Ecos del misterio. José Rivera Ramírez

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Ecos del misterio - José Rivera Ramírez


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También muy abundante. I.- 43; IX.- 46, 59.

      Hay temas importantes respecto de la continuidad de lo humano, como el de la ciudad y el campo: lo insorpotable de la ciudad por sus ruidos, el barullo continuo, las importunidades... (Ejemplos: III, 38; IV, 98; X, 69, 73; XII, 46); el del plagio, el del amigo importuno, pesado...

      Me tienta construir una antropología de Marcial. Es decir, en este poeta, cuya obra “sabe a hombre”, ¿qué ideal humano y qué realidad humana descubrimos? Hay ya algunos matices esclarecidos, con la simple enunciación de los asuntos de las poesías. Ama la castidad, que alaba, pero no parece enjuiciar desfavorablemente, ni la mera fornicación, ni el trato con jóvenes o adolescentes; ama la castidad conyugal –pero no piensa que sea algo ordinario– aborrece la envidia, se complace en la honesta amistad, en la liberalidad, en la fortaleza (v.gr. el argumento del león y la liebre: I, 14, 22, 40, 48, 51, 60, 104; o los toros y los niños), en la gloria, en el amor... No le aterra la crueldad (considerar el libro de los espectáculos). No manifiesta preocupaciones religiosas, ni que su ideal humano las exija...

      Dos facciones que caracterizan a Marcial, inmediatamente, en oposición a cualquier autor de un país católico –v.gr. de nuestros satíricos del siglo de oro– son la postura ante lo sexual y la actitud religiosa. Nuestros autores son, tal vez, no mucho menos desvergonzados que Marcial, o, en todo caso, reflejan una sociedad viciosa. Pero ciertamente la homosexualidad, aun en casos extremados como el de Quevedo, no aparece como algo normal y admitido, sino aberrante -aunque extendido- condenado por todos en cualquier aspecto. Y algo semejante hay que decir del adulterio. Y sobre todo, la postura del autor es siempre reprobatoria. Por otro lado, todos ellos brindan al mismo tiempo una abundante dosis de sentimiento religioso, muy sincero, y reflejan unos ambientes donde tales disposiciones son normales.

      No obstante, es de considerar como una de las pruebas decisivas, al modo de ver de algunos apologistas, de la verdad del cristianismo, es su eficacia. Es pensamiento que figura en mis notas, repetidas veces, disperso, con ocasión de cuestiones muy varias. El amor de Dios se manifiesta en la paciencia con que espera, con que perdona al pecador; pero se ostenta igualmente, y en sí de manera más luminosa, en la fuerza con que levanta al pecador de su abyección en el pecado; el nombre del Señor es grande, porque coloca al mendigo que yacía en el polvo, entre los príncipes de su pueblo. Para Justino v.gr., una muestra decisivamente esclarecedora de las dudas de paganos buenos, era que Platón no había conseguido mudar las costumbres sino de muy pocos hombres ya bien dotados, mientras Cristo convertía a cualquiera, y eso continuamente. Ahora bien, ¿en nuestra sociedad cristiana se pueden mantener estas afirmaciones, no ya como posibilidades, sino como hechos notorios? Pues en eso consiste el valor apologético que Justino podía utilizar. Un estudio atento de los clásicos, ¿nos pondrá ante la vista una comunidad humana que, al cabo de veinte siglos, el cristianismo ha convertido, donde las virtudes han crecido, pero sin soberbia, y donde los vicios se han desarraigado? O más bien ¿habremos de contentarnos con acudir al fácil surtido de recursos que nos ofrece la debilidad humana? Pero en esto se demuestra el vigor Paterno, ¡en que es capaz de fortalecer al débil! Es necesaria una reflexión minuciosa y honda sobre los textos clásicos, para formar la idea exacta de aquella sociedad y poder concluir que es lo que realmente poseemos hoy de adelanto.

      Otra advertencia digna de ser anotada, es la necesidad del estudio para conocer al hombre. La reprobación enérgica e inflexible de la resobada oposición entre el hombre de libros y el hombre de la vida, del trato. No existe tal cosa, y en rigor, un hombre con suficiente capacidad podría penetrar profunda y exactamente a los demás, sin haber conversado jamás con nadie, solamente pertrechado de las convenientes lecturas. Si es verdad que el sabio de gabinete tiene sus peligros, no menos cierto es que los tiene el ignorante que “vive” en el bullicio de la continua conversación, que ellos llaman “diálogo”, porque son impotentes para asimilar cuatro ideas, y tienen que restringirse a repetir las pocas palabras no entendidas, del mezquino caudal verbal de moda. De hecho, las lecturas han de completarse con el trato; pero pensar que charlar con unas cuantas personas, que se expresan deficientemente, va a saturarme de conocimiento mejor y más pronto, que el comercio con los grandes autores universales, que supieron profundizar en el misterio del hombre, es idea ridícula.

