El alma del mar. Philip Hoare
Читать онлайн книгу.y su madre, irlandesa; la familia tenía una gran propiedad rural en Carmarthenshire. Ernald emuló el avance de su clase y fue a una escuela privada de Oxford, pero su auténtica pasión era esquiar, y fue un pionero del esquí alpino en la década de 1920; en una fotografía se lo ve descendiendo por las laderas, un gallardo joven del equipo británico de esquí. En 1929 viajó a Estados Unidos, donde conoció y se casó con Evelyn Straus Weil, una joven neoyorquina inteligente y chic de veintitrés años, de cabello negro y ojos grandes y relucientes, a quien su propia hija describiría como una flapper.12 Desde luego, tenía un pasado más cosmopolita que su marido inglés.
El abuelo de Evelyn, Isidor Straus, era un judío nacido en Alemania que se había reunido con su padre, Lazarus, en Nueva York en 1854. Allí, la familia forjó una notable sociedad. Lazarus Straus se alió con un cuáquero de una célebre familia de balleneros de Nantucket, Rowland Hussey Macy. Abrieron unos grandes almacenes que tuvieron un éxito espectacular. En 1895, Isidor y su hermano Nathan pasaron a ser los propietarios de la tienda. A estas alturas, se había convertido en parte de la vida de Estados Unidos. Ambos eran filántropos; Isidor recaudó miles de dólares para ayudar a los judíos amenazados por los pogromos de Rusia y el hijo de Nathan, también llamado Nathan, intentaría conseguir visados para la familia de Anna Frank. Isidor, el bisabuelo de Pat, fue congresista y rechazó el cargo de director general del Servicio Postal de Estados Unidos que le ofreció el presidente Grover Cleveland. Isidor adoraba a su esposa, Ida, y a sus siete hijos, entre ellos Minnie, la abuela de Pat.
El 10 de abril de 1912, tras pasar el invierno en Europa, Isidor e Ida subieron a bordo de un nuevo transatlántico de lujo que partía de Southampton con destino a Nueva York. Cinco días después, en la madrugada del 15 de abril, cuando el Titanic chocó con un iceberg y empezó a hundirse a 375 millas al sur de Terranova, la devoción de esta pareja se convirtió en toda una leyenda moderna. Ida se negó a subir a un bote salvavidas sin su Isidor. Y puesto que aún había mujeres y niños a bordo, Isidor se negó a aceptar la oferta de una plaza en el bote junto a su mujer.
«No me iré antes que el resto de los hombres —se dice que declaró, con formalidad y educación—. No deseo ningún favor del que no disfruten los demás».
Ida envió a su doncella inglesa, Ellen Bird, al bote número ocho. Le dio a Ellen su abrigo de pieles, diciéndole que ella no iba a necesitarlo: «No me separaré de mi marido. Moriremos igual que hemos vivido: juntos».
La pareja se sentó en sendas tumbonas en cubierta. Fue, según los testigos, «una excepcional muestra de amor y devoción». Veo esa determinación en el rostro de Ida y en el de Pat: el mismo ceño, los mismos ojos.
Isidor e Ida, junto a otras ochocientas almas, perecieron en un mar que se ha descrito como una llanura blanca de hielo. La mayoría falleció a causa de una parada cardíaca a los pocos minutos en el agua a dos grados bajo cero. Un barco de rescate pasó junto a más de cien cadáveres en la niebla, tan juntos que sus chalecos salvavidas, que subían y bajaban con las olas, los hacían parecer una bandada de gaviotas posadas allí. Se recuperó el cadáver de Isidor, que se repatrió a Nueva York; el funeral se retrasó con la esperanza de encontrar el cadáver de Ida. No pudo ser: se encontró el cuerpo de menos de uno de cada cinco desaparecidos y, de esos, solo salía a cuenta repatriar a los pasajeros de primera clase, pues sus parientes podían sufragar los gastos. Los demás fueron devueltos al mar.
