El destructor del Amazonas. Alberto Vazquez-Figueroa

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El destructor del Amazonas - Alberto Vazquez-Figueroa


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millones…?

      –Cuatro mil millones –le corrigió ella–. Casi todos los que tienen un móvil han tenido antes un par de ellos. A muchos les gusta cambiarlos pese a que aún funcionen.

      –¿Y por qué hacen esa estupidez?

      –Porque hay gilipollas que sufren más por carecer de lo superfluo que por carecer de lo imprescindible. Conozco a gente que si no pone sobre la mesa un móvil de última generación se considera un paria.

      –Pues por aquí apenas los usamos puesto que suele haber mala cobertura. Funciona mejor la radio.

      –Suerte que tienen, pero volvamos a lo que importa: ¿sabía usted que cuando un teléfono móvil se moja desprende compuestos órgano-clorados y fosforita radioactiva?

      –¡Por los clavos de Cristo, Violeta! –la atajó un furibundo Bernardo Aicardi–. ¿Cómo pretendes que entienda de esas cosas? ¿Quién coño sabe lo que son los compuestos órgano-clorados y la fosforita radioactiva?

      –Yo no, desde luego… –reconoció el brasileño–. Pero nunca está de más aprender algo que suena poco recomendable para la salud.

      –Son venenos; no tan letales como el de esas ranas pero causan estragos debido a que provocan cáncer de piel, sobre todo en los niños.

      El atribulado marino de agua dulce, al que jamás se le había pasado por la mente que algo así pudiera ocurrir y que fuera la tecnología de última generación la que estuviera amenazando el futuro de una humanidad cegada por sus éxitos, apartó con desgana el enorme chuletón que había estado devorando.

      –La verdad es que tiene usted la virtud de endulzar la vista y el defecto de amargar el oído –masculló–. Cada vez que abre la boca me quita el apetito.

      –En este caso ha valido la pena. ¿Cree que ese tipo de cemento podría utilizarse para convertir los teléfonos tóxicos en rocas?

      –No veo por qué no, ya que es capaz de resistir siglos incluso bajo el agua.

      –¡Bendito sea Dios!

      –¿Estás pensando lo que creo que estás pensando? –intervino de nuevo el italiano–. ¿Tienes idea de qué gigantesca cantidad de cemento sería necesaria para aislar cuatro mil millones de móviles?

      –No. No tengo ni la menor idea, querido, pero como dermatóloga tengo muy claro lo que costará el tratamiento de esos enfermos y que la mitad de ellos no sobrevivirán.

      –¿Y qué podemos hacer?

      –Exponer el tema y aportar soluciones. Si las autoridades conocen el peligro y cómo evitarlo por lo menos habremos cumplido con nuestra obligación. El Vaticano tiene un periódico y supongo que conocerás a muchos periodistas.

      –Sí, en efecto. Conozco a muchos e incluso tenemos en nómina a algunos a los que se les supone abiertamente anticlericales.

      –Pues que se pongan a trabajar; que dejen de hablar tanto de los políticos que están destruyendo el mundo y empiecen a hablar de las tecnologías que están destruyendo el mundo. Me consta que nunca podremos acabar con los políticos corruptos pero sí con la tecnología destructiva.

      ***

      Tan solo habían dejado un centinela; un hercúleo pelirrojo que hacía muy bien su trabajo, no solo porque se tratara de un excelente profesional, sino porque a nadie le apetecía quedarse dormido a menos de diez metros del cauce de un río del que en cualquier momento podía surgir un caimán, y otros tantos de una espesura de la que en cualquier momento podía surgir un jaguar.

      Sentado junto a una hoguera en la que parecía confiar más que en su capacidad de reacción, permanecía arma al brazo, ojo avizor y con el oído atento, tal vez preguntándose cómo había llegado a tan peligroso lugar desde su Irlanda natal.

