Un Sueño de Mortales . Морган Райс

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Un Sueño de Mortales  - Морган Райс


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respondieron los otros.

      El guarda de turno puso cara de miedo mientras levantaba las manos.

      “¿Yo no voy a tocarlo!” dijo. “Ponedlo por allí, en el hoyo, con las otras víctimas de la plaga”.

      Los guardas lo miraron de manera inquisidora.

      “Pero todavía no está muerto”, respondieron.

      El guarda de turno frunció el ceño.

      “¿Pensáis que me importa?”

      Los guardas intercambiaron una mirada e hicieron lo que les habían dicho, lo arrastraron por el pasillo de la cárcel y lo echaron a un gran hoyo. Godfrey entonces vio que el hoyo estaba lleno de cuerpos, todos ellos cubiertos por la misma banda roja.

      “¿Y qué pasa si intenta escapar?” preguntaron los guardas antes de irse.

      El guarda al mando esbozó una cruel sonrisa.

      “¿Sabéis lo que la plaga le hace a un hombre?” preguntó. “Estará muerto por la mañana”.

      Los dos guardas se dieron la vuelta y se marcharon y Godfrey miró a la víctima de la plaga, tumbado allí solo en un hoyo sin vigilancia y, de repente, tuvo una idea. Era tan disparatada que podía incluso funcionar.

      Godfrey se dirigió a Akorth y a Fulton.

      “Dadme un puñetazo”, dijo.

      Ellos intercambiaron, perplejos, una mirada.

      “¡He dicho que me deis un puñetazo!” dijo Godfrey.

      Ellos negaron con la cabeza.

      “¿Estás loco?” preguntó Akorth.

      “Yo no voy a darte un puñetazo”, interrumpió Fulton, “por mucho que te lo merezcas”.

      “¡Os digo que me deis un puñetazo!” exigió Godfrey. “Fuerte. En la cara. ¡Rompedme la nariz! ¡AHORA!”

      Pero Akorth y Fulton se dieron la vuelta.

      “Has perdido la cabeza”, dijeron.

      Godfrey se dirigió a Merek y a Ario, pero ellos también se echaron atrás.

      “No sé de qué va esto”, dijo Merek, “pero no quiero ser parte de ello”.

      De repente, uno de los otros prisioneros de la celda se dirigió de forma decidida hacia Godfrey.

      “No pude evitar oíros”, dijo, mostrndo su boca desdentada al sonreír, echándole su aliento rancio. “Estaré más que feliz de darte un puñetazo, ¡solo para que cierres la boca! No tienes que preguntármelo dos veces”.

      El prisionero se balanceó e impactó directamente con sus huesudos nudillos en la nariz de Godfrey y Godfrey sintió un agudo dolor que le atravesó el cráneo mientras chillaba y se agarraba la nariz. La sangre le chorreó por la cara y por la camisa. Los ojos le escocían por el dolor, nublándole la vista.

      “Ahora necesito aquella banda”, dijo Godfrey, dirigiéndose a Merek. “¿Me la puedes conseguir?”

      Merek, atónito, siguió vista a través del corredor, hasta el prisionero que yacía inconsciente en el hoyo.

      “¿Por qué?” preguntó.

      “Hazlo, sin más”, dijo Godfrey.

      Merek frunció el ceño.

      “Si le ato algo, quizás pueda alcanzarla”, dijo. “Algo largo y muy delgado”.

      Merek levantó el brazo, palpó el cuello de su propia camisa y sacó un alambre de ella; al estirarlo, era lo suficientemente largo para su propósito.

      Merek se inclinó hacia delante contra las barras de la prisión, con cuidado para no alertar al guarda y estiró el alambre, intentando enganchar la banda. Lo arrastró por el barro, pero cayó a pocos centímetros.

      Lo intentó una y otra vez, pero Merek seguía atrapado a la altura del codo en las barras. No eran lo suficientemente delgado.

      El guarda miró hacia allí y Merek rápidamente lo retiró antes de que pudiera verlo.