      Día 4 de junio de 1967

      Día apretadísimo, que, para colmo de urgencias, no he comenzado hasta las 5,40. Mañana viaje a Malagón, para la tanda de ejercicios de las religiosas.

      Termino de expresar la idea iniciada anoche: la lectura de suyo bastaría; sin embargo, dada la limitación de nuestras facultades, y su variedad, ha de completarse con la conversación, que, por su naturaleza más sensible, suele estimular nuestras facultades en direcciones, ordinariamente impasibles en el estudio privado. La capacidad de objetarse a sí mismo, aun de acoger las dificultades que nos presenta el libro, es muchas veces muy roma. Se aguza, en cambio, en la charla con un buen contradictor. No obstante, esto mismo no está exento de peligros, pues ante la objeción más llana y modestamente lanzada, el amor propio se excita, y la ira, o el mero afán de superación, entenebrecen el entendimiento en vez de agudizarlo. La charla, la observación, son tan sólo, por lo general, complementarias. Únicamente ciertas personas, muy especialmente, y muy ricamente dotadas, poseen la potencia de reflexionar por su cuenta, y alcanzar, por propia Minerva, las conclusiones rectas, que las obras de los buenos autores nos brindan, en forma inmediatamente asimilable.

      El tema de la muerte en Marcial.

      Antes de abandonar por el momento, los escritos del poeta hispano, quiero anotar sus pensamientos ante el magno y profundísimo problema de la muerte. Es uno de los negocios, acerca de los cuales la revelación nos ha traído solución más plena y más gozosa. Comparar las respuestas de los paganos con la de Cristo, puede resultar extremadamente aleccionador.

      Marcial toca el asunto nada menos que en 35 epigramas, espigados en la rauda relectura de ayer. Muy probablemente, habrá bastantes más. Y ya de antemano apunto, que en este número no entran todos los que se refieren, con guasa, a la herencia esperada.

      Aparte de la tristeza, y de la certidumbre de la muerte, que nos alcanza en cualquier lugar a que nos dirijamos, hay que señalar dos ideas:

      1ª: La supervivencia. Los epigramas aluden frecuentemente a ella. ¿Qué supervivencia en esa? Se supone que en alguna parte, el fenecido amigo recibe, como un incienso ofrecido desde lejos, el libro de Marcial (VI, 85) hay la supervivencia de la gloria: vive la mejor parte por ella (X, 2, expresamente; equivalentemente, explicado por el anterior, VI, 18); esto se refiere a la gloria alcanzada por uno mismo, pero también nos hace sobrevivir, la gloria que nos presta el poeta con sus cantos (X, 26). Hay indicaciones de otra inmortalidad: las sombras del Orco y sus negros caballos (V, 34; X, 50; en los epigramas a la niña Eroción y al auriga Escorpo); al Leteo (VII, 96) a los bosques del Elíseo (VII, 40); a los castigos del poeta maldiciente (X, 5); al posible rapto de la vida, llevado a cabo por la diosa Virgen, o la amante de Hermafrodito (VI, 68). No hay nunca la más discreta frase interpretable como insinuación de resurrección. Sí leves sugerencias a premios o castigos (VII, 40 - X, 5).

      2ª: Las consecuencias para la vida actual. En rigor, la única es que hay que emplear bien el tiempo (IV, 54). Pero semejante conclusión, que pudiera tomarse, en buena parte, juzgando por alguno de los epigramas, queda explícitamente declarada en su sentido más bajo, por una serie de expresiones absolutamente luminosas, y no significa sino que hay que disfrutar de la vida (I, 15; V, 65; VII, 43) y alcanzar la gloria pronto, pues llega tarde para las cenizas (I, 25). Es cierto que algunas veces se refiere a la vida honesta, que nos hace haber vivido plenamente (X, 23).

      Por lo demás, la muerte es dolorosa (passim) y hay que desear que tarde en llegar (VI, 28); pero los elegidos mueren pronto (VI, 29); y los mismos dioses están sujetos a la fatalidad (IX, 86). Hay que haber vivido desde ayer (V, 58). La muerte es descanso, noche eterna (X, 71).

      Otro aspecto interesante es la alabanza del suicidio, en tono estoico (todos los epigramas en que toca el tema).

      La postura del justo, del fuerte, es no temer la muerte ni desearla (X, 23).

      La


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