Casi treinta años después, la madre de Pat, Evelyn —conocida como Evie—, envió a ella y a su hermano a través del mismo océano, en un viaje peligroso en tiempos de guerra; en junio de 1940, el barco en que viajaban, el SS Washington, había sido interceptado por un submarino alemán en uno de sus anteriores viajes transportando norteamericanos que habían recibido la advertencia de regresar de inmediato a Estados Unidos, pues era arriesgado permanecer en Gran Bretaña. (Como judía, Evie debía de estar preocupada por lo que podría pasar si se producía la invasión alemana. Diez años después, ese mismo barco zarparía de Southampton hacia Nueva York con supervivientes del Holocausto). El lujoso interior del transatlántico —sus elegantes salones, sus salas de baile y su biblioteca— estaba abarrotado de familias. Películas de archivo muestran la cubierta con montañas de baúles y maletas y a niños bajando del barco al llegar a Nueva York de la mano de un adulto y, con la otra, agarrando un oso de peluche, o en cochecitos o sillitas de paseo. Fueron evacuados por su propia seguridad, pero Pat acabó convenciéndose de que tanto su madre como su padre querían dedicarse a sus diversos asuntos sin la molestia de los hijos. No había sido un matrimonio feliz. Sus padres se divorciaron en 1936 y, después, Evie tuvo una relación con Ralph Murnham (que se convertiría en médico de la reina) antes de casarse con su segundo marido, Sebastian de Meir, hijo de un diplomático mexicano, en 1939; él se alistó en la RAF y murió cuando su bombardero fue derribado sobre los Países Bajos en 1942. Evie, que había empezado a trabajar de enfermera en Londres durante la guerra, se mudó a Nueva York en 1943.
Pat siempre se sintió abandonada. «Era una refugiada», dice. Durante su infancia en el barrio St. John’s Wood, en Londres, se escondía en el parque e imaginaba que era un animal; uno de los primeros libros que recuerda haber leído, en la década de 1930, trataba de un niño que naufragaba y llegaba a una isla desierta, donde era criado por lobos. Ella quería ser ese niño. A sus padres, los animales los traían sin cuidado; también a su niñera, a quien Pat recordaba con un abrigo de piel de foca. La madre de Pat debió de ser bella y chic. Le dio a Pat un cuello de piel de castor que Pat se negaba a ponerse; no quería ni tocar a su madre si llevaba sus abrigos de piel. Pat recuerda que un día Evie le mostró una alfombra hecha de piel de gato: «Sabía que a mí me encantaban los gatos. Ella los odiaba».
Una vieja fotografía del dormitorio de Pat muestra al «Capitán E. W. A. Richardson, febrero de 1944», sirviendo en el Regimiento de la Reina, vestido para el invierno canadiense con una trenca de lana blanca tan gruesa como la nieve. Tiene un rostro ancho, atractivo y británico. Está radiante.
La vida de Evie era tan inestable como los tiempos. En 1945 se casó con Martín Aróstegui, un editor cubano cuya anterior esposa, Cathleen Vanderbilt, una heredera alcohólica, había muerto el año anterior. Al cabo de un año ya se habían separado, y Evie se casó con George Backer, influyente demócrata, escritor y editor del New York Post. Como su amigo Nathan Straus, Backer había intentado ayudar a los refugiados judíos a huir de la creciente amenaza nazi y el Gobierno francés le había concedido la Légion d’Honneur en 1937 por sus servicios: «Es horrible pensar —reflexionaría más tarde— sobre nuestra responsabilidad en lo que pasó. Teníamos los barcos, pero no salvamos a esa gente».
Pero el mundo de Evie era Manhattan, un mundo de dinero y gente poderosa. Entre los amigos de su marido se contaba William Paley, el director general de la CBS, y Pat recuerda que otro amigo, Averell Harriman, embajador de Estados Unidos en Gran Bretaña, heredero de la mayor fortuna del país, también intentó seducir a su madre. Descrita por The New York Times como «una mujer pequeña, de movimientos rápidos […] divertida, alegre y de lengua afilada», Evie utilizó su sentido estético y sus inmejorables contactos para convertirse en decoradora de interiores; entre sus clientes estaban Kitty Carlisle Hart, Swifty Lazar y Truman Capote. En su apartamento del Upper East Side, en el 32 de la calle 64 Este, los cuadros estaban colgados a media altura y se escogieron muebles pequeños para reflejar sus 162 centímetros de estatura; amoldó su entorno a sus necesidades, igual que haría su hija. Capote la llamaba «Pequeña Malicia» por su rápido ingenio. Creó para el escritor un apartamento fastuoso, casi visceral, en la plaza de Naciones Unidas, donde pintó las paredes del estudio de rojo sangre y colocó un sofá victoriano tallado de palisandro, una lámpara de quinientos dólares de Tiffany y un zoo de animales miméticos o muertos, desde una jirafa de bronce y gatos de porcelana hasta almohadas de piel de jaguar y una alfombra de piel de leopardo. Oigo el horror de Pat. Cecil Beaton describió el apartamento como «caro sin por ello parecer más que ordinario». Pero a Capote le gustó, y le pidió a Evie que organizara su Baile Negro y Blanco, la más famosa, o notable, fiesta del siglo xx, célebre por el hecho de que, a pesar de la recomendación de Evie, Capote no invitó al presidente.