      “Déjame probar”, dijo Ario, dando un paso adelante cuando el guarda dio la vuelta.

      Ario agarró el largo alambre y pasó sus brazos a través de la celda y sus brazos, mucho más delgados, pasaron hasta la altura del hombro.

      Estos quince centímetros de más era lo que necesitaba. Apenas alcanzó la punta de la banda roja con el ganchó, Ario empezó a tirar de él. Se detuvo cuando el guarda, que estaba girado en la otra dirección dando una cabezada, levantó la cabeza y echó un vistazo. Todos esperaron, sudando, rezando para que el guarda no mirara hacia ellos. Esperaron durante lo que pareció ser una eternidad, hasta que el guarda empezó a cabecear de nuevo.

      Ario tiró de la banda más y más, deslizándola por el suelo de la cárcel, hasta que al final atravesó las barras y entró en la celda.

      Godfrey estiró el brazo y se puso la banda y todos se alejaron de él por miedo.

      “¿Qué narices estás haciendo?” preguntó Merek. “La banda está cubierta de plaga. Nos puedes infectar a todos”.

      Los otro prisioneros de la celda también se escharon hacia atrás.

      Godfrey se dirigió a Merek.

      “Voy a empezar a toser y no voy a parar”, dijo, con la banda puesta mientras una idea se cocía en su mente. “Cuando venga el guarda, verá mi sangre y esta banda y le dirás que tengo la plaga, que se equivocaron y no me separaron”.

      Godfrey no perdió el tiempo. Empezó a toser violentamente, restregándose la sangre de la cara por todas partes para que pareciera peor. Tosía más fuerte de lo que jamás lo había hecho hasta que, finalmente, oyó cómo se abría la puerta de la celda y entraba el guarda.

      “Haced que se calle vuestro amigo”, dijo el guarda. “¿Entendéis?”

      “No es un amigo”, respondió Merek. “Solo un hombre al que conocimos. Un hombre que tiene la plaga”.

      El hombre, perplejo, miró hacia abajo y, al ver la banda roja, sus ojos se abrieron como platos.

      “¿Cómo entró aquí?” preguntó el guarda. “Deberían de haberlo separado”.

      Godfrey tosía más y más, todo su cuerpo se retorcía por el ataque de tos.

      Prontó sintió que unas manos ásperas lo agarraban y lo arrastraban hasta fuera, empujándolo. Fue tropezando por el pasillo y, con un empujón final, lo tiró al hoyo con las víctimas de la plaga.

      Godfrey estaba tumbado encima del cuerpo infectado, intentando no respirar muy profundamente, intentando girar la cabeza y no respirar la enfermedad de aquel hombre. Le rogaba a Dios que no la cogiera. La noche sería larga allí tumbado.

      Pero ahora no lo vigilaban. Y cuando hubiera luz, se levantaría.

      Y atacaría.

      CAPÍTULO OCHO

      Thorgrin sentía cómo se precipitaba al fondo del mar, la presión crecía en sus oídos mientras se hundía en el agua helada, sintiendo como si le clavaran un millón de puñales. Pero mientras se hundía más, sucedió la cosa más extraña: la luz no se volvía más oscura, sino más brillante. Mientras se sacudía, hundiéndose, arrastrado hacia abajo por el peso del mar, miró hacia abajo y se sorprendió al ver, en una nube de luz, a la última persona que esperaba ver aquí: su madre. Ella le sonrió, la luz era tan intensa que apenas podía ver su cara y ella extendió sus amorosos brazos hacia él mientras se hundía, dirigiéndose directamente a ella.

      “Hijo mío”, dijo, su voz era totalmente clara a pesar del agua. “Estoy aquí contigo. Te quiero. Todavía no ha llegado tu hora. Sé fuerte. Has pasado una prueba, sin embargo van a venir muchas más. Enfréntate al mundo y no olvides nunca quién eres. Nunca lo olvides: tu poder no proviene de tus arma, sino de tu interior”.

      Thorgrin abrió la boca para responder pero,


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