El alma del mar. Philip Hoare

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El alma del mar - Philip Hoare


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a los paparazzi, con su famosa lista de invitados en la mano, que tanto deseaban ver todos los editores de revistas. Evie aparece a su lado, alta y elegante, cómplice en la conspiración con sus gafas oscuras. Ambos son diminutos y, aun así, constituyen el centro de atención. Se retiran a una de las solicitadas mesas de atrás —las hermanas Cushing a un lado, James Stewart al otro— para organizar la fiesta. Se añade a la lista a Margaret, duquesa de Argyle. Evie dice que nunca viene mal invitar a unas cuantas duquesas. Más tarde, Capote tacha su nombre.

      El lugar en el que tendrá lugar es el Gran Salón de Baile del hotel Plaza, celebrado en los años veinte gracias a F. Scott Fitzgerald. El acontecimiento superó cualquier fiesta de Gatsby. Evie encargó manteles rojos y candelabros de oro adornados con las verdes hojas y los frutos rojos, «kilómetros de zarzaparrilla». Los invitados llevaban máscara, que apenas ocultaba su fama: Lauren Bacall y Andy Warhol, Frank Sinatra y Mia Farrow, Normal Mailer y Cecil Beaton, Henry Fonda y Tallulah Bankhead. Entre los asistentes, Guiness, Kennedy, Rockefeller y Vanderbilt. Fue una fiesta fantástica; puede que sus fantasmas sigan todavía bailando.

      Evie estaba en su elemento más que nunca; a su hija no podría haberle importado menos. La alta sociedad estaba muy lejos de donde Pat quería vivir; ahora mira esas fotografías, a las delgadas reinas sociales, con desprecio. Era, y todavía es, una adolescente rebelde que había abandonado los estudios, y lo ha sido desde que llegó a Provincetown, a los dieciséis años. En 1946, su madre alquiló la casa de John Dos Passos en el East End de Provincetown durante un año, pues Dorothy Paley, la esposa de William Paley y amiga de Dos Passos, le había hablado de los atractivos de Cabo Cod. Fue una presentación trascendente. Cambió la vida de Pat.

      Me parece imposible —aunque no del todo— imaginar cómo era este lugar entonces. Sus calles parecían parte del campo, muchas todavía lo parecen. La pesca y la caza de ballenas habían abierto la ciudad a otras influencias; un contacto con lo salvaje que permitía a sus habitantes mantenerse asilvestrados. Pat trabajó en la librería, pero la despidieron porque se pasaba el día leyendo. Luego, trabajó como camarera en el Flag Ship, un bar que era un barco y donde los propietarios no le daban de comer. Su madre se quejó de que Pat estaba adelgazando —perdiendo atractivo para los ricos chicos judíos con los que quería emparejarla—. Pat prefería salir en el barco de Charlie Mayo y sentarse en el puente descubierto a observar las ballenas y los pájaros. Charlie vivía al otro lado de la calle. Era un pescador extraordinario; su familia, de ascendencia portuguesa, llevaba en el Cabo desde 1650. Su padre había cazado ballenas, al igual que Charlie; dejó de hacerlo cuando arponeó a un calderón hembra y escuchó los gritos de su cría bajo el bote. Pat veía a Charlie como a un padre. Hablaban y pescaban. A su madre no le gustaba; pensaba que Mayo era comunista. A Pat no le importaba. Solo le importaba el mar.

      Evie la envió a Austria, del modo en que se enviaba a las jóvenes de familias ricas a una escuela especial para pulir sus habilidades sociales. En 1948, Viena no era una buena elección para una chica como ella; nadie tocaba la cítara y un antiguo oficial nazi intentó violarla cuando descubrió que era judía. Pat regresó a la universidad en Pembroke, cerca de Boston. Le gustaba montar a caballo y esquiar. Pero su madre se la llevó de allí y su padrastro la matriculó en la universidad de Pensilvania, en Filadelfia, donde estudió Literatura Inglesa y Periodismo. Pat se sintió abandonada de nuevo.

      Tras graduarse en 1953, pasó algún tiempo en Benson, Arizona, cerca de la frontera con México, trabajando en un rancho con los caballos que tanto le gustaban. «Estaba fuera todo el tiempo que no pasaba durmiendo». Planeaba viajar a Taos, donde había trabajado Georgia O’Keeffe; Pat tenía allí una amiga artista y pensaba aprender a pintar. Pero su madre se opuso también a eso y persuadió a Pat para que se marchara a París, donde trabajó para la Paris Review y George Plimpton, mecanografiando los manuscritos de Samuel Beckett, y se dedicó a pasear en bicicleta por la ciudad. Vivía en una pequeña habitación en el hotel Le Louisiane en Saint-Germain-des-Prés, donde se había alojado Sartre y la visión de otro de los inquilinos, Lucian Freud, un hombre que tenía aspecto de ave rapaz, la asustó: «Yo no era nada moderna y era terriblemente tímida». En un viaje a Dublín, donde vivía su padre, Brendan Behan le tiró los tejos en un bar.

