La República de la reputación. Pau Solanilla

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La República de la reputación - Pau Solanilla


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como entonces, sabemos que la república perfecta no habita en ninguna parte, pero la utopía sigue siendo el horizonte que nos guía y da sentido en el camino para avanzar ética y socialmente en nuestras sociedades.

      El mundo desconfigurado en el que vivimos necesita reconstruir el nexo emocional entre los diferentes actores políticos, económicos, sociales y culturales para consensuar un nuevo pacto social. El mundo de hoy carece de relato, y todavía menos de un relato inclusivo. Estamos necesitados no tanto de nuevas ideas —que también—, sino de nuevos líderes que nos ayuden a construir nuevos consensos para transitar por este nuevo proceso reconstituyente global. Esos líderes, sin embargo, poco tienen que ver con la mayoría de los dirigentes actuales, más preocupados por el cortoplacismo de las elecciones, en el caso de los políticos, o de los resultados trimestrales o semestrales que garantizan sus bonus, en el caso de los directivos de las grandes empresas. Necesitamos un nuevo modelo de liderazgo abierto, ético, moral y profesional que concilie comunidad y destino, desarrollo económico y prosperidad con cohesión social y que se haga cargo del estado anímico de la sociedad.

      Si hiciéramos hoy parcialmente el ejercicio intelectual de Tomás Moro, y los ciudadanos del mundo nos pusiéramos a la tarea de constituir una nueva República, deberíamos, entre otras cosas, organizar una votación libre para elegir a la persona ideal para dirigirla o representarnos a nivel global. Ese ejercicio deberíamos hacerlo en el contexto actual, esto es, en un entorno globalizado, interdependiente y de una inabarcable complejidad. Esa teórica consulta sería imperfecta por naturaleza, ya que deberíamos preguntar a aquellos ciudadanos conectados o informados, es decir, a los que hayan tenido acceso regular a periódicos, radio, televisión, internet o teléfono en los últimos años. A pesar de que proclamamos que vivimos en un mundo hiperconectado y global, todavía hoy la tecnología excluye a una buena parte de la población mundial. Las tendencias autorreferenciales del mundo desarrollado hacen que solamos pensar que nuestro mundo es el mundo, cuando la realidad es mucho más amplia, rica, plural y compleja.

      En esa hipotética carrera electoral global, lo normal sería elegir al personaje que pueda representarnos con más o mejor reputación. Sería un ejercicio meramente simbólico, pero relevante, ya que mostraría el grado de confianza o de prestigio del que gozan o han gozado algunas de las principales figuras de nuestra era. De igual forma, daría muestra del estado de ánimo de las sociedades contemporáneas y de los desarreglos emocionales que padecemos, así como de las expectativas de la mayoría de la población a lo largo y ancho del planeta. Puestos a elegir a aquel o a aquella que debería representarnos, ¿a quién elegiríamos?

      Business as unusual

      Suele proclamarse que el dinero es el que da acceso a la influencia y al poder, que puede comprarlo casi todo. Así ha sido casi siempre, el business as usual, la forma habitual de comprar o ganarse voluntades y de ejercer el poder. Evidentemente, en el mundo de la atención en el que se batalla duramente por tener visibilidad y presencia en los medios de comunicación, los recursos económicos son una ventaja competitiva. Parecería en principio que aquellos personajes o personalidades con grandes recursos a su disposición serían imbatibles en una contienda de este tipo. Quizá los ricos y las celebrities del mundo o los líderes de las principales potencias mundiales estarían a la cabeza en cuanto a las probabilidades de éxito en esta imaginaria carrera electoral.

      Sin embargo, podríamos llevarnos sorpresas. Poderoso caballero es don dinero, reza el clásico verso de Quevedo, pero quién sabe si el resultado sería quizá diferente al esperado. Hoy los machos alfa no representan el tipo de liderazgo más eficiente para lidiar con la creciente complejidad de las sociedades contemporáneas. Los cambios sistémicos en un mundo hiperconectado y emocional obligan a transformar y adaptar las formas de liderazgo hacia estilos más abiertos e inclusivos para construir coaliciones amplias y plurales que permitan articular nuevas mayorías. Si la tecnología está cambiando la forma de producir, consumir y relacionarnos, también tiene que cambiar la forma de ejercer el liderazgo. Hoy, dirigir una organización, un país o una gran corporación multinacional poco tiene que ver con la cultura de mando-control y mucho más con la capacidad de escuchar, empoderar y aprender para generar confianza y tejer relaciones sólidas y duraderas.

      Hoy ni los negocios ni la política pueden hacerse de la forma tradicional. Los nuevos estilos de liderazgo más eficientes son abiertos y conscientes de sus limitaciones. Tienen la capacidad de inspirar y motivar a los demás, convirtiéndose en los principales impulsores y catalizadores del cambio y reduciendo los niveles de incertidumbre. Su principal arma no es el poder duro o el dinero, sino el optimismo, la motivación, la humildad o la curiosidad. Actitudes imprescindibles que consiguen generar grandes dosis de capital reputacional, lo que permite ganarse la licencia social para liderar. La credibilidad es un recurso escaso, una materia intangible e inmaterial, preciada y preciosa en sociedades en las que prima la desconfianza. La reputación no es una transacción monetaria o financiera que se pueda comprar o negociar. El dinero no compra la reputación, aunque detrás de los rankings de todo tipo que se publican regularmente generan incentivos para estar más arriba.

      Investigando sobre quién puede representar mejor los valores socialmente emergentes en un ámbito global, la persona que —todavía hoy— goza de mayor prestigio en el mundo aun después de su muerte no es millonaria ni ha estado al frente de ninguna de las grandes corporaciones o naciones que lideran el mundo. Según diversas encuestas, entre ellas la Leader RepTrak que publica la página de la ATP, un expresidiario negro africano es la persona que goza todavía hoy de la mayor reputación y prestigio en el mundo desarrollado y en los países en desarrollo. Nelson Mandela, expresidente de la República Surafricana y premio Nobel de la Paz, sería la figura que mejor representaría los valores, anhelos y expectativas de nuestra imaginaria República global.

      Si un expresidiario africano es una de las figuras mundiales con mayor proyección y reputación, no deja de ser igualmente sorprendente que en segundo lugar emerja en las encuestas globales de reputación un deportista de una pequeña nación europea, pues el tenista suizo Roger Federer es otra de las figuras que durante años ha gozado de un gran prestigio global por representar valores como la elegancia, la honestidad y el juego limpio. Su imagen se proyecta más allá del mundo de la publicidad y de las marcas que lo patrocinan; en 2017 fue investido doctor honoris causa por la Universidad de Basilea, su ciudad natal, no en reconocimiento de sus títulos deportivos, sino por su contribución a la reputación de Suiza.

      La confianza y la reputación no son atributos que se proclaman o que pueden adquirirse, son activos que se otorgan o reconocen por parte de los demás. La notoriedad puede comprarse, pero la reputación y la credibilidad se construyen gracias a la notabilidad. Y es que celebrities hay muchas, pero grandes personalidades contemporáneas admiradas y admirables a escala global hay más bien pocas.

      Del poder a la influencia

      El poder, otrora gran ordenador de nuestras sociedades, ha dejado de ser el principal articulador y ordenador de las relaciones humanas. El poder tradicional se ha debilitado, ya no es lo que era, ha perdido buena parte de su capacidad para imponerse. El hard power —el poder duro— se debilita frente a la influencia. Hoy, seducir y emocionar es más efectivo que imponer o coaccionar. La influencia y la reputación se han convertido en el software más eficiente de empresas y organizaciones.


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