Sentir con otros. C. Gonzalez

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Sentir con otros - C. Gonzalez


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personas que instintivamente concebimos aún como ‘ellos’ y no como ‘nosotros’. Debiéramos intentar advertir nuestras similitudes con ellos” (p. 214); mas ese we-should (debiéramos) no ha se ser tomado como si se tratara de un imperativo, sino como una recomendación. Aún más, el recurrente we-should-include (debiéramos incluir) es un llamado a darle lugar a la metáfora de la expansión, es el corolario de una crítica al supuesto de que las personas se están acercando paulatinamente a la “forma correcta” de la solidaridad, producto del dar con el sentido universal del deber, alejándose poco a poco de formas sentimentales o débiles que remarcan en la ampliación de la lealtad y la educación emocional.

      Solidaridad y educación de las emociones

      Un compromiso moral que no parte de una fundamentación metafísico-racionalista tan solo se soporta en el reconocimiento de la contingencia histórico-social de las intenciones morales de las personas y, más aún, en la capacidad de definir sus obligaciones con los demás desde la pertenencia a su círculo del nosotros, sin perder de vista el deseo de incluir a los excluidos. Como se ha mostrado, de acuerdo con un teórico de la solidaridad como Rorty, esto es posible de lograr si los individuos atienden las diferencias y similitudes existentes entre ellos, pero, sobre todo, con el tipo de narraciones que detallan el dolor y la humillación que son capaces de sentir y de causarse. Dichas narraciones, en muchos casos, llevan a las personas a una comunión sentimental o de conmiseración con los demás, es decir, a sentir que los actos de crueldad son lo peor que se puede hacer. En definitiva, la intención moral –la preocupación por el bienestar de los demás– aunque en principio parta de la pertenencia-lealtad a un nosotros, es posible ampliarla mediante mecanismos que despierten la simpatía. Así, a pesar de que las personas inviertan mucha parte de su tiempo en la búsqueda de los intereses privados de autoedificación, esto no excluye el compromiso público de evitar que otros sean víctimas de crueldades, esto es, la esperanza de que es posible expandir lo suficiente emociones como la compasión, con el fin de hacer realidad la solidaridad. En otras palabras, incluir a los otros en el círculo del nosotros, de progresar moralmente, aunque no haya necesidad metafísica alguna que asegure que la historia será como se quiere y se espera que sea.

      Hasta aquí se hace evidente que: la posición en torno a temas como la eliminación de la crueldad mediante la ampliación de la simpatía, la solidaridad o la justicia tiene como corolario la tesis según la cual la moral obedece en gran parte a los sentimientos y las emociones, no a una cuestión de sometimiento a la ley universal o al acercamiento a luz de la razón. En los argumentos expuestos hasta hora reside una invitación pragmatista a dar el paso, de la correspondencia con una realidad objetividad con validez universal, al reconocimiento de la importancia de las experiencias humanas en la consecución de progresos morales. Esto supone cuestionar –o mirar como expresiones de la metáfora del acercamiento– el léxico metafísico-racionalista, lo que se traduce en un alejamiento de la idea de que prevalece una estructura esencial de la existencia que sirve de referencia moral y de fundamento para la justificación de los actos, en todos los contextos históricos y culturales. En este sentido, cuando se acepta la idea de que el mundo humano es asumido como producto de relaciones contingentes, no es posible hablar de lo humano de manera unívoca y como categoría universal. No hay algo inmodificable llamado “lo humano”; la palabra “humano” nombra más un proyecto inacabado, una promesa, no una esencia. Es a este respecto que se refiere Rorty cuando dice:

      Los seres humanos no tienen una naturaleza, no existe naturaleza alguna de la existencia humana. Simplemente existen los diversos modos en que los seres humanos se reunieron formando una sociedad y establecieron sus propias tradiciones. Algunas de estas tradiciones hicieron mucho más felices a los seres humanos; otras los hicieron mucho más infelices. (2009, p. 38)

