La República de la reputación. Pau Solanilla

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La República de la reputación - Pau Solanilla


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En ese proceso, los símbolos vuelven a situarse en el centro de nuestras mentes. Los símbolos generan sentimientos que no son más que las experiencias subjetivas de nuestras vidas. El neurólogo Antonio Damasio nos explica en su libro El extraño orden de las cosas2 cómo la subjetividad y la experiencia integrada son los componentes esenciales de la conciencia, esto es, son los actores principales en la creación de la mente cultural. Hasta hace relativamente poco tiempo, en nuestras mentes culturales el poder había sido la máxima expresión de la autoridad en nuestras sociedades. Ya fuera en el seno de la familia, la empresa o la sociedad, aquellos que ostentaban el poder hacían y deshacían a su antojo, doblando o manipulando voluntades si era menester.

      En el mundo líquido de hoy, hipertransparente, hiperconectado y desconfiado, el poder tiene que aprender a reconciliarse con los ciudadanos mediante nuevas formas de relacionarse. Una de las claves del liderazgo es la forma en que se trata a las personas y el impacto de la conexión emocional que se genera. El liderazgo no se conquista, sino que un grupo de personas o colectivo se lo otorga a una persona o personas porque generan confianza, y en ese proceso las imágenes, las historias y los símbolos juegan un papel muy relevante.

      La memoria, el lenguaje, la imaginación y el razonamiento son los actores principales de los nuevos procesos culturales resultado de las múltiples interacciones a las que nos enfrentamos cada día. En su libro Sobre el poder, el filósofo Byung-Chul Han desarrolla las distintas dimensiones —lógica, semántica, metafísica, política y ética— en las que se sustenta el poder, que se compone y descompone en nuestras mentes según las múltiples interacciones en las que participamos. Hay decenas de definiciones distintas de qué es el poder, pero quizá una de las que más me gustan es aquella que reza que el poder es conseguir que la gente haga lo que tiene que hacer. El poder es básicamente poder hacer, y eso depende fundamentalmente de dos elementos, de la autoridad y de la influencia. De poco sirve tener poder o creer tenerlo si no se es capaz de cambiar las cosas.

      La autoridad, auctoritas, pese a que muchos piensen lo contrario, no se adquiere, sino que la otorgan los colaboradores, los miembros de la familia, de un grupo o de la comunidad. Es la legitimación social y hay que ganársela, ser merecedor de ella para poder ejercerla. Por su parte, la influencia es inversamente proporcional al tradicional potestas, esto es, cuanto más poder se necesite ejercer para que se cumplan las exigencias de uno, de menor calidad es este poder.

      Esta nueva realidad consolida la imparable emergencia de una nueva disciplina social: la economía de la reputación. Si hasta hace pocos años el valor de una compañía residía en sus activos tangibles, es decir, en sus fábricas o sus productos, hoy el 80% del valor está en activos intangibles como la reputación, la marca y la licencia social para operar. En este nuevo entorno reputacional, tenemos que aprender a gestionar mejor la información, así como las expectativas de las personas y grupos de la comunidad o comunidades en las que operamos. El liderazgo en la era de la economía de la reputación tiene que ver en buena medida con la capacidad de conseguir que las personas y los equipos reconozcan el valor de sus acciones y cómo afectan al entorno o a los grupos de interés con los que se relacionan. Como recuerda Byung-Chul Han, cuando el poder tiene que hacer expresamente hincapié en sí mismo, es que ya está debilitado.

      Narrar, compartir y emocionar

      El poder muta hacia la influencia y para poder influir la comunicación persuasiva emerge como una de las herramientas fundamentales para conectar con nuestros públicos de interés. Atrás quedaron las técnicas de comunicación unidireccionales. Hoy vivimos en el mundo de las redes, de la gran conversación global, y las compañías viven inmersas en el proceso de recuperar el «alma» y aprender a relacionarse de otra manera con el entorno en el que desarrollan su actividad. La digitalización y los valores sociales emergentes están cambiando la forma de producir y consumir información y contenidos, y la neurociencia nos enseña que las emociones permiten conectar con los clientes en un entorno de creciente mercantilización.

