Ecos del misterio. José Rivera Ramírez

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Ecos del misterio - José Rivera Ramírez


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normal que han de tener, y poder reaccionar después equilibradamente. La catharsis restablece el equilibrio psicológico, y hace gozar un placer excepcional de descarga y vuelta a la medida, distinto del superficial placer de los sentidos.

      Ahora debo dejar a Aristóteles, para preparar algunas misas y actos de ejercicios; pero he de pensar en este asunto de la catharsis, de superlativa importancia, en cuanto al arte, y la misma liturgia, y las predicaciones.

      Estas consideraciones aristotélicas coinciden, en parte, con la función que yo suelo asignar a ciertas maneras litúrgicas, o incluso de predicación, que ofrecen a la sensibilidad pasto conveniente, mesurado, en tanto llega a una altura bastante, para gozar de objetos no inmediatamente sensibles. Sin embargo, hablando en general, y refiriéndome a lo que hoy puede contemplarse en los espectáculos públicos, más bien me acuesto a las opiniones platónicas. Pienso que, de sólito, el espectador sale de allí perturbado, con la sensibilidad mal inclinada, fomentada en sus propensiones a constituirse en fundamento de la vida humana.

      La comedia: en ella lo central es lo burlesco; es descompuesto, pero no doloroso. Lo ridículo es inesperado, nos sentimos sorprendidos y engañados, pero enriquecidos. La risa es necesidad vital, medio de descanso y recreo, pero debe estar sometida a medida. Debe consistir en sátira fina, no en bufonadas.

      La épica imita la acción humana, de modo narrativo. Puede ser más extensa que la tragedia. Debe imitar una acción que se desarrolla de manera activa, ordenada a manera de un organismo. Su objeto es también lo necesario, con transcendencia universal; debe evitarse la intervención del deus ex machina. Prefiere la tragedia, y afirma que se puede disfrutar de ella con la lectura privada, lo mismo que de la épica.

      La poética tiene sus leyes, que no son las de las ciencias naturales. La poesía tiene, entre otras, la finalidad de encantar, por eso hay que juzgarla desde puntos de vista peculiares. Lo más valioso de un poeta es ofrecer algo que sea, a la vez, asombroso y lógico, algo, cuyos momentos se enlazan, necesariamente, contra todas nuestras expectaciones. Lo ilógico, absurdo, sólo puede aceptarse, si no centra la atención en la misma extravagancia, y si realmente asombra. Admitimos en la poesía ciertos imposibles –como por convención– y por supuesto la idealización. La poesía es autónoma, con sus propias leyes, y se ha de leer en su contexto y ambiente poético, diverso de cualquier otro. Aristóteles, frente a Platón, toma por medida el gusto, no de la plebe, pero sí de la mayoría. “Porque en toda multitud, dice, cada uno pone su atención en una parte o aspecto distinto de la obra, y, por consiguiente, la convergencia de muchas opiniones da lugar a un juicio multilateral y fundado en todo el conjunto”.

      Esto hay que tenerlo en cuenta –y para todo– pero cuando se trata de personas educadas, que realmente pueden ofrecer un juicio, o al menos una impresión válida. La realidad suele ser, que la mayoría inmensa de los espectadores son absolutamente incapaces de suministrar otra cosa que impresiones confusas y, caso de tomarlas en cuenta, perturbadoras.

      Con esto acabo el capítulo de Aristóteles. Parece que, por primera vez en mi vida, estoy desarrollando durante este viaje los planes propuestos, o por lo menos voy a quedar muy cerca de los objetivos señalados...

      Día 7 de agosto de 1969

      Las cinco. Anoche prolongada charla con X., que me impidió acostarme hasta las 12 pasadas. Consiguiente retraso en el madrugón. De todas maneras, aún tengo por delante cinco horas, casi enteras, para mis trabajos. Las conversaciones me van pareciendo cada vez más inútiles; nos asemejan extraordinariamente a los pobres animales de noria; vueltas y vueltas sobre el mismo tema. Acaso, las personas que hablan conmigo salgan relativamente confirmadas en algunos criterios substanciales; pero en todo caso, cuanto más provechoso sería abandonar estos terrenos de lamentaciones, para contemplar las realidades maravillosas que nos penetran, en lugar de mirar en torno lo que no puede entrar en nosotros, a no ser con nuestro propio consentimiento...

      Prosigo con la historia de la estética. La época helenística: la ciencia peripatética del arte.

