Un Sueño de Mortales . Морган Райс

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Un Sueño de Mortales  - Морган Райс


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una nueva plataforma y bajarlos al otro lado de la cresta, Gwen echó un vistazo y vislumbró a dónde iban. Fue una visión que nunca jamás olvidaría, una visión que la dejó sin aliento. Vio que la cresta de la montaña, que se elevaba en el desiero como una esfinge, tenía la forma de un enorme círculo, tan amplio que desaparecía de la vista en medio de las nubes. Ella se dio cuenta de que era un muro protector y, al otro lado, allá abajo, Gwen vio un resplandeciente lago azul tan ancho como el océano, centelleante bajo los soles del desierto. La riqueza del azul, la visión de toda aquella agua, la dejó sin respiración.

      Y más allá, en el horizonte, vio una amplia tierra, una tierra tan vasta que no podía ver dónde terminaba y, para su sorpresa, era un verde fértil, un verde fértil que irradiaba vida. Tanto como la vista le alcanzaba se extendían granjas y árboles frutales y viñedos y huertos en abundancia, una tierra rebosante de vida. Era la visión más idílica y hermosa que jamás había visto.

      “Bienvenida, mi señora”, dijo el líder, “a la tierra más allá de la cresta”.

      CAPÍTULO SIETE

      Godfrey, acurrucado como una bola, se despertó por un quejido constante y persistente que interfería con sus sueños. Despertó lentamente, dudoso de si estaba realmente despierto o todavía atrapado en su interminable pesadilla. Parpadeó en la débil luz, intentando deshacerse del sueño. Había soñado que era un títere en una cuerda, colgando de los muros de Volusia, cogido por los Finianos, que tiraban de las cuerdas arriba y abajo, moviendo los brazos y las piernas de Godfrey mientras él colgaba de la entrada de la ciudad. Habían hecho mirar a Godfrey mientras, bajo él, miles de sus compatriotas eran asesinados ante sus ojos, mientras por las calles de Volusia corría la sangre roja. Cada vez que creía que había acabado, el Finiano volvía a tirar de las cuerdas, tirando de él arriba y abajo, una vez y otra y otra…

      Al final, afortunadamente, Godfrey despertó por el quejido y se dio la vuelta, con la cabeza como rota, y vio que el ruido procedía de unos pocos metros, de Akorth y Fulton, los dos acurrucados en el suelo junto a él, quejándose, cubiertos de moratones y cardenales. Por allí cerca estaban Merek y Ario, tumbados inmóviles en el suelo de piedra también –que Godfrey enseguida reconoció como el suelo de la celda de una prisión. Todos parecían haber sido cruelmente golpeados pero, por lo menos todos ellos estaban allí y, por lo que Godfrey veía, todos respiraban.

      Godfrey estaba aliviado y consternado a la vez. Estaba sorprendido de estar vivo después de la emboscada de la que había sido testigo, sorprendido de que los Finianos no lo hubieran matado allí miamo. Sin embargo, al mismo tiempo, se sentía vacío, angustiado por el remordimiento de saber que, por su culpa, Darius y los demás habían caído en la trampa dentro de las puertas de Volusia. Todo por culpa de su ingenuidad. ¿Cómo había podido ser tan estúpido de confiar en los Finianos?

      Godfrey cerró los ojos y sacudió la cabeza, deseando que el recuerdo se marchara, que la noche hubiera ido de otra forma. Él había llevado a Darius y los demás hasta la ciudad inconscientemente, como los corderos al matadero. En su mente oía, una y otra vez, los gritos de aquellos hombres intentando luchar por sus vidas, intentando escapar, que resonaban en su cerebro y no lo dejaban tranquilo.

      Godfrey se apretaba las orejas e intentaba hacer que se marchara y que los quejidos de Akorth y Fulton se ahogaran, pues los dos estaban obviamente doloridos por todas sus magulladuras y por haber dormido una noche en un duro suelo de piedra.

      Godfrey se incorporó, la cabeza parecía que pesaba media tonelada y miró a su alrededor, una pequeña celda de prisión en la que solo estaban él y sus amigos, y unos cuantos más a los que no conocía y le consolaba un poco el hecho de que, dado lo lúgubre que parecía aquella celda, la muerte podía venir a por ellos más pronto que tarde. Esta prisión era claramente diferente a la última, daba más la sensación de ser una celda de espera para aquellos que están a punto de morir.

