El destructor del Amazonas. Alberto Vazquez-Figueroa
Читать онлайн книгу.–¡De acuerdo! Pero no te muevas de ahí.
Lanzó un reniego por cuyo tono e intensidad podría creerse que estaba a punto de enfrentarse a todos los jaguares de la espesura y acabó por ordenarle a su primer oficial:
–Prepáralo todo y que Jesús nos asista.
–…Y la Virgen y San José.
–¡Amén!
En cuanto Getulio hubo desaparecido Bernardo Aicardi quiso saber:
–¿De qué se trata?
–De «La Coruja». ¿Es que no la está viendo? La mismísima «Coruja» en carne y hueso; una mujer cuyo solo nombre asusta a los niños… ¡Y a muchos mayores!
–¿Y eso por qué?
–Porque es la única capaz de recolectar uno de los venenos más letales del mundo. Una solo gota acaba con cincuenta adultos y basta con que te roce para que no sobrevivas cinco minutos.
–¿Y de dónde lo extrae? ¿De la «mamba» o la «coral»…?
–¡Qué «mamba» ni qué «coral»! No se trata de ninguna serpiente sino de la bestia más mortífera que pulula por los pantanos: la rana dorada. Los laboratorios pagan su peso en oro porque se ha convertido en un producto básico a la hora de producir analgésicos.
–¿Y no resultaría más sencillo criar esas ranas en cautividad? –intervino Violeta con lo que parecía una pregunta de innegable sentido común.
–Se ha intentado, pero en cuanto se las saca de su ambiente dejan de ser peligrosas. Por lo visto, aunque les ruego que no me hagan demasiado caso, su ponzoña se debe a que se alimentan de hormigas y de unos grillos diminutos que son los que generan las toxinas. Un médico me aseguró que ese veneno es como nicotina altamente concentrada.
–¿Acaso los grillos fuman?
–Supongo que únicamente los que fueran amigos de Fidel Castro o del Che Guevara pero en esos endemoniados pantanales ocurren tantas cosas increíbles que uno acaba por creérselo todo. ¿Sabía que el ochenta por ciento de los medicamentos proceden de plantas o animales amazónicos?
–No, pero lo que no entiendo es por qué a las ranas no les afecta ese veneno.
–Al parecer cuando son pequeñas no consiguen cazar demasiados grillos por lo que luego se van volviendo inmunes.
–En algún lugar he leído que algunos reyes de la Edad Media ingerían minúsculas porciones de arsénico con el fin de volverse inmunes.
–Pero calvos y estériles… –le hizo notar el sobrino de Monseñor Aicardi al que evidentemente todo aquello no le hacía la más mínima gracia.
–Calvos y estériles pero vivos.
–Pues no sé yo si vale la pena vivir calvo estéril y con el resto del cuerpo envenenado con arsénico… –hizo una larga pausa antes de añadir–. ¿Y cómo se las arregla esa mujer para recolectar el veneno sin que le afecte?
–Por lo que me contó una vez, atrapa las ranas con una especie de cazamariposas y las introduce en un recipiente de barro relleno de algodón que coloca al sol. Como la ponzoña se encuentra en su piel, en cuanto empiezan a sudar impregna el algodón. Por lo visto cada una produce tres sudoraciones antes de morir deshidratada.
–Está claro que ese bicho estaba preparado para enfrentarse a todos los depredadores, excepto a los laboratorios farmacéuticos, que son los mayores depredadores del planeta. Supongo que no se le habrá pasado por la cabeza la idea de cargar un cacharro cuyo contenido puede matar a miles de personas.
–Cuando la subamos a bordo se habrá convertido en un sarcófago.
–¿Un sarcófago?
–Un sarcófago… –insistió Andrade–. Tenemos que sumergir la vasija en un cemento especial que fraguará en pocos minutos y la volverá impenetrable durante los próximos tres siglos.
–¿Y por qué tantos siglos?
–Por precaución y sobre todo por las características de ese cemento. Cuando se seca se convierte en una roca, pero si utilizáramos otro menos potente nos estaríamos arriesgando a que se produjeran grietas.
Violeta Ojeda, a quien el tema parecía interesarle de forma muy especial puesto que su pensamiento estaba yendo más allá del mero hecho de neutralizar venenos, se tomó un respiro antes de insistir con su tozudez habitual.
–¿Y de qué les servirá una roca a los laboratorios farmacéuticos?
–Saben abrirlas con sierras de alta velocidad y les aseguro que si el contenido de esa vasija puede matar a cientos de personas, también puede salvar a miles. La mayoría de los moribundos deberían agradecer la existencia de mujeres como «La Coruja», las únicas capaces de hacer más llevaderos sus últimos momentos –se puso en pie como dando por concluida la conversación y no hubiera nada más que discutir puesto que a bordo de su barco era él quien tomaba las decisiones–. Muchos epilépticos y desgraciados a los que el tétanos hace sufrir lo indecible lo necesitan, o sea que lo tienen muy claro: o viajan con un «sarcófago» o no viajan.
–Preferiría que fuera el de un faraón, pero ya que no puede ser, tendremos que resignarnos.
Asistieron, sin moverse de cubierta, al laborioso y sobre todo peligroso proceso de aislar un frágil recipiente teniendo en cuenta que si el cemento fraguaba con demasiada rapidez podía romperse, y si fraguaba con demasiada lentitud se corría el riesgo de que tanto esfuerzo resultara inútil.
Luego vieron como Getulio le entregaba a «La Coruja» tres sacos conteniendo cada uno diez kilos de sal, con los que la mujeruca desapareció entre la espesura visiblemente satisfecha.
–¿Sal…? –se sorprendió el italiano–. ¿Es eso lo único que quiere?
–¿Y qué otra cosa iba a querer? Allá donde va el dinero no sirve, pero esa sal vale una fortuna porque no sé si se habrá dado cuenta de que esta es una tierra sin sal en la que miles de personas y animales enferman o mueren por su carencia. En la Amazonia lo de «la sal de la tierra» no es solo una frase altisonante; es una dramática realidad.
–Pues sí que soy una acémila. Sabía que lo de «salario» viene de pagar el trabajo con sal, pero no que fuera hasta ese punto.
–Hay guacamayos que cuando están criando tienen que volar cincuenta kilómetros con el fin de llevarles a sus polluelos un poco de arcilla que contiene diminutas partículas de sodio sin las cuales no llegarían a adultos.
–Curioso. ¡Muy curioso! Ciertamente, este es un país para curiosos.
–Pero ándese con cuidado porque a veces la curiosidad mata al gato. «La Coruja» carga con un tesoro, pero en cuanto llegue a los pantanales, un solo error, el más mínimo movimiento en falso, le costará la vida.
A la hora de la cena, con el veneno ya a bordo y «La Coruja» lejos, la inasequible al desaliento Violeta Ojeda insistió sobre el tema:
–¿Es cierto lo que ha dicho sobre ese tipo de cemento: que se mantiene inalterable durante trescientos años?
–¿Y qué ganaría con mentirle? –quiso saber el paciente capitán–. Ni usted ni yo estaremos aquí para comprobarlo.
–Eso me temo. Y ahora me gustaría hacerle una pregunta que se le antojará estúpida pero que para mí puede ser muy importante: ¿Sabe cuántos teléfonos móviles están en uso en estos momentos?
El dueño del barco meditó unos instantes para acabar por admitir:
–No tengo ni la más pajolera idea.
–Unos seis mil millones.
–¡Caray...! La gente de las ciudades sí que habla.
–Demasiado para decir demasiadas estupideces. ¿Y sabe usted cuántos teléfonos móviles usados