      Ya no es suficiente con tener éxito económico o rentabilidad, sino que hay que dar prueba de responsabilidad y sostenibilidad para garantizar el progreso de la sociedad. Hasta los mercados financieros lo saben; y las grandes compañías intentan adaptarse a las nuevas reglas del juego de la economía de la reputación. El Índice de Sostenibilidad Dow Jones (DJSI World, por sus siglas en inglés), que mide el comportamiento y la buena praxis de las empresas, es una muestra de ello. El mundo financiero ha comprendido que las empresas tienen que hacer las cosas bien y aprender a contarlas a la sociedad de una forma amable y empática a través de nuevas narrativas corporativas que generen ilusión y adhesión.

      De nuevo sale a colación el mundo de las palabras. A través de pequeñas historias, las organizaciones pueden hacerse grandes y establecer conexiones emocionales con un impacto directo en la cultura corporativa y en los resultados de las compañías. Los nuevos líderes, ya sea en empresas o instituciones, tienen que aprender a desplegar una nueva estrategia de persuasión capaz de trasladar su historia, o sus historias, para generar notoriedad, reputación y adhesión. Como muestra el caso de Mandela, no hay memoria sin emoción, por lo que debemos aprender a narrar y compartir pequeñas grandes historias que pongan en contexto la actualidad y al mismo tiempo las perspectivas de futuro de nuestras empresas, instituciones y organizaciones. No se trata solo de entretener, como creen algunos, sino de crear relaciones más sólidas y duraderas. Pero, atención, los relatos y las ideas no son suficientes si no van acompañados de acciones que los validen.

      Una vez más, recordamos que el estatus, esto es, el liderazgo, no se reclama, se consigue. Atrás han quedado ya las técnicas y estrategias basadas en el arte de la guerra del ya muy manoseado Sun Tzu. Hoy la confianza y credibilidad, es decir, el capital reputacional, se fomenta mediante una cultura de la participación y de la conversación, explicando y contextualizando la información y los procesos. Un líder del siglo xxi tiene que representar valores como la sinceridad, la autenticidad, la fiabilidad y la competencia. El liderazgo tiene más que ver con un propósito que con la consecución de un objetivo más o menos ambicioso. Un líder provoca impacto emocional tanto dentro como fuera de su organización y a través de sus acciones acumula suficiente capital reputacional para generar sentido de pertenencia y compromiso como su principal activo estratégico.

      Las personas escuchamos antes al corazón que a la cabeza. La neurociencia nos ha demostrado que no somos seres racionales, y en un mundo hiperconectado las emociones son la nueva energía que mueve el mundo a través de las tecnologías de la información y la comunicación. El propósito, las ideas, el storytelling, la confianza y las emociones constituyen así los pilares fundamentales para liderar este nuevo territorio de conversación global sin banderas ni fronteras que es la República de la reputación.

      Tecnoutopías

      Si las emociones son la nueva energía que mueve el mundo, los datos son el combustible para los nuevos negocios. Con el desarrollo de internet, la eclosión de las nuevas tecnologías de la información ha supuesto la apertura de nuevos espacios de libertad —o eso estamos creyendo—. Hemos tenido estos últimos años la ilusión de la tecnoutopía con la apertura de nuevas formas de comunicarnos, participar e influir. Internet y las redes sociales han abierto nuevos espacios para la libertad de expresión, un espacio donde millones de individuos generan y consumen información con un ordenador con conexión a internet o un teléfono inteligente como única arma.

      Sin embargo, esa libertad se ha convertido hoy en una tiranía a causa del oligopolio de las empresas tecnológicas y la forma


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