      Se había visto obligado a establecer su puesto de vigilancia y encender fuego lejos de la casa comunal, debido a que los sonoros ronquidos y las apestosas flatulencias de quienes se habían atiborrado de judías con chorizo le distraían, y tenía muy claro que un ligero descuido, un simple parpadeo que se convirtiera en corta cabezada, podía significar el fin del grupo.

      Que el grupo sirviera de cena a los caimanes le hubiera tenido sin cuidado de no ser por el hecho de que formaba parte de ese grupo.

      A sus espaldas había clavado un palo de casi dos metros en el que ondeaban trapos con el fin de desorientar a los murciélagos.

      Odiaba a los murciélagos.

      Los odiaba con el mismo fervor con el que los odiaba el común de los mortales y ahora les oía revolotear a su alrededor como un ejército de pequeños demonios a los que Satanás hubiera dado la noche libre.

      Un minero ecuatoriano le había contado que en su país existía un tipo de murciélago, que por fortuna tan solo habitaba a casi tres mil metros de altura en la cordillera andina, que tenía la odiosa costumbre de alimentarse de sangre, y que si mordía a un ser humano después de haber mordido a un animal rabioso le trasmitía la rabia, «el mal para el que no existe cura».

      Puede que no se tratara más que de una exageración o una burda leyenda de la selva, pero pese a que se encontraba muy lejos de los Andes, aquella historia siempre le rondaba la cabeza puesto que lo que menos le apetecía en este mundo era morir como un perro tan lejos de su amada Irlanda.

      Un gran pez chapoteó en el agua por lo que su dedo se curvó sobre el gatillo del arma.

      Pero no era más que un pez.

      Oculto entre los árboles, más despierto que nunca, Kapoar decidió que había llegado el momento de actuar.

      Preparó un dardo, pero sabía que en esta ocasión debía impregnarlo con el mismo tipo de curare que había utilizado para abatir al mono debido a que por su tamaño y constitución el pelirrojo tardaría demasiado en quedar paralizado, proporcionándole tiempo para disparar su arma o dar la voz de alarma.

      Debía pesar diez veces más que un araguato y por lo tanto se veía obligado a utilizar una mezcla de curare al que tendría que agregarle una mínima cantidad de veneno de rana, y sabía que si cometía el más ligero error al impregnar el dardo y el veneno le rozaba la piel no volvería a respirar una nueva bocanada de aire.

      Extrajo de su zurrón el pequeño recipiente de caña de bambú que contenía la odiosa ponzoña e intentó destaparlo pero se detuvo al advertir que las manos le temblaban.

      En realidad todo el cuerpo le temblaba.

      Maldijo entre dientes.

      Si el mero hecho de realizar tan peligrosa tarea a la luz de día y sin enemigos en las proximidades exigía unos nervios de acero, intentarlo en plena noche y en semejantes circunstancias hubiera destrozado los nervios incluso de su tío Somm, que había sido el hombre más templado y el mejor cazador que conociera nunca.

      Somm podía mantener recta durante largo rato una pesada cerbatana de chonta o aguantar sin pestañear el ataque de un jabalí.

      Pero Somm era Somm y él tan solo era Kapoar.

      Pasaron unos minutos antes de que pudiera sentirse seguro de sí mismo, impregnar el dardo, introducirlo en la cerbatana, apoyarla en una rama con el fin de proporcionarle mayor estabilidad, apuntar, esperar a que no hubiera viento y lanzar un soplido corto y fuerte.

      CAPITULO IV

      Los alcanzaron a media mañana.

      Eran una treintena y avanzaban cargando con sus escasas pertenencias, agotados y hambrientos pero decididos a seguir adelante puesto que lo que quedaba a sus espaldas tan solo era violencia y muerte.

      –¿Quiénes son?

      –Lo «ahúnas». Suelen vivir a orillas del Bajhó.

      –¿Y adónde van?

      –No van. Huyen. Últimamente ha habido incendios y matanzas por aquella zona.

      –¿Los


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