El destructor del Amazonas. Alberto Vazquez-Figueroa

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El destructor del Amazonas - Alberto Vazquez-Figueroa


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parte de lo rodado resultó inservible.

      –Ahora comprendo por qué no se entendía nada. Faltaban escenas y otras se cortaban de improviso.

      –Esa es una de las consecuencias de los liderazgos empresariales. Aquellos directivos eran tan prepotentes que menospreciaron las nuevas tecnologías y al poco se inventaron las cámaras digitales que en menos de una década transformaron la industria. «Kodak» es el caso más sangrante de catástrofe económica por estupidez humana del que se tiene memoria.

      Don César no había llegado a donde estaba por casualidad y además tampoco era necesario atar demasiados cabos como para alcanzar lógicas conclusiones.

      –¿O sea que lo que se proponen es rodar una nueva película sobre «El Nordestino» pero con una tecnología digital que evitará los problemas de calor y humedad?

      –Veo que lo ha entendido.

      –Es que no es necesario ser un lince. ¿Y esta señorita tan guapa será la protagonista femenina?

      –No –le corrigió Violeta de inmediato–. No soy actriz; soy dermatóloga.

      –¡Me encantan las dermatólogas!

      –A ti las que de verdad te encantan son las odontólogas, papá –puntualizó la escuálida de rasgos orientales–. Y cuanto más daño te hacen mejor puesto que siempre has sido bastante masoquista.

      –Tengo que serlo para soportar a semejantes hijas… –el dueño del «Pirarucú» puso en marcha su silla de ruedas e hizo un gesto para que lo siguieran mientras comentaba:

      –Quien habría hecho muy bien el papel de «El Nordestino» hubiera sido Charlton Heston. Siempre fue mi actor predilecto a pesar de haberse prestado a rodar aquella imbecilidad de «Cuando ruge la marabunta». La Amazonia invadida por millones de hormigas. ¿A quién se le ocurre? Si hubiera sido invadida por millones de putas me lo habría creído, pero hormigas…

      La cena, servida sobre una larga y elegante mesa de cristal rojizo con platos y copas haciendo juego, poco tendría que envidiar al más sofisticado ágape versallesco, y por si fuera poco se encontraba muy bien aliñada por el peculiar, disparatado y estrambótico sentido del humor de los anfitriones.

      La hija mayor aspiraba a ser protagonista de «telenovelas de amor y lujo», mientras que a Etuko le encantaba diseñar vestidos, y era justo admitir que sus dibujos tenían un innegable encanto.

      Ambas sentían una gran curiosidad por las costumbres europeas, por lo que la conversación discurrió por cauces que podrían considerarse intrascendentes hasta que el dueño de la casa comentó que las cosas se estaban complicando por culpa de lo que denominaba «orugas peludas».

      –En esta región la mayor parte de la tierra es arcillosa, por lo que al tercer o cuarto año la calidad de las cosechas disminuye de forma drástica. Si a ello se le unen esos malditos bichos no nos queda otro remedio que cortar árboles e incendiar bosques con lo que iniciar un nuevo ciclo.

      –Algún día tendrán que interrumpirlo o todo esto acabará convertido en un erial… –señaló Bernardo Aicardi.

      –¿Y de qué viviremos?

      –Supongo que hay vida más allá de la soja.

      –Para nosotros no.

      Fue aproximadamente en esos momentos cuando se escuchó un estruendo ensordecedor y la casa se estremeció de punta a punta, por lo que el propietario se apresuró a calmar a sus huéspedes.

      –¡Tranquilos! Tan solo es un rayo y nos protege el mejor sistema de pararrayos que existe… –alzó las manos con las palmas hacia arriba como si ello lo explicara todo–: Me costó casi un millón de dólares, pero no me quedó otro remedio porque gracias a Dios en esta zona los rayos y las tormentas son el pan nuestro de cada día.

      –¿Y por qué gracias a Dios?

      –Porque estas selvas se han formado con horas de lluvias torrenciales seguidas de horas de sol achicharrante. De otra forma no sería la imponente Amazonia; sería un miserable bosquecillo ucraniano.

      –Chovinista hasta la médula.

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