      En algún sitio a lo lejos, Godfrey oyó los gritos de un prisionero que era arrastrado por un corredor y lo entendió: este sitio en realidad era una cárcel de espera para ejecuciones. Había oído hablar de otras ejecuciones en Volusia y sabía que, con la primera luz del día, él y los otros serían arrastrados hacia fuera y se convertirían en un diversión para el circo, para que los buenos de sus ciudadanos pudieran ver cómo los Razifs los desgarraban hasta la muerte, antes de que los juegos de gladiadores de verdad empezaran. Por esto los habían mantenido con vida tanto tiempo. Por lo menos ahora todo esto tenía sentido.

      Godfrey gateó sobre sus manos y rodillas, estiró el brazo y dio un golpe a cada uno de sus amigos, intentando despertarlos. La cabeza le daba vueltas, le dolía cada rincón de su cuerpo, que estaba cubierto de chichones y moratones y le dolía hasta moverse. El último recuerdo que tenía era el de un soldado que lo había dejado inconsciente y entendió que lo debían haber apaleado ellos una vez estaba fuera de combate. Los Finianos, aquellos cobardes traidores, obviamente no eran capaces de matarlo ellos mismos.

      Godfrey se agarró la frente, le sorprendía que pudiera dolerle tanto sin ni siquiera haber bebido. Consiguió ponerse de pie de manera insegura, las rodillas le temblaban, y observó la oscura celda. Solo había un único guarda al otro lado de las barras, de espaldas a él, apenas mirándolo. Y, sin embargo, estas celdas estaban hechas de sólidas cerraduras y gruesas barras de hierro y Godfrey sabía que no sería fácil escapar esta vez. Esta vez, estarían aquí hasta la muerte.

      A su lado, poco a poco, Akorth, Fulton, Ario y Merek consiguieron ponerse de pie y todos también examinaron los alrededores. Veía el desconcierto y el miedo en sus ojos, seguidos del remordimiento, cuando empezaron a recordar.

      “¿Murieron todos?” preguntó Ario, mirando a Godfrey.

      Godfrey sintió un dolor en el estómago al asentir lentamente con la cabeza.

      “Es culpa nuestra”, dijo Merek. “Los decepcionamos”.

      “Sí, lo es”, respondió Godfrey, con la voz rota.

      “Te dije que no te fiaras de los Finianos”, dijo Akorth.

      “La cuestión no es de quién es la culpa”, dijo Ario, “sino qué vamos a hacer al respecto. ¿Vamos a dejar que todos nuestros hermanos y hermanas mueran en vano? ¿O vamos a vengarnos?”

      Godfrey vio la seriedad en el rostro del joven Ario y le impresionó su determinación de acero, incluso estando en prisión y a punto de morir.

      “¿Venganza?” preguntó Akorth. “¿Estás loco? Estamos encerrados bajo tierra, custodiados por barras de hierro y guardas del Imperio. Todos nuestros hombres están muertos. Estamos en medio de una ciudad hostil y de un ejército hostil. Todo nuestro oro ha desaparecido. Nuestros planes han fracasado. ¿Cómo vamos a vengarnos?”

      “Siempre existe una manera”, dijo Ario, decidido. Se dirigió a Merek.

      Todas las miradas se dirigieron a Merek y él frunció el ceño.

      “Yo no soy experto en venganzas”, dijo Merek. “Yo mato hombres cuando me molestan. No espero”.

      “Pero tú eres un experto ladrón”, dijo Ario. “Has pasado toda tu vida en la celda de una cárcel, según dices. ¿Seguro que no nos puedes sacar de esta?”

      Merek se giró e inspeccionó la celda, las barras, las ventanas, las llaves, los guardas –todo– con ojos de experto. Lo estudió todo y los miró de nuevo con tristeza.

      “Esta no es una celda de prisión común”, dijo. “Debe ser una celda finiana. Artesanía muy cara. No veo puntos flacos, ni salida, por mucho que desearía deciros lo contrario”.

      Godfrey se sentía agobiado, intentaba no escuchar los gritos de otros prisioneros de al final del pasillo, caminó hacia la puerta de la celda, apoyó la frente contra el frío y pesado hierro y cerró los ojos.

      “¡Traedlo hasta aquí!” resonó una voz al fondo del pasillo de piedra.

      Godfrey abrió los ojos, giró la cabeza y, al mirar al fondo del pasillo, vio a varios guardas del Imperio arrastrando a un prisionero. El prisionero llevaba una banda roja sobre su hombro y por el pecho y colgaba sin fuerzas de sus brazos, sin ni siquiera intentar


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