      Lógico. Era una bella y feroz musa errante, a la espera de ser capturada. En Nueva York, trabajó para Farrar, Straus & Giroux; Roger Straus era su primo. Vivía en un apartamento sin ascensor en el 57 de la calle Spring, al norte de Little Italy, un lugar bastante de moda, muy lejos de la plaza de las Naciones Unidas; el edificio sigue en pie, armado con su escalera de incendios, a dos puertas de un restaurante llamado Gatsby. El alquiler era de veinticinco dólares al mes. Pat se peleaba con los italianos por conseguir aparcar su elegante cupé negro y pensaba que las pobres familias portorriqueñas eran más felices que ella. Los viernes por la noche salía de la oficina y conducía hasta Mount Washington para esquiar.

      Cuando se vio obligada a dejar el apartamento, se mudó al hotel Chelsea y montó una oficina en su habitación. Se matriculó en un curso de diseño de libros en la universidad de Nueva York, impartido por Marshall Lee: «Era un buen profesor». Esa fue la única formación oficial que recibió. Se le daba excepcionalmente bien. Incluso hoy me pasa un libro de sus abarrotados estantes y, hojeándolo rápidamente, analiza como una experta sus cualidades. Sus diseños eran simples e inteligentes. Para la selección de poesías de Thom Gunn creó un motivo helicoidal, un contraste gráfico con la fotografía del autor en la contracubierta, que mostraba al barbudo Gunn acuclillado en un campo, a pecho descubierto, con unos vaqueros ceñidos y un cinturón de cuero cargado como su apellido.13 Bennett Cerf, el aclamado fundador de Random House, le dijo a su madre que los diseños de Pat eran brillantes. Evie simplemente le preguntó a su hija: «¿A qué te dedicas exactamente?».

      Pat y Evie. Las perlas, el champán. El cigarrillo encendido.

12

      Manhattan no podía competir con Provincetown, y Pat siempre regresaba. En el verano de 1956 se encontró, por segunda vez, con Nanno de Groot, un artista nacido en los Países Bajos, pues se habían tratado brevemente cuando ella tenía dieciocho años y él vivía con su tercera esposa, Elise Asher, en el West End, cerca de unas amigas de Pat. Este segundo encuentro fue memorable: «Cuando desperté, él estaba posado en la cima de un extraño poste, como un pájaro mirando al mar, esperándome».

      Era un hombre de aspecto imponente. Tenía cuarenta y tres años, medía metro noventa y tres, iba a menudo sin camisa y siempre descalzo, como Pat. Había ido a la escuela náutica en Ámsterdam y servido en submarinos, pero ahora era el artista que siempre había querido ser, parte del círculo de Nueva York de De Kooning, Pollock, Franz Kline y Rothko. «Pasamos esa semana juntos», dice Pat. Ella se marchó a su granja en Little York, Nueva Jersey. Se casaron en Long Island dos años después; el banquete se celebró en la casa de verano de los Backer en Sands Point, rodeada por el mar —el East Egg de Daisy Buchanan—.14 En invierno, vivían en Little York; Nanno pintaba y Pat iba a trabajar a la ciudad. En verano, regresaban a Provincetown, donde vivían en una cabaña de tres habitaciones en un prado en las afueras de la ciudad. Una fotografía los muestra allí: luz blanca; Nanno, desnudo hasta la cintura; Pat, también esbelta y también bronceada, con los pies sobre la mesa. Nanno pintaba los árboles, la tierra y el mar —el discurrir de las estaciones, las redes de los pescadores secándose en los campos— en el tiempo que le dejaba libre su trabajo de primer oficial en el barco de Charlie.

      Esa vida juntos, entre las dunas, en las calles, en el mar, debió de ser enloquecedora e idílica, frustrante y extática. Pat recuerda 1961, el verano que no hubo viento, cuando salían con el barco en una calma cristalina, tan transparente que parecía que podía meterse la mano en el agua y agarrar los peces de las profundidades del mar. Fue un «virulento asalto visual», dijo Pat más adelante, en una entrevista filmada en la que emerge su estilo, una mezcla de inteligencia bohemia y belleza concentrada. Con el cabello ondulado y la raya en el medio, podría haber pertenecido a The Velvet Underground o ser una modelo renacentista. Mira directamente a la cámara, pero ve algo más en la distancia. Habla sobre Nanno, quien escribió: «En momentos de claridad, puedo sostener la idea de que todo cuanto hay en la tierra es naturaleza,


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