New York Times: “No puede haber lugar en el personal de la Casa Blanca o en los niveles superiores del gobierno… para una persona de comportamiento marcadamente desviado” (Edelman, 148-149). El ensayo de Edelman analiza a fondo cómo los acontecimientos que rodearon el escándalo de Jenkins desvelaron las preocupaciones contemporáneas sobre la masculinidad, la homosexualidad, la identidad nacional estadounidense y la seguridad nacional durante la Guerra Fría. Jenkins dimitió de su cargo el 14 de octubre de 1964 (Edelman, 148-151).

      Edelman sostiene que la respuesta al arresto a mediados de siglo de Jenkins y de muchos otros por indecencia, desviación o perversión adoptó al menos tres formas. Primero, el individuo involucrado podría ser definido y visto como un “homosexual”. Esta figura se entendió como un tipo distinto de persona, cuya diferencia era legible en el cuerpo. En segundo lugar, a veces, en contraste con la estrategia de hacer visible a un “homosexual” encarnado -y a veces junto con ella-, el individuo podría entenderse como discapacitado de alguna manera; esa discapacidad, nuevamente, era supuestamente legible en el cuerpo. Aunque el propio Edelman no utiliza el término “discapacidad” para describir esta segunda estrategia, claramente invoca diferencias mentales y físicas respecto a una norma sana, en forma y de capacidad. En 1964, por ejemplo, Jenkins podía ser visto “como la víctima de alguna enfermedad, física o emocional, cuyo comportamiento transgresor no era un síntoma de su identidad (homosexual) sino más bien mostraba un alejamiento excepcional de su verdadera identidad (heterosexual)” (Edelman, 162-163). Este pasaje es notable por su doble sugerencia de que, para los contemporáneos de Jenkins, la “conducta transgresora” era una propiedad virtual de la diferencia física o emocional, y que la salud y la capacidad estaban naturalmente vinculadas a la heterosexualidad. Los paréntesis de Edelman, además, también son significativos, lo que sugiere que la segunda estrategia no requería, necesariamente, hablar directamente de la homosexualidad (que podría pasar simplemente como “transgresora”) ni tampoco de la heterosexualidad (que podría pasar simplemente como la identidad “verdadera” que naturalmente acompaña a la desaparición de la conducta “sintomática”).

      En tercer lugar, la crisis podría poner en primer plano “una alteridad que subvierte la categoría dentro del marco conceptual de la masculinidad misma” (Edelman, 163). En otras palabras, las contradicciones inherentes a la masculinidad que sustentan un sistema de heterosexualidad obligatoria (donde la desviación es simultáneamente deseada y rechazada) podrían quedar al descubierto. En escándalos como el caso Jenkins, esta tercera respuesta fue, como era de esperar, la menos aceptable. El espectáculo de la diferencia sexual, corporal o mental era preferible al de una masculinidad o heterosexualidad visiblemente amenazada que requería de la desviación para definirse y sostenerse. En 1964 prevalecieron las dos primeras respuestas: lo queer y la discapacidad se unieron y fueron eliminados de los niveles superiores del gobierno, facilitando efectivamente la invisibilidad de la heterosexualidad y la capacidad corporal obligatorias.

      Ciertos aspectos del caso Jenkins siguen siendo imaginables a principios del siglo XXI, pero las suposiciones que impulsaron el escándalo son posiblemente residuales12. A lo largo de las décadas de 1960 y 1970, los movimientos de liberación cada vez más visibles hicieron que la discapacidad y la homosexualidad fueran espectaculares de nuevas formas; las personas LGBT, las personas con discapacidades y sus aliados intentaron definir la sexualidad y la diferencia física y mental en sus propios términos13. De hecho, las actitudes dominantes que Edelman analiza desde los años sesenta sin duda alimentaron los movimientos por la despatologización de los setenta y los ochenta14. Las feministas y el activismo de liberación LGTB lo llamaron “heterosexualidad obligatoria”, y así comenzó el proceso de denunciar la presentación de la heterosexualidad como el orden natural de las cosas.

      Con su elevado estatus recientemente en peligro, la heterosexualidad continuó definiéndose contra la homosexualidad, pero la desautorización que constituye la identidad, en el último tercio del siglo XX, se hizo explícita. “La salida del armario del gay”, como explica Jonathan Ned Katz, “provocó la salida del armario del hetero” (“La invención de la heterosexualidad”, 24). Por muy criticadas que hayan sido las historias sobre la salida del armario de lesbianas y gais, simplemente por replicar, —de hecho, exigiendo— la misma vieja historia del autodescubrimiento, la historia de la ansiosa salida del armario heterosexual a finales de siglo debe su existencia a (y necesitaba de) esa proliferación aparentemente interminable de historias de lesbianas y gais15. Las instantáneas de este período podrían incluir la imagen del alcalde de Nueva York, Ed Koch, declarando: “Soy heterosexual”, y de Magic Johnson insistiendo en The Arsenio Hall Show, después de revelar su estado seropositivo, que estaba “lejos de ser un homosexual”. Estas y otras historias sobre la salida del armario heterosexual ayudaron a consolidar y a tranquilizar a una nueva “comunidad heterosexual” visible16.

      La representación cultural de esa tranquilidad y consolidación es lo que analizo en el resto de esta introducción. Siguiendo a Emily Martin y a David Harvey, me preocupa la producción y reproducción, a finales del siglo XX, de cuerpos más flexibles —cuerpos gais que ya no marcan la desviación absoluta, cuerpos heterosexuales que se exhiben nuevamente. El heterosexual desarmarizado trabaja junto a gais y lesbianas; el cuerpo heterosexual más flexible tolera lo queer en cierta medida. El cuerpo gay o lésbico más flexible, a su vez, permite lo que yo llamo “epifanías heteronormativas”, poniendo continuamente a disposición, para el heterosexual, un sentido de totalidad subjetiva, por ilusoria que sea. A medida que desarrollo y critico los contornos de ese proceso de epifanías, mi argumento central es que la capacidad corporal obligatoria es uno de los componentes clave del mismo. Precisamente por su exitosa negociación con las crisis que rodean la heterosexualidad, los cuerpos heterosexuales flexibles se distinguen por su capacidad. Distinguidos por su capacidad, estos cuerpos a menudo se distinguen explícitamente de las personas con discapacidad. Por tanto, sostengo que las epifanías heteronormativas


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