      Teofrasto otorga preeminencia al oído sobre el ojo; el primero permite que los sonidos y las palabras penetren en nuestro interior: los unos comunican los movimientos del espíritu conocedor, las otras los movimientos del alma como vida. El ojo nos hace conocer solamente las exterioridades del hombre; el oído nos pone en relación con su alma. Conforme con toda la Antigüedad, concede, consiguientemente mayor valor a las artes de las musas, que a las plásticas.

      Preciso pronto de un estudio serio y atinado acerca del valor de los sentidos. Pues íntimamente, por espontáneo movimiento, estoy persuadido de la exactitud de la valoración expuesta. Pero no poseo motivos ponderados que puedan apoyarla. Creo que Guardini debe de decir algo en su libro sobre los sentidos. Y como creo haber señalado, en este cuaderno mismo, sería de desear un estudio caracterizador de las civilizaciones de la vista, del oído, del tacto... Pienso, por ejemplo, en la tendencia ordinaria a tocar, a constatar con el tacto, lo percibido con los ojos: el cartelito usual de “no tocar los objetos” supone ciertamente esta tendencia como algo arraigado, innato, en el espectador. Ello lo he aplicado frecuentemente en mi pensamiento, a la moda femenina: si permiten ver, ¿por qué no estarían dispuestas a ofrecer lo mismo visible a la caricia? Y de hecho... Ahora, cuantas siguen la moda no más por seguirla, quedarían espantadas, si muchas personas osaran palpar lo que muestran ¿Por qué, entonces, no se cuelgan un cartelito indicador, prohibitivo? Y no dejaría de tener su gracia...

      Las artes de las musas nacen de tres fuentes: alegría, dolor, entusiasmo; emociones que suscitan movimientos acelerantes, o viceversa, del tono vital, y que pueden ser sometidos a ritmo. Y éste puede ser verbal, de las musas y del alma, como principio consciente de vida. Lo postrero nos intensificaría el sentido interpretativo, expresivo de la música o la poesía. Pero no poseemos los posibles desarrollos de Teofrasto...

      Importancia de Plinio –autor que no he alcanzado todavía en mis lecturas latinas– para la historia del arte. Por lo visto, abunda en citas y se constituye en fuente cardinal. Acaso sería interesante comprar sus cartas a mi paso por Madrid, y leerlas.

      Tres criterios de la época helenística: fidelidad en la imitación, belleza en la idealización, razón en las obras alegóricamente sugestivas. Lo de fidelidad e idealización, no creo que haya que entenderlo solamente en cuanto al modelo exterior, sino en cuanto a la postura interior que se expresa: yo puedo descargar en una obra cuanto siento, o puedo depurarlo: y eso es lo que se debe hacer.

      Se plantea la posibilidad de sugerir realidades invisibles: los caracteres, v. gr. del demos. Ello requiere ingenio en el artista, e inteligencia en el espectador. Teofrasto se declaraba contra el exceso de pormenores en las expresiones literarias; es preciso escoger detalles, y dejar al oyente la posibilidad de completarlos: de lo contrario, pensaría que lo tomamos por tonto. La teoría de la sugestión es, pues, muy antigua...

      Se otorga gran importancia al ingenio, frente a la diligencia de las manos. El ingenio es la capacidad de inventar, de impresionar al espectador obligándole a pensar. En el arte de Timantes, se entiende siempre más de lo que se ve.

      He oído, a veces, alabar a Velázquez, por haber ocultado el rostro irrepresentable del crucificado: así, hace tantos siglos, era loado Timantes, por haber ocultado el semblante del padre de Ifigenia...

      La idealización de los dioses y de los hombres: Cresilas representaba a los nobles más nobles aún de lo que eran... Y la idealización se lograba, a veces, mediante la “inducción”, como en el caso de Zeuxis, en el cuadro de Acragas.

      En la escultura se alaban, ante todo, la audacia y la sutileza. Y la habilidad técnica es algo que ni se celebra de ordinario, sino que se supone normal.

      Hay artistas exagerados en su preocupación técnica, tales como Apolodoro el loco –destructor de sus obras, porque jamás llegaban a satisfacerle– y Calímaco, cuya obra resulta fría a fuerza de perfecta. Lo que demuestra que en todo, incluso en la perfección, hay que guardar medida (Plinio).

      “En un boceto... afirmaban ya los antiguos, que se admira aún más, que en un cuadro acabado, el vivo pensamiento en pleno desarrollo, lo dinámico


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