El alma del mar. Philip Hoare

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El alma del mar - Philip Hoare


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atestiguó «la mansedumbre y bondad de los delfines y la pasión con la que aman a los muchachos». Y añadió: «No se sabe por qué razón nadan hasta la orilla y se quedan varados en tierra; en cualquier caso, se dice que lo hacen en ocasiones, sin motivo aparente».

      No es una franja poco transitada de la orilla oceánica del Cabo. Es la playa de la ciudad en la bahía, a la que dan los porches traseros de tiendas y restaurantes; este cetáceo varado podría haber sido arrojado perfectamente a última hora de la noche, junto con las conchas de almejas y los caparazones de langosta. Sin embargo, estas aguas tan tranquilas pueden ser también un lugar peligroso. Una mañana, desde mi terraza, vi unas aletas en la distancia, entre el rompeolas y el muelle. Con mis binoculares, observé a un grupo de delfines comunes que se movían inquietos de un lado a otro. Me acerqué en bicicleta para observarlos más de cerca. Demasiado cerca, según comprendí pronto; corrían peligro de quedar varados. Yo estaba de pie, el agua me llegaba a la altura del tobillo y los tenía a unos seis metros, donde el océano azul se volvía arenoso y marrón. Parecía imposible que pudieran nadar con tan poca agua. El desastre potencial convirtió la escena en una silenciosa crisis, como el fragmento de un documental de historia natural sin la voz en off, una escena ignorada por los vecinos, que seguían con sus asuntos.

      Para un delfín, quedar varado en una playa es un hecho drástico. Estudios recientes sugieren que los animales «optan por quedar varados cuando están muy débiles, para evitar ahogarse», dice Andrew Blownlow, un científico escocés. Parece haber «algo muy profundo en su núcleo de mamíferos terrestres que se dispara en situaciones extremas». Es un acto suicida y un intento desesperado de supervivencia. Al menos, así es como lo vemos. Santificamos a estas criaturas como un bálsamo para nuestras depredaciones, y parece que siempre ha sido así. Alrededor del 180 a. C., el poeta grecorromano Opiano declaró que cazar al «regio delfín» era inmoral, aduciendo que se trataba de humanos que otrora habían cambiado la tierra por el mar. «Pero, incluso ahora, el honesto espíritu de los hombres en ellos conserva el pensamiento y los actos humanos».

      Dennis me llamó para darme la noticia. Minutos después, conducíamos hacia el puerto. El día anterior, en el barco en el que habíamos salido para avistar ballenas, habíamos visto un grupo de delfines moverse en las aguas transparentes en busca de comida. Entre ellos estaba este ejemplar. Los grupos pequeños de delfines como aquel tienen una estrecha relación matrilineal y son sumamente leales. ¿Murió por la noche, en la oscura y solitaria playa, llamando a su familia y oyendo sus respuestas? Este bello animal desnudo, que yace ahora frente a mí, de rodillas, es suave y colorido como una pieza de porcelana. No había nada mórbido en él; aún parecía lleno de vida.

      Recorro su cuerpo con las manos. Las aletas tienen una forma perfecta, gomosas y táctiles, son acariciadas y acarician cuando están vivas; los tensos flancos se estrechan hacia la musculosa cola. Los ojos están desconcertantemente abiertos, ciegos, no ha sufrido los estragos de las gaviotas, que a menudo se alimentan de los cetáceos varados incluso antes de que hayan expirado. Claramente visible en su vientre se encuentra la ranura genital del animal, flanqueada por dos ranuras mamarias más pequeñas, que traicionan su sexo con este exhibicionismo indecente. Introduzco el dedo ostensiblemente para comprobar si esta hembra, pues ahora ya sé que es una hembra, se había reproducido, pero en realidad lo hago por una lúbrica curiosidad.

      Rezo un Ave María por mis pecados.

      Después de registrar sus dimensiones, como si la midiéramos para confeccionar un traje nuevo, me estiro a su lado para comparar; no por razones científicas, sino por motivos propios: cabeza con cola, pie con pico, siento lo análogos que somos. La imagino como una humana vestida con un traje de submarinismo con forma de delfín. Pienso en sus huesos, más ligeros que los míos, que no tienen que soportar el tirón de la gravedad; puede que cambie mi pesado esqueleto por el suyo, transformándome desde el interior. Pienso en cuánto tiempo de mi vida paso en vertical u horizontal, de pie en tierra o en paralelo sobre el agua; una sensación que se conoce como propiocepción: la comprensión del propio cuerpo en el espacio; la forma en que queremos estar cómodos en el mundo, pero nunca acabamos de reconciliarnos con la existencia de nuestro ser físico.