      En este horizonte, al darle un tratamiento pragmatista a la humillación y la segregación como formas severas de crueldad, se reafirma el argumento de que el conocimiento de la naturaleza o esencia humana no tiene efecto alguno en el cambio de nuestras intuiciones morales. Es decir, es poco probable que los racistas y los clasistas sean persuadidos de cambiar con el argumento de que se han alejado de la Idea perfecta del Bien, o que sus mecanismos discriminatorios son producto del desconocimiento de un mandato de la razón práctica. De hecho, la eliminación de la crueldad, a partir de la promoción de prácticas sociales que favorezcan la inclusión y mayores libertades, no supone conocimiento de un fundamento ahistórico o trascendente de las motivaciones morales –como en el caso de la Gesinnung kantiana– (Kant, 1981, pp. 23 y ss.), tampoco es este un incentivo para su respeto y, por tanto, no ayuda a que las acciones sean más benévolas. Por esta razón, es posible considerar que los progresos morales no son un logro del conocimiento de una supuesta naturaleza humana o de un fundamento transcultural, sino que son el resultado de una acertada redescripción de las prácticas discursivas y sociales, para detectar actos de crueldad, de discriminación y, por ende, de anulación de la libertad; además de ser la consecuencia del atreverse a imaginar una sociedad mejor. La herramienta usada para estas modificaciones en las prácticas sociales ha sido, en menor medida, el imperativo de la razón, en gran medida, la detonación de emociones como la compasión:

      Nosotros los pragmatistas argumentamos partiendo del hecho de que el surgimiento de la cultura de los derechos humanos parece no deberle nada al incremento del conocimiento moral, sino a la práctica de escuchar historias tristes y sentimentales; llegamos así a la conclusión de que probablemente no existe conocimiento alguno de la clase que Platón concibió. Y pensamos que, dado que al parecer no se logra nada útil insistiendo en afirmar que la naturaleza humana es ahistórica, probablemente no exista tal naturaleza, o al menos no haya nada en ella que tenga influencia sobre nuestras elecciones morales. (Rorty, 1998, p. 172)

      De acuerdo con esto, al enfrentar filosóficamente el problema de la exclusión social resulta más efectivo incentivar la imaginación en una sociedad mejor, que las reflexiones en torno al conocimiento de la esencia humana. En última instancia, se trata de promover la esperanza en una utopía hacia la que se avanza como producto de las contingencias de la sociedad liberal; pero, también, por medio de la conservación de intuiciones morales como las que han dado lugar a los derechos humanos. Así, mientras filósofos como Platón (2000), Tomás de Aquino (2001), Hobbes (1999) y Kant (2003) invitaron al conocimiento de una verdad moral o de la naturaleza humana para conseguir desentrañar el sentido de la obligación moral o de la correcta forma de organización social, logrando una reducción a lo meramente racional, el pragmatismo lleva a apreciar la relevancia de la amistad, la lealtad, la confianza y la simpatía, dándole suma relevancia a una emoción como la compasión para el mejoramiento de las prácticas sociales. En tal sentido, el lema “tenemos obligaciones con los otros” es interpretado en términos pragmatistas como una invitación a educarnos para ser más solidarios, es decir, expandir el círculo social:

      Este lema nos incita a continuar extrapolando en la dirección a la que llevaron determinados acontecimientos del pasado: la inclusión entre nosotros de la familia de la caverna de al lado, después la de la tribu del otro lado del río, después, la de la confederación de tribus del otro lado de la montaña, más tarde la de los infieles del otro lado del mar (y, acaso al final de todo, la de los servidores que, durante todo este tiempo, han estado haciendo la parte más sucia del trabajo). Es ése un proceso que debiéramos intentar que prosiguiese. Debiéramos tener en la mirada a los marginados: personas que instintivamente concebimos aún como “ellos” y no como “nosotros”. Debiéramos intentar advertir nuestras similitudes con ellos. La forma correcta de analizar el lema consiste en proponernos crear un sentimiento de solidaridad más amplio que el que tenemos ahora. La forma incorrecta de hacerlo consiste en que se nos proponga reconocer una solidaridad así como algo que existe con anterioridad al reconocimiento que hacemos de ella. Pues en ese caso queda abierta ante nosotros la pregunta, inútilmente escéptica: “¿Es real esa solidaridad?”. (Rorty, 2001, p. 211)

      En coherencia con lo anterior, es posible afirmar que los progresos morales son el resultado de una suerte de modelación, educación o manejo de las emociones; conseguir ser más compasivos es la finalidad de esta suerte de educación de las emociones,


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