El beso de la finitud. Oscar Sanchez

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El beso de la finitud - Oscar Sanchez


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Los niños jugaban al balón, las niñas a la comba, el tonto del pueblo andaba suelto por el barrio, el vecino de la mala uva nunca llamaba a la policía, los bares no tenían wifi y los cigarrillos mataban lenta y poéticamente. Los ricos y famosos iban al hipódromo o a la ópera, a dejarse ver, pero no se inyectaban botox, ni esnifaban coca, ni gritaban en los programas de televisión: solo las virtudes del vino o de la ginebra o de la hipocresía galante ya les hacían sentir en alguna medida que eran más guapos y jóvenes de lo que realmente eran, y desde luego mucho más que nosotros... Los pobres practicaban la picaresca, los criados tenían tu color de piel, los artistas se morían de hambre, no había polución, Marte tenía canales de riego, y un largo etc....

      Yo comprendo que muchas personas en todo el mundo van a recibir el 5G como maná del cielo, pero hay que recordar la frase del clásico, aunque sólo sea porque ya nadie va a recordar a los clásicos: timeo danaos et dona ferentes, es decir, “temo a los griegos incluso cuando traen regalos” (o, ante todo, cuando traen regalos, habría que decir…) Porque la gran pregunta no es ya cuánto nos van a espiar, qué datos no nos van a robar, sino, a mi juicio, la que interroga por lo que viene después. Supongamos que unos cuantos privilegiados en la Tierra tenemos ya hipercuerpos, que nos administra e incluso gobierna una IA (lo siento, pero a mí este acrónimo siempre me suena a rebuzno), que existe la teletransportación, que tenemos el dispositivo móvil injertado directamente en el hipotálamo… ¿Y entonces qué? ¿Cuál sería el siguiente paso? Da la impresión de que nuestras actuales utopías ya no hablan del perfeccionamiento moral de la especie, tan sólo de placer, dominio y confort. Personalmente, echo de menos también eso del mundo tonto de nuestros padres y abuelos: no conseguían ser realmente cínicos (Maquiavelo, Nietzsche, Mencken, Friedman) ni intentándolo con todas sus fuerzas, siempre les salía todo envuelto en las brumas de un ideal. Pronto, las vidas de nuestros padres y abuelos nos parecerán vidas de titanes, de gigantes capaces de lidiar por sí solos con problemas enormes y desagradables, como arar la tierra, redactar constituciones, pedir la mano de una mujer, cambiar una rueda, parir a pelo o afeitarse a navaja. Serán también ridículos, sin duda, con su machismo residual, sus cortas vidas, sus estúpidas ilusiones, su pasión cazurra y su conformismo con los básicos cinco sentidos. Todavía hoy, vivimos en una mezcla entre el mundo tonto de hace unos siglos y el mundo que se va paulatinamente “inteligentizando”, como en el De Civitas Dei de San Agustín, pero llegará un día en que las ortopedias tecnológicas y el Rey-Algoritmo (ni Platón llegó a imaginar esto…) lleguen hasta el último rincón de nuestras vanas y fútiles existencias y entonces no hará ni siquiera falta un Juicio Final. Ese día, el último y proverbial loco desaseado y viejo, cubierto de harapos y con flores en sus mugrientas greñas, se subirá a un cajón de madera destartalado –en Speaker´s Corner, seguramente, que estará siendo grabado 24 horas al día como Times Square– y recitará de un tirón las siguientes enigmáticas palabras con voz ronca y cascada, agitando con su mano de un lado a otro una botella semivacía, mientras se aleja su público absorto en un visor de las Bahamas…

      Dos cosas llenan mi ánimo de creciente admiración y respeto a medida que pienso y profundizo en ellas: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí. Son cosas ambas que no debo buscar fuera de mi círculo visual y limitarme a conjeturarlas como si estuvieran envueltas en tinieblas o se hallaran en lo trascendente; las veo ante mí y las enlazo directamente con la conciencia de mi existencia. La primera arranca del sitio que yo ocupo en el mundo sensible externo, y ensancha el enlace en que yo estoy hacia lo inmensamente grande con mundos y más mundos y sistemas de sistemas, y además su principio y duración hacia los tiempos ilimitados de su movimiento periódico. La segunda arranca de mi yo invisible, de mi personalidad y me expone en un mundo que tiene verdadera infinidad, pero sólo es captable por el entendimiento, y con el cual (y, en consecuencia, al mismo tiempo también con todos los demás mundos visibles) me reconozco enlazado no de modo puramente contingente como aquél, sino universal y necesario.

      La primera visión de una innumerable multitud de mundo aniquila, por así decir, mi importancia como siendo criatura animal que debe devolver al planeta (sólo un punto en el universo) la materia de donde salió después de haber estado provisto por breve tiempo de energía vital (no se sabe cómo). La segunda, en cambio, eleva mi valor como inteligencia infinitamente, en virtud de mi personalidad, en la cual la ley moral me revela una vida independiente de la animalidad y aun de todo el mundo sensible, por lo menos en la medida en que pueda inferirse de la destinación finalista de mi existencia en virtud de esta ley, destinación que no está limitada a las condiciones y límites de esta vida.

      Kant, I.: Crítica de la razón práctica, conclusión (Losada, Buenos Aires 1977, p. 171).

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