15

      Me quedo allí tendido como un amante; su cuerpo es como un espejo del mío. Su espiráculo nunca volverá a abrirse exultante, con la alegría de ser un delfín. No va a escabullirse de la arena, impulsándose con su vigorosa cola para alejarse nadando. Una pátina de descomposición se ha extendido sobre sus ijadas como la pelusa plateada de una ciruela. El cuchillo de Dennis corta la aleta dorsal como indican las instrucciones de su formulario, amputando su punta en capas de piel negra y blanca grasa que parecen dulces de regaliz. Siento el extraño impulso de morder el trozo extirpado. Luego vienen los dientes; cada aguja de marfil dispuesta regularmente a lo largo de la estrecha mandíbula. Según algunos estudios, podrían actuar como una especie de herramienta sónica y ayudar a transmitir el sonido al oído interno del delfín.

      Comparado con este complejo animal, yo soy sensorialmente inepto, un ser bobo apenas incapaz de sentir nada. Ella podía oír-ver en las profundidades, detectar anguilas de arena por el calor que emiten y nadar con yubartas; podía relacionarse con su grupo, utilizando su silbido distintivo y los de sus amigos para llamarlos. Podía ecolocalizar a sus compañeros, percibir su estado emocional, saber cómo se sentían, casi telepáticamente. Tenía una cultura y se expresaba en un estado de individualismo colectivo, y, como ahora sabemos, exhibía una madurez emocional quizá superior a la nuestra. Pero su aparentemente fácil vida ha llegado a su fin en esta orilla urbana. Los transeúntes preguntan: «¿Qué clase de pez es?». Los camareros se sientan en las escaleras de su restaurante y fuman antes del siguiente turno. En otra época, puede que sus homólogos la hubieran servido a sus clientes. En la década de 1960, el restaurante Sea View tenía yubarta en el menú.

      Dennis sierra la mandíbula, liberando los cuatro dientes que la organización para la que trabaja necesita para sus análisis. La hoja dentada chirría contra el hueso; es la peor hora con el dentista que uno pueda imaginarse. Las encías ceden y, de dos en dos, se extraen los dientes. La sangre resbala hasta la arena. El ultraje se ha completado. Una vez embolsadas las muestras y marcadas las ijadas del animal con el acrónimo de la organización, nos marchamos, dejándola sola sobre la playa, lista para mecerse en la próxima marea, como si las reconfortantes olas pudieran devolverle la vida.

      Vivos o muertos, todos adoptamos la misma postura; la misma forma en que mi madre posaba sentada de joven en una fotografía de color sepia en el jardín de su casa familiar suburbana, descansando su peso sobre una mano en la silla mientras se vuelve a medias hacia la cámara, como las estrellas de cine que había visto; la misma forma en que se sentaría en la última fotografía que yo tomaría sesenta años más tarde en nuestro jardín, apenas a kilómetro y medio de allí, adoptando la misma posición; la misma postura que, comprendo, yo también adopto al sentarme y volverme hacia una cámara que no está ahí.

      Fuera, en la bahía, los barcos atracados actúan como veletas, moviéndose y girando según la dirección del viento. Miro desde mi terraza el horizonte. Es mi barómetro. Si está liso, iremos a ver ballenas; si está ondulado e irregular, quizá no. Hoy está plano. Así que zarpamos.

      No hay nada tan excitante como la creciente emoción cuando el barco se prepara para salir del puerto, cargada con la perspectiva del día por delante. Incluso amarrado al muelle, el Dolphin VIII es un barco con su propio ímpetu, como si fuera a marcharse haya o no haya alguien a bordo; una gran masa chirriante de láminas de metal y motores que zumban abajo, una poderosa conexión industrial con la resistencia de las agitadas aguas. Cuando subo con la tripulación —el pescador trocado en capitán, el taciturno primer oficial, la poeta naturalista, los cocineros de Europa del Este con futuros profesionales en sus países—, me siento un perpetuo extraño, por mucho que haya navegado en estos barcos y observado las mismas ballenas durante quince años. Nadie está seguro de su lugar aquí, nadie está libre de duda: la tripulación solo trabaja si hace buen tiempo y hay clientes que les paguen el sueldo. Tiempo, trabajo, gente, ballenas: todo forma una incómoda alianza, un nervioso contrato redactado sobre un mar cambiante, acordado